Verdades y mentiras sobre la traición de Fernando El Católico al Gran Capitán

A falta de fuentes documentales sobre su vida, gran parte de lo que se conoce sobre Gonzalo Fernández de Córdoba procede de la enésima reinvención del mito del vasallo maltratado, esto es, la figura literaria del héroe militar que, a pesar de sus hazañas, no es correctamente premiado. «Qué buen vasallo sería, si tuviese buen señor», que diría El Cid. Y, ciertamente, las victorias del Gran Capitán en Ceriñola y Garellano lejos de despertar una gratitud incondicional por parte de Fernando El Católico vinieron acompañadas de una revisión de sus gastos bélicos. La muerte de Isabel La Católica en 1504, que siempre había salido al paso de las acusaciones de corrupción lanzadas contra el cordobés, dejó las manos libres a su marido para enviar unos contadores de la Corona a investigar al virrey de Nápoles. A echar cuentas…

Cuestión aparte es dirimir cuánto había de envidia en la actitud del monarca y cuánto de las prevenciones que cualquier dirigente del periodo debía tomar sí o sí con sus subordinados. Por no hablar del hecho de que, una vez muerta Isabel, Fernando se movía por arenas movedizas en lo referido a los castellanos. Tener a alguien de este reino al frente de posesiones tradicionalmente vinculadas a Aragón no era lo más aconsejable.

En el otoño de 1506, Fernando reclamó a Gonzalo claridad en sus cuentas económicas nada más desembarcar en el reino italiano. «Por picos, palas y azadones, cien millones de ducados; por limosnas para que frailes y monjas rezasen por los españoles, ciento cincuenta mil ducados; por guantes perfumados para que los soldados no oliesen el hedor de la batalla, doscientos millones de ducados; por reponer las campanas averiadas a causa del continuo repicar a victoria, ciento setenta mil ducados; y, finalmente, por la paciencia de tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado un reino, cien millones de ducados», contestó supuestamente el Gran Capitán ofendido por la ingratitud de la Corona.

Desde entonces, la expresión «las cuentas del Gran Capitán» y la respuesta dada por el general se utilizan para ridiculizar una relación poco pormenorizada o para negar una explicación pedida por algo a la que no se tiene derecho. La respuesta altiva achacada al Gran Capitán, en cualquier caso, nunca se ha podido demostrar y corresponde a la típica del soldado español de la época: fiel pero orgulloso, desapegado de lo material, valiente hasta la temeridad, violento y desafiante. Bravuconería marca de la casa.

Lo que sí parece probable es que el Gran Capitán entregó, sin malas palabras o altivez, unas cuentas que no fueron del agrado del monarca. Los interventores de la Hacienda real consideraron excesivo el dinero gastado en la guerra de Nápoles de 1501 a 1503. En consecuencia, los episodios de tensión entre el virrey y Fernando de Aragón no dejaron de sucederse durante su estancia en Nápoles.

Una de las historias más extendidas es que, estando la flota española anclada en la bahía de Nápoles, los 1.500 vizcaínos al servicio del capitán general Juan de Lezcano escucharon el falso rumor de que Gonzalo Fernández de Córdoba , con el que habían servido durante años, había sido confinado en Castel Nuovo . Los marineros desembarcaron y se dirigieron a liberar al cordobés con insultos contra el rey que había hecho preso «al mejor hombre del mundo». Tuvo que acudir en última instancia el propio virrey a demostrar que no lo habían apresado para que aquella horda vasca empezara a sosegarse.

A principios de 1507, Fernando alejó definitivamente al Gran Capitán de Nápoles para sustituirlo por el Conde de Ribagorza, que poco después fue reemplazado por el catalán Ramón de Cardona, quien protagonizaría varios reveses contra los ejércitos galos en los siguientes años. No en vano, en ese momento las relaciones entre Francia y Aragón se encontraban en el campo de la cordialidad. En junio de 1507, el rey francés organizó un banquete al que invitó a Fernando El Católico , a Germana de Foix y a Fernández de Córdoba, donde se sinceró como un admirador del hombre que había vencido a sus ejércitos. «Mande Vuestra Señoría al Gran Capitán que se siente aquí; que quien a reyes vence con reyes merece sentarse y él es tan honrado como cualquier Rey», afirmó Luis XII según la leyenda.

Aquella actitud habría despertado de nuevo el recelo del rey aragonés, que vio su papel de protagonista desplazado por uno de sus vasallos.

Rey y general regresaron en la misma comitiva a España, en el caso del cordobés después de una década fuera de la península. En la Corte, el Gran Capitán buscó sin éxito ser nombrado maestre de la Orden de Santiago y volver a ponerse al frente de los ejércitos del rey. El aragonés creía que el noble ya había sido convenientemente recompensado y, dado el riesgo de atraer conspiraciones, puso en la nevera política al militar. En vista de que el monarca no tenía intención de entregarle el maestrazgo de la principal orden militar de España como le había prometido, el cordobés acudió a Juana La Loca, auténtica soberana de Castilla, que, a pesar de su incipiente locura, le nombró alcalde de la ciudad de Loja. Se trataba de un cargo menor, pero venía acompañado del derecho sobre las rentas del comercio de seda en Granada y no era, como se ha dicho, una humillación.

Antes de tomar posesión del cargo, el Gran Capitán debió lidiar con el amago de rebelión que el Marqués de Priego , hijo del hermano mayor de Gonzalo Fernández de Córdoba, comenzó contra la autoridad del gobernador de Castilla. La situación fue especialmente delicada al tratarse de un familiar suyo, un familiar de un noble sospechoso de guardar rencor al monarca. Para complicar las cosas, el marqués, alcalde mayor de Córdoba, detuvo al enviado del rey encargado de investigar precisamente si estaba hablando mal en público de Fernando. Además, asaltó la cárcel de la Inquisición , cuya actuación desproporcionada en la ciudad fue una de las causas de fondo en la revuelta.

Fernando El Católico contestó con todo el peso de la Corona. Al frente de un ejército de 3.000 soldados y mil lanzas restableció la autoridad y, a modo de escarmiento, dejó en ruinas el Castillo de Montilla , donde el Gran Capitán había pasado su infancia. Aun así, Gonzalo Fernández de Córdoba prefirió mantenerse al margen en todo momento y medió para que su sobrino no complicara las cosas. El postrero arrepentimiento del Marqués de Priego, así como la influencia de su tío, lograron salvarle la vida, pero no le evitaron recibir una multa millonaria y ser condenado al destierro de Córdoba.

El 15 de julio de 1508, el Gran Capitán tomó posesión del cargo de gobernador de Loja , donde permaneció a la espera de que el rey quisiera volver a contar con sus servicios. La ocasión nunca llegó a materializarse… Fernando El Católico se encargó de recordarle con algunos desplantes que, si en Italia era un héroe militar, en España solo era uno más de los nobles que revoloteaban en torno a la Corte en busca de mercedes y recompensas. En 1509, el rey designó a Pedro Navarro –el capitán, corsario e ingeniero que había acompañado al Gran Capitán en sus campañas– para encabezar una expedición militar en Orán que parecía perfecta para el cordobés. Pese a que incluso el Cardenal Cisneros , instigador del plan, apoyaba la elección del cordobés para esta empresa, el monarca prefirió a un hombre sin experiencia a la hora de manejar ejércitos de aquellas dimensiones y que, con los años, se pasaría al bando francés.

También a nivel familiar se evidenció que la gracia real había abandonado a los Fernández de Córdoba. El rey entorpeció el matrimonio pactado entre la hija mayor del Gran Capitán , Elvira, y el condestable de Castilla, Bernardino Fernández de Velasco . El viejo aragonés temía que un matrimonio entre nobles con tanta influencia iría en perjuicio del poder real. El enlace al final no pudo celebrarse, y Gonzalo falleció sin ver a su hija casada con el Conde de Cabra, que era la única vía en ese momento para garantizar la continuidad de la estirpe. Su otra hija, Beatriz, había fallecido soltera en 1511 y no tenía hijos varones.

Quizás para compensar tantos desplantes, Fernando El Católico estuvo a punto de enviarle de nuevo al año siguiente a Italia, al conocerse la derrota de los ejércitos de Ramón de Cardona a manos galas en la batalla de Rávena. Tras el desastre, el Papa y Venecia, que, junto a España, conformaban una alianza antifrancesa, exigieron al aragonés que mandase a su mejor general. No obstante, cuando las levas ya estaban listas y el Gran Capitán había enviado misivas a sus viejos amigos en Italia advirtiendo su llegada, Ramón de Cardona recondujo la situación al vencer a los franceses en Novara, lo que le permitió reponer en Florencia a los Médici.

Mientras el Gran Capitán congregaba sus tropas en Málaga para viajar a Italia, Fernando El Católico desvió por sorpresa los recursos prometidos al cordobés para dárselos al II Duque de Alba, que el 12 de julio de 1512 atravesó la frontera y ocupó Pamplona en un movimiento felino. A la vista de que no iba a ser necesario enviar refuerzos a la región del Piamonte, el aragonés prefirió emplear los preparativos del Gran Capitán –que desconocía los planes del rey– como mera distracción para que otro ejército conquistara Navarra. Fernández de Córdoba licenció poco después las tropas, cuyos gastos habían corrido de su cuenta, y se marchó a Loja visiblemente dolido. «Viviré en estos agujeros donde salí, contento con lo que su alteza face...», escribió con amargura. Una vez más había quedado atrapado en los planes de un monarca que Nicolás Maquiavelo elogió por su astucia y su capacidad de actuar como un verdadero príncipe del Renacimiento.

En el verano de 1515, la salud del Gran Capitán entró en crisis. Las fiebres cuartanas, que contrajo en la ribera del Garellano poco antes de la batalla donde obtuvo una de sus victorias más sonadas, fueron consumiendo su salud poco a poco. Su estado anímico tampoco ayudaba en su recuperación. Ya no pudo volver a montar a caballo y apenas podía caminar sin ayuda. El 2 de diciembre, el cordobés falleció en su casa de Granada rodeado de su círculo familiar y de sus deudos. El viejo rey, gobernador de Castilla, murió un mes después.