El lado oscuro de Churchill que avergüenza a Gran Bretaña: «Le llamaban 'el carnicero'»
La Primera Guerra Mundial cambió a los que, años después, serían los grandes generales que combatieron al nazismo: el premier británico, 'Monty' y Patton
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Iniciar sesiónSi para Alemania la Primera Guerra Mundial supuso una debacle, para Inglaterra no fue mucho mejor. A nuestros vecinos ubicados al otro lado del Canal de la Mancha el desgaste de la contienda les costó perder su posición hegemónica en el mundo. No obstante, ... aquellas consecuencias solo se apreciaron con el paso de los años. Cuando arrancó el conflicto, de hecho, Gran Bretaña contaba con la mejor armada del mundo y se encontraba preparada para plantar cara a cualquier enemigo gracias a un entrenamiento previo exquisito y un armamento envidiable. Sobre el papel, era una de las grandes potencias europeas, solo por detrás de la todopoderosa Francia
El carnicero
El artífice de la preparación inglesa había sido Winston Churchill, entonces Primer Lord del Almirantazgo (el máximo responsable de la Royal Navy). Al político que cogería las riendas del país a partir de 1940 el inicio de las hostilidades le pilló jugando a las cartas y, según parece, no le sorprendió. Más bien le regocijó. La razón es que entendía que el conflicto armado era «la ocupación natural del hombre». Una de sus primeras decisiones fue apoyar a Francia, para lo que estableció que las 'British Expeditionary Forces' cruzaran el Canal en agosto de 1914. A pesar de que ansiaba el enfrentamiento, dio aquella decisión entre lágrimas porque sabía que enviaba a miles de jóvenes al combate y, con total probabilidad, también a la muerte.
Aunque fue uno de los máximo valedores e impulsores de los carros de combate, también cometió multitud de errores que le granjearon el odio de la prensa. El primero de ellos fue su partida a Amberes en octubre de 1914 para infundir moral a unas tropas asediadas por los alemanes. El Primer Lord llegó ataviado con el uniforme más estrafalario que encontró y dio discursos en los que afirmaba que la ciudad no caería jamás. Pero sí lo hizo, y apenas unas jornadas después de su marcha. La prensa le acusó de «vehemente» y hasta de «peligro nacional». Así definió aquella situación un periodista: «Me trajo a la memoria la escena de un melodrama en el que el héroe, sobre un caballo que echa espumarajos por la boca, se abalanza al rescate de la heroína».
Churchill pasó cuatro jornadas en la ciudad a pesar de que su muerte en batalla era el equivalente a una humillación nacional para Gran Bretaña. Quedó borracho de prensa. Dirigió a los defensores en persona, posó ante los fotógrafos y hasta se dejó querer por el cinematógrafo. Este le inmortalizó, como bien explicó la prensa, al frente de una unidad de infantes de Marina «como si él fuese Napoleón y los fusileros su Vieja Guardia». Hasta envió un telegrama al primer ministro proponiéndole dejar el Almirantazgo y ser nombrado líder de la defensa de Amberes. Aquello fue recibido con sorna desde las islas. De hecho, el bueno de Winston asumió años después que había sido una humillación.
Otro tanto ocurrió en 1915. Aquel año, Churchill quiso acabar con el enfrentamiento mediante un golpe de efecto: una invasión anfibia en el Estrecho de los Dardanelos que buscaba sacar a Turquía de la lucha con la conquista de Constantinopla. El 25 de abril, más de medio millón de soldados ingleses, indios, australianos, franceses y neozelandeses desembarcaron cerca de Galípoli. El resultado fue una masacre aliada que costó 250.000 bajas y una retirada a toda prisa. Aquello le dejó fuera del gabinete y le granjeó el apodo de 'El carnicero de Galípoli'. Un año y medio después acudió a Francia, donde combatió contra los germanos y desempeñó funciones de ministro de armamento. Pero el germen de su leyenda negra ya había sido plantado y no se eliminaría hasta la Segunda Guerra Mundial.
Traumas y héroes
Tampoco fue nada halagüeña la participación de Bernard Law Montgomery, mariscal de campo durante la Segunda Guerra Mundial, en el conflicto que sacudió Europa en 1914. El británico, entonces un joven teniente, luchó en el continente hasta que, en octubre de ese mismo año, recibió una bala en el pulmón mientras atacaba una posición enemiga a bayoneta calada. Solo pudo salvarse gracias a la valiente actuación de un compañero. «Un soldado me puso un vendaje, pero un francotirador le disparó en la cabeza y se derrumbó encima de mí. Recibió muchas balas que me habrían dado», explicó allá por 1958 en su autobiografía el que fue uno de los generales más controvertidos de Gran Bretaña.
Aquello le valió a Monty la Orden del Servicio Distinguido. Regresó al 1916 como oficial de personal en retaguardia y, hasta 1918, tuvo que ver como miles de hombres eran enviados a la muerte en cargas masivas por oficiales que no habían compartido una palabra con ellos. «El personal superior no estaba en contacto con las tropas. Vivían con comodidad […] tras las líneas», señaló. También escribió que la «terrible cantidad de bajas» tras cada ofensiva le horrorizaban. Esto provocó que, a partir de 1939, siempre estuviera en primera línea de batalla con su gran boina –estaba convencido de que daba moral a la tropa– y le llevó a ser un oficial demasiado precavido.
Montgomery fue un general defensivo hasta el extremo. Aunque Peter Caddick-Adams, profesor de Estudios Militares y Seguridad en la Academia de Defensa del Reino Unido, ha ayudado en los últimos años a destruir el mito más negativo que le rodeaba. En declaraciones a ABC, este experto insistió en que «era un oficial entrenado, reacio a arriesgar la vida de sus hombres, como había visto en la Primera Guerra Mundial». Le gustaban las grandes batallas, con colosales cantidades de artillería. Todo cuidadosamente planeado de antemano, con enorme detalle. Su fallo es que toda la barbarie que había visto a partir de 1914 le hacía «luchar siempre según lo planeado».
La realidad es que a Monty le resultaba imposible improvisar. «A diferencia de Rommel, rara vez era espontáneo. Sin embargo, entendía los niveles superiores de las operaciones militares», añadía el autor en declaraciones a este periódico. El ejemplo más sangrante fue Market-Garden: la ofensiva aliada que dirigió contra la Holanda ocupada por los nazis a mediados de septiembre de 1944. Todo estaba medido al milímetro: el número de carros de combate, los kilómetros que debían hacer las divisiones mecanizadas para enlazar con la extrema vanguardia de los paracaidistas 'british'... Y ese fue el problema. Los continuos retrasos y su incapacidad para adaptarse provocaron el desastre.
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Por parte de los Estados Unidos el general George S. Patton, famoso por su severidad, también combatió en las dos guerras mundiales. Este militar fue el arquetipo de oficial perfecto ya que, además de cultivar su mente (estudió en la academia de West Point) también era un gran atleta que representó a su país en los Juegos Olímpicos de 1912. Durante el conflicto se especializó en el uso de carros de combate, por lo que fue destinado al Cuerpo de Tanques en 1917. Entró en combate un año después y demostró la validez de estos nuevos vehículos en multitud de batallas. Por aquel entonces ya dejó claro que la disciplina era algo vital para él. Y si no, que se lo pregunten al soldado al que golpeó con una pala en la cabeza por no cumplir sus órdenes.
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