El asalto a la extraña «ciudad del cielo» que los españoles ignoraron en América durante un siglo
Conocida por los indígenas como Hákuque, llevaba siglos sin ser conquistada. Se encontraba en lo alto de una roca a más de cien metros de altura, a la que solo se podía acceder por caminos estrechos al borde de acantilados
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El asalto de Acoma, según la obra de Gregorio Hombrados Oñativia
La primera vez que los europeos escucharon hablar de esta extraña «ciudad del cielo» fue en 1539, cuando la población indígena informó al misionero franciscano Marcos de Niza, miembro de la expedición que acababa de descubrir Nuevo México, de una gran fortaleza rocosa que ... los lugareños llamaban Hákuque. Era uno de los enclaves que las poblaciones indígenas llamadas 'Pueblo' habían construido, siglos atrás, aprovechando los abruptos accidentes geográficos de la región. De todos ellos, el que nos ocupa era, sin duda, el más seguro e inaccesible de todos.
Se encontraba en mitad de un largo valle de cuatro millas de ancho bordeado, a su vez, por una serie de precipicios prácticamente infranqueables. En medio de dicho valle había una roca elevada cuya cima, de 25 hectáreas de superficie, estaba a 105 metros de altura. Además, sus paredes no eran solo perpendiculares, sino que sobresalían en la mayor parte del perímetro. Allí era donde se alzaba, y todavía se alza, Hákuque, la vertiginosa y extraña ciudad celeste que, con el tiempo, fue rebautizada como Acoma.
En 1540, el conquistador Francisco Vázquez de Coronado –que había llegado a América con el primer virrey, Antonio de Mendoza– visitó el pueblo por primera vez acompañado de un pequeño ejército. A principios del siglo XX, Charles F. Lummis describía así el lugar en su libro 'Los pioneros españoles y las misiones de California', reeditado ahora por Rialp: «Los escasos caminos que conducen a ella, donde un paso en falso hará precipitarse a una muerte horrible cientos de metros más abajo, son hendiduras salvajes con recodos abismales. Un solo hombre decidido que no contase con otras armas que la piedra podría mantener a raya a un ejército».
Por lo tanto, desde el descubrimiento de América por parte de Cristóbal Colón, los europeos tardaron cincuenta años en llegar a esta aldea. Los primeros visitantes fueron bien recibidos, «y los supersticiosos nativos, que nunca habían visto una barba o una cara blanca, tomaron a los extraños por dioses», aseguraba Lummis en su relato. Sin embargo, salvo esta visita testimonial y sin ninguna importancia, todavía hubo que esperar más de medio siglo para que los españoles dejaran de ignorarla y la incluyeran en sus planes colonizadores.
Misioneros
Según explican Calvin A. Roberts y Susan A. Roberts en 'Una historia de Nuevo México' (Universidad de Nuevo México, 2004), durante todas esas décadas, los españoles decidieron no explorar a fondo la región donde se encontraba Acoma por varias varias razones. La primera, que bajo una nueva ley, los exploradores tenían que tener permiso del Rey de España para entrar en una nueva zona, como era el caso de aquella población en lo alto de la roca, y no siempre ocurría. La segunda, que se habían encontrado nuevas minas y pueblos mucho más al sur, cerca de la actual Ciudad de México, con muchas más riquezas que explotar. Su foco de atención, por tando, cambió. En las poblaciones cercanas a Acoma, a mucha menos altura y más accesibles, se quedaron algunos misioneros, aunque la mayoría fueron asesinados cuando no había soldados cerca.
Fue en 1598, más de un siglo después de la llegada de Colón, cuando Juan de Oñate entró en Nuevo México, con la expedición anterior de Coronado ya prácticamente olvidada. El nuevo explorador es considerado el verdadero responsable de la colonización de esta zona, aunque ya la hubieran pisado otros españoles antes. Sencillamente, porque fue él quien la sometió, gracias a lo cual recibió el título de adelantado y los cargos de gobernador y capitán general de dicho territorio. En ese momento contaba con más de veinte años de experiencia en el Ejército, pues había peleado contra los indígenas que resistían el avance español hacia el norte de la Ciudad de México y, además, pertenecía a una familia rica y poderosa.
La primera obligación de la colonización de Oñate, según las órdenes que había recibido del Rey, Felipe II, era extender la fe católica, pero también tenía que dibujar mapas topográficos de las costas y puertos de Nuevo México, entre otras cosas. El conquistador y su grupo salió de Santa Bárbara, en Nueva España, el 26 de enero de 1598. En ese primer grupo había 400 hombres. De estos, 130 llevaban esposa e hijos. Había 129 soldados y diez frailes franciscanos. Dos quintos de estas personas habían nacido en España y un tercio, en Nueva España. Los demás no se sabe si procedían de Europa o América.
La larga marcha
Según los hermanos Roberts, en la expedición también había 7.000 animales, que incluían bueyes, vacas, caballos, mulas y ovejas. Llevaban, además, 83 carretas llenas de comida, ropa y herramientas para el cultivo y la extracción de minerales. Toda esta caravana se extendía a lo largo de 3,5 kilómetros. No menos importante era el historiador que acompañaba a Oñate, Gaspar Pérez de Villagrá, que en 1610 publicó en España su 'Historia de la Nueva México', en el que contaba esta difícil marcha hacia el norte y la vida de los primeros colonos.
En el camino hacia el episodio que vamos a contarles, estos libraron cientos de batallas y pasaron hambre y sed. En total, andaron durante tres meses a lo largo del Río Grande. El 30 de abril de 1598, unas cuantas millas al sur de lo que hoy es El Paso, el grupo hizo una parada en la que Oñate organizó una ceremonia para reclamar Nuevo México en nombre de Felipe II. Para el evento ordenó que se construyera una capilla, que se sirviera un banquete y que se celebrara un servicio religioso y una fiesta.
Después cruzó el río de El Paso y se dirigió más al norte hasta el pueblo de San Juan, con la intención de colonizar a todos los miembros de la cultura 'Pueblo', el grupo nativo americano que actualmente cuenta con unos 40.000 individuos y al que todavía hoy pertenecen varios pueblos, incluido Acoma. Lo primero que hizo fue reunirse con los líderes indígenas y los obligó a jurar lealtad a España, para después asignar misioneros a muchas de sus aldeas.
La llegada a Acoma
Oñate también empezó a explorar las tierras más ignotas, a visitar los pueblos más lejanos, con la intención de encontrar plata. Primero visitó las aldeas al este de las montañas de Manzano y, luego, continuó hacia el oeste. Como apuntamos, los indígenas dieron la apariencia de ser amistosos. En ese momento, los españoles no sintieron peligro alguno, pero le ordenó igualmente a su sobrino, Juan de Zaldívar, que lo acompañara con más tropas en su viaje hacia esas tierras más ignotas. A pesar de ello, no se imaginaba ni por lo más remoto lo que iba a ocurrir.
Hacía semanas que los habitantes de Acoma sentían inquietud ante lo que pudiera ocurrirles. El temor era lógico, pues era el único pueblo de los Pueblo que había mostrado abiertamente su oposición a la autoridad española. En parte, porque su situación geográfica en lo alto de aquella roca se lo permitía, convencidos de que los invasores se irían de Nuevo México sin intentar asaltar aquella extraña «ciudad del cielo». ¿Quién se atrevería a escalar aquellas paredes escarpadas a más de cien metros de altura, por caminos tan estrechos que apenas cabía un caballo, para conquistar una sola aldea? La experiencia histórica les decía que solo lo intentaría un loco.
Los vecinos de Acoma se sentían a salvo en esa meseta y los españoles pronto pudieron comprobarlo. A finales de 1598, Juan de Zaldívar y un grupo de soldados intentaron trepar hasta el enclave con el objetivo de comerciar por harina y controlar a su población, pero los autóctonos les recibieron con hostilidad y mataron a diez exploradores, incluyendo el propio Zaldívar. Uno de sus hombres murió al saltar del precipicio intentando huir de los indios. Otros tres sobrevivieron a pesar de saltar desde una altura de 110 metros, porque cayeron en un montón de arena situado en la base de la pared. Un milagro, vamos.
La venganza
En su citado libro de principios del siglo XX, Lummis describió así el ataque: «Cuando Zaldívar llegó, la ciudad estaba tan llena de ancianos y la gente era tan cordial, que los visitantes pronto olvidaron cualquier sospecha que pudieran haber tenido. Poco a poco se dispersaron de un lado a otro para ver las extrañas vistas. Los nativos habían estado esperando eso, y cuando el caudillo de los indios dio la señal, hombres, mujeres y niños agarraron piedras, palos, arcos y cuchillos de sílex y cayeron con furia sobre los españoles, los cuales se dispersaron enseguida. Fue una lucha espantosa y desigual la que el sol de invierno contempló aquella amarga tarde en la ciudad del acantilado. Aquí y allá, con la espalda apoyada contra el muro de una de aquellas casas fuertes, se alzaba un soldado de rostro gris, andrajoso y sangrante, blandiendo su torpe fusil o golpeando con su espada desesperada, pero infructuosamente, a la turba oscura y voraz que lo acorralaba».
Cuando Oñate se enteró de que su sobrino y sus hombres habían muerto, supo de inmediato que tendría que vengarse para evitar que la rebelión se extendiese. El gobernador habló con sus capitanes, sacerdotes y soldados. El 12 de enero de 1599 envió a Vicente Zaldívar, hermano de Juan, y a 70 escuderos bien armados a Acoma, con un mensaje claro: o se sometían a la fe católica, ponían fin a la rebelión y entregaban a los responsables o se enfrentarían a una guerra. Durante varios días estuvieron esperando una respuesta. Esta llegó el 21 de enero, pero en forma de flechazos.
«Salvajes desnudos, pintados de negro, saltaban de peñasco en peñasco, gritando, desafiando y profiriendo insultos a los españoles. Los curanderos, disfrazados para causar espanto, estaban en los pináculos, tocando sus tambores y esparciendo maldiciones y conjuros a los vientos. Todo el pueblo se unió a los aullidos burlones y a las mofas. Vicente de Zaldívar detuvo su pequeña banda tan cerca del pie de la colina como pudo, para no correr peligro», añadía Lummis.
El ataque definitivo
Al amanecer de la mañana siguiente, el 22 de enero, este puso en marcha el asalto definitivo. Dio la señal de ataque en cuanto comenzó a despuntar el sol y el grueso de españoles inició los disparos con los arcabuces, así como el asalto desesperado del extremo norte de la gran roca. Los indios, amontonados a lo largo de las peñas, descargaron una lluvia de proyectiles y varios españoles resultaron heridos. Sin embargo, todo parecía apuntar a una táctica de despiste, porque 12 hombres que se habían escondido toda la noche bajo el acantilado saliente, se arrastraron en sigilo por debajo del precipicio con un cañón a cuestas.
Además del peso del cañón, llevaban sus pesados fusiles de pedernal y sus torpes armaduras, importantes impedimentos para escalar alturas que hasta el atleta más entrenado tendría problemas de escalar. El segundo día, siguiendo su penoso camino sin ser vistos, tirando unos de otros, llegaron finalmente a la cima de un gran pináculo de roca, separado de las viviendas de Acoma por un estrecho pero terrible acantilado. A última hora de la tarde, apuntaron su obús contra la ciudad e hicieron varios disparos. El sonido de los proyectiles volando hacia el centro de la aldea era, también, el aviso de que la primera posición se había ganado para el cuerpo principal situado en el extremo norte de la meseta. Igualmente, advirtió a los nativos del peligro procedente de otra zona que no esperaban.
En la cima, la batalla fue durísima el tercer día. Sobre todo, cuando los españoles improvisaron un puente portátil con madera subida con cuerdas. El grupo de asalto logró cruzar hasta una zona que daba a las casas y conquistar calle por calle frente a un enemigo que era tremendamente superior en número. En gran golpe se produjo mediante los disparos del cañón, con el que se consiguió derribar una gran parte de las viviendas que se erigían más cerca del acantilado. Al comprobar en el fragor de la batalla que su pueblo ya no era inexpugnable, cundió el pánico entre los indios y muchos de ellos comenzaron a arrojarse al vacío, tal y como habían hecho algunos españoles en el asalto anterior de Juan de Zaldívar. Los demás, se rindieron.
Las condenas
Los supervivientes fueron condenados por Vicente de Zaldívar, en un final de episodio que ha sido objetivo de diferentes interpretaciones. Se dice que los españoles hicieron 500 presos y que hubo un juicio. La sentencia fue severa, quedando un poso inextinguible de enemistad entre los indios de Acoma y España. Se condenó a todos los hombres y mujeres mayores de 12 años a 20 años de esclavitud y, según cuentan algunas crónicas, a los guerreros se les cortó públicamente un pie. Los niños fueron entregados a los frailes para su educación, mientras que 60 niñas alimentaron los conventos de monjas de Ciudad de México y nunca más vieron a sus familias.
Sin embargo, en una carta enviada en 2002 al diario 'Río Grande Sun', en apoyo para erigir una nueva estatua de Juan de Oñate en El Paso, un historiador especificó que los registros originales de la época se traducen como «cortarles las puntas de los dedos de los pies». En otra misiva de 2017, otro investigador aseguró que, en su diario personal, Oñate se refiere específicamente al castigo de los guerreros de Acoma, pero que lo que decía realmente era cortar «las puntas del pie». Esta versión tiene más sentido, puesto que si los españoles querían usarlos para la servidumbre, no es normal que optaran por cortarles una de sus extremidades.
En 2009 se produjo una ceremonia significativa en la iglesia del peñón de Acoma, cuando los ancianos de esta tribu y el embajador de España formalizaron, cuatrocientos años después de los hechos, la paz.
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