Viriato, la verdad tras el lusitano que aplastó a seis generales de las legiones romanas en Hispania
Más allá de la mitificada frase «Roma no paga a traidores», el caudillo se convirtió en una verdadera pesadilla para la República durante el siglo II a.C.
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Iniciar sesiónNo fueron las bajas en sí; la gran ignominia de aquella jornada cayó como una losa sobre las legiones de la Roma republicana por dejarse engañar como aquel al que se la juegan con un timo tan castizo como el de la estampita. Fue ... en el 147 a.C. cuando Cayo Vetilio , paladeando la victoria, persiguió a las tropas de los lusitanos hasta la ciudad de Tríbola . El pretor ansiaba dar la coz definitiva a los revoltosos, pero, en lugar de ello, se topó con una sorpresa tan molesta como desgarradora: una emboscada dirigida por un fulano al que llamaban Viriato . El grupo pasó a cuchillo a cuatro millares de sus hombres, armados hasta los dens .
Pero no acabó ahí la vergüenza. Cuenta Apiano de Alejandría (nacido a finales del siglo I) que el comandante, todo un pretor de la Ciudad Eterna, perdió la vida durante la contienda. «El soldado que lo capturó, al ver que se trataba de un hombre viejo y muy obeso, no le dio valor alguno y le dio muerte por ignorancia». Seis mil legionarios consiguieron escapar del buen Viriato, pero las historias que narraron causaron tal pavor en sus compañeros que, cuando llegaron hasta el campamento, «el cuestor que acompañaba a Vetilio los apostó en las murallas llenos de temor». Solo se tranquilizaron al ver arribar hasta su posición cinco mil legionarios más.
Según Apiano (aquel que más espacio dedicó a la guerra lusitana en su «Historia de Roma sobre Iberia» ), Viriato se convirtió en uno de los caudillos más destacados de Hispania ; un hombre que, «aún siendo bárbaro, estuvo provisto de las cualidades más elevadas de un general» y que sobresalía por su sentido del deber. «Era el primero en todos en arrostrar el peligro y el más justo a la hora de repartir el botín, pues jamás aceptó tomar porción mayor aunque se lo pidieran en todas las ocasiones, e incluso aquello que tomaba lo repartía entre los más valientes». Elogios de peso llegados de un compilador que apenas dedicó unas líneas a otros héroes castizos como Corocotta .
Pero a grandes males, imponentes remedios. Autores clásicos de la talla de Diodoro Sículo, Paulo Orosio y el mismo Apiano dejaron sobre blanco que, cuando el cónsul Quinto Servilio Cepión entendió que era imposible vencer al lusitano en el campo de batalla, abrió la bolsa de caudales y ofreció una buena cantidad de dinero a tres de sus generales más cercanos para que acabaran con él. La traición salió bien a medias. Por un lado, es cierto que Audax , Ditalcón y Minuro segaron la vida del líder mientras dormía en su tienda. De eso no hay duda. Pero, a cambio, tanto el uno como los otros fueron despreciados por Roma por sus malas artes.
Eso es lo que sabemos. Y a un lado queda el mitificado episodio de «Roma no paga a traidores» . Frase que no rubrican ninguna de las fuentes clásicas mencionadas y que, a pesar de que representa a la perfección el resentimiento de la Roma republicana y de sus cronistas hacia los métodos de Cepión, ha sido con total probabilidad forjada por la historiografía posterior. De hecho, la única referencia somera a este suceso la hallamos en los textos de Apiano cuando especifica que, si bien el cónsul «les permitió disfrutar sin miedo de lo que poseían», les «envió a Roma» cuando le exigieron el pago de aquel dinero manchado de sangre. Otro mito exagerado por un siglo XIX necesitado de gestas fast food fáciles de vender a la sociedad.
Raros comienzos
Pero empecemos por el principio, cual buen cuento de los hermanos Grimm. Cuenta el historiador Javier Cabrero Piquero en la biografía escrita sobre este personaje para la Real Academia de la Historia que Viriato vino al mundo en la Lusitania meridional entre el 190 y el 170 a.C. Por desconocer, de este personaje se desconoce hasta el origen de su nombre. No en vano algunos expertos señalan que Viriato podía ser un apodo procedente del vocablo ibérico « viria » y que vendría a significar «el portador de brazaletes» . Y otro tanto sucede con el lugar exacto en el que nació o su profesión (aunque la tradición afirma que era pastor). Así lo afirma Diodoro:
«El lusitano Viriato, de oscuro linaje, según algunos, pero famosísimo por sus hazañas, ya que de pastor se hizo bandolero y después general, era por sus condiciones naturales y por los ejercicios que hacía extremadamente rápido en la persecución y en la huida y muy fuerte en la lucha a pie firme. Los manjares comunes y una bebida sin refinamientos eran los que con mayor placer tomaba: pasó la mayor parte de su vida al aire libre, y se contentó siempre con los lechos que la misma naturaleza le ofrecía. Por esta causa fue superior a toda clase de cansancios e inclemencias».
Lo que sí tenemos cristalino es que, medio siglo después de la división de Hispania en las provincias Citerior y Ulterior por parte de los romanos, Viriato preparó a su ejército para enfrentarse a los invasores. La chispa que prendió su paciencia fue la matanza, en pleno periodo de calma chicha, de hasta 30.000 de lusitanos por parte de Servio Sulpicio Galba . Una vergüenza más de las muchas que perpetró la república contra pueblos como los vacceos o los numantinos. Superviviente de aquella matanza, este caudillo apostó por acosar a los legionarios a golpe de dardo y guerrilla. De hecho, y en palabras de Apiano, fue en Tríbola donde obtuvo su primera gran victoria.
Seis generales, un lusitano
Desde su ascenso al poder, Viriato puso contra las cuerdas a un total de seis generales romanos. Tras Vetilio , arribó hasta la Península Gayo Plaucio con diez mil soldados de infantería y trescientos jinetes. Ambos se enfrentaron en las cercanías del Tajo, donde el lusitano volvió a hacer uso del ingenio para –mediante una táctica tan nuestra como la estratagema de simular una retirada y atraer al enemigo hacia una trampa– acabar con nada menos que 4.000 legionarios. El militar, asombrado por la pronta derrota, presentó de nuevo batalla en el llamado monte de Venus . En palabras de Apiano, ansioso por borrar la vergüenza de su historial. Sin embargo, volvió a sufrir una «derrota sangrienta» que le obligó a retirarse hasta sus campamentos de invierno.
El tercero en discordia fue Fabio Máximo Emiliano , hijo del vencedor del rey macedónico Perseo. Este joven militar fue enviado a Iberia con órdenes de organizar un ejército por sus propios medios. Se podría decir que esa supuesta ventaja acabó con él, pues –por culpa de la infinidad de campañas que mantenía por entonces Roma– tuvo que nutrirse de legionarios «muy jóvenes y sin experiencia». No se le puede negar su buen talante militar, ya que no cayó en ninguna de las trampas del lusitano y consiguió reducir sus molestas razzias . Con todo, la bisoñez de sus hombres entregó demasiado tiempo a sus enemigos para reforzarse. Apiano afirma que, aunque fue uno de los pocos generales que hizo huir a Viriato, fue relevado cuando se terminó su mandato.
El siguiente en la lista fue Quinto Pompeyo Aulo . El recién llegado venció a Viriato en uno de sus primeros encuentros, pero la alegría no le duró demasiado. Una vez más, desde el monte Venus el caudillo organizó varias salidas en las que acabó con hasta mil legionarios romanos y, según Apiano, «les arrebató algunas enseñas» (algo doloroso para la urbs ). En palabras del historiador, el lusitano se aprovechó de la inexperiencia de su par para derrotarle una y otra vez en el campo de batalla: «Expulsó a la guarnición de Ituca . También devastó el país de los bastitanos , sin que Quintio acudiera en auxilio de éstos a causa de su cobardía e inexperiencia. Por el contrario, estaba invernando en Córduba desde mitad del otoño».
Y van cuatro… Tras Aulo le tocó el turno, allá por el 142 a.C., a Quinto Fabio Máximo Serviliano . Deseoso de poner punto final a una guerra que ya se había enquistado en el corazón de Roma, el cónsul se trasladó a la Península con «unos dieciocho mil infantes y mil trescientos jinetes». Y sumen ustedes, por si fuera poco, otros trescientos jamelgos y diez paquidermos más enviados por Micipsa desde el norte de África. Con unos números tales ambos mantuvieron un toma y daca militar que se tradujo en una infinidad de bajas para ambos bandos. Así, hasta que nuestro protagonista tendió, por enésima vez, una trampa a su enemigo…
«Durante la persecución de Viriato, Serviliano empezó a rodear con un foso a Erisana, una de sus ciudades, pero Viriato entró en ella durante la noche y, la rayar el alba, atacó a los que estaban trabajando en la construcción de trincheras y les obligó a que arrojaran las palas y emprendieran la huida. Después derrotó de igual manera y persiguió al resto del ejército, desplegado en orden de batalla por Serviliano. Lo acorraló en un precipicio, de donde no había escape posible para los romanos, pero Viriato no se mostró altanero en este momento de buena fortuna sino que, por el contrario, considerando que era una buena ocasión de poner fin a la guerra mediante un acto de generosidad notable, hizo un pacto con ellos».
Cabrero Piquiero afirma que aquel tratado de paz, sucedido entre los años 141 y 140 a.C., fue ratificado por el Senado. Pero parece ser que las ansias de Roma eran exageradas y, en menos de un año, la república rompió el pacto y envió a Iberia al general que, al fin, acabó con las revueltas lusitanas: Servilio Cepión. Narrar su 'correquetepillo' por la península llevaría varias páginas, pero basta saber que –según el historiador español– el nuevo general obligó a su par a retirarse a la Carpetania primero, y a las montañas de Lusitania después. Las legiones penetraron en el 139 a.C. en territorio enemigo, pero se toparon con una resistencia desesperada.
El resto es historia. Cepión, sabedor de que tendría que desangrar a su ejército para vencer, solicitó parlamentar con Viriato. Este, por su parte, envió a tres de sus generales más leales a la reunión. Sus nombres no eran otros que Audax , Ditalcón y Minuro . El destino estaba sellado.
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