Sangre y cuchillo: así entregó su vida más de la mitad de Zaragoza en la carnicería de Napoleón en 1809
Daniel Aquillué analiza en su último libro los dos asedios sufridos por la capital de Aragón, durante la Guerra de Independencia contra los franceses, en los que murieron 35.000 habitantes de los 50.000 que tenía la ciudad
El asalto del Ejército de Napoleón al monasterio de Santa Engracia, el 8 de febrero de 1809
Cuenta Daniel Aquillué (Zaragoza, 1989) que la primera vez que escuchó hablar de los asedios de las tropas de Napoleón a su ciudad natal, en 1808 y 1809, fue a través de una recreación histórica realizada por la Asociación Voluntarios de Aragón. «¿Esto ha ... pasado en mi ciudad?», pensó. En ese momento tenía solo 15 años, pero le impactó tanto que empezó a leer los ‘Episodios Nacionales’ de Benito Pérez Galdos. «Aluciné. Imagínate, un chico de esa edad descubriendo todas esas batallas en su ciudad… ¡Me estalló la cabeza! ¿Cómo era posible que lo desconociera? A partir de ahí empecé a rascar y me di cuenta que había pasajes igual o más interesantes que los propios enfrentamientos y que, además, me ayudaban a entender mejor esa batallas», reconoce a ABC el historiador.
Uno de estos pasajes lo describe con todo detalle en su último libro, ‘Guerra y cuchillo. Los sitios de Zaragoza 1808-1809’ (La Esfera de los Libros, 2021). Se trata de aquella caminata a pie que realiza desde la capital aragonesa un improvisado ejército de hombres y mujeres, todos civiles, durante la madrugada del 13 al 14 de junio de 1808, para acudir al rescate de sus vecinos de Alagón , un pequeño pueblo cercano amenazado por los franceses. Ni siquiera había comenzado el primer asedio aún, aunque ya se había producido el primer motín en la ciudad, protagonizado por los estudiantes contra la reforma universitaria del odiado Manuel Godoy.
Aquella noche, a pesar de la derrota previa en Tudela y la carnicería sufrida en Mallén , los zaragozanos no dudaron en acudir en ayuda de los alagoneses, aunque no tuvieran ninguna experiencia previa en el campo de batalla. «Me impresionó bastante cómo relatan los documentos de la época la salida de aquel grupo de personas caminando en la oscuridad, con las campanas repicando, los carretas llevando con mulas los cañones, el Ayuntamiento intentando abastecer de pan a los inexpertos soldados, sus mujeres cargando los cartuchos y los tercios aragoneses agrupados por vecinos y familias sin hacer caso a los oficiales, todo dentro de una gran desorganización. Lo veían como la última oportunidad de frenar al invasor, para que no llegasen a Zaragoza y arrasasen sus casas. Un militar contaba, incluso, que escuchó a uno de los civiles decir que iba a meter tres cartuchos en su fusil para matar a más franceses. ‘¡Qué dice, se va a reventar el fusil en la cara!’, debió pensar este. Era una mezcla de caos y miedo con media ciudad a pie. El episodio me impactó bastante, la verdad», recuerda este doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Zaragoza y autor, además, de ‘ Bailén, 1823-1873, del absolutismo al cantonalismo ’ (2019) y ‘Armas y votos. Politización y conflictividad política en España, 1833-1843 ’ (2020).
Portada de 'Guerra y cuchillo'
El primer asedio
Fue al día siguiente cuando comenzó el primer sitio de Zaragoza, casi dos meses después de que las tropas napoleónicas comenzaran la conquista de España y la Guerra de Independencia . El emperador francés ya había dicho aquello de que la invasión sería «un juego de niños» que no les haría perder mucho tiempo. Y ya había engañado al primer ministro Godoy para que firmara el Tratado de Fontainebleau, así como obtenido el permiso del Rey para atravesar el país con más de 110.000 soldados. El objetivo oficial era conquistar Portugal, pero el engaño se destapó pronto, pués comenzaron a conquistar todas las ciudades españolas que encontraban a su paso.
En un principio, Zaragoza era una ciudad insignificante para ellos. Los franceses habían ocupado otras zonas estratégicas para evitar cualquier motín generalizado, pero ‘la muy leal’ capital aragonesa se levantó en armas igualmente el 24 de mayo de 1808. Querían defender a toda costa el reinado de Fernando VII , ya que no reconocían al nuevo monarca José I Bonaparte . Pronto este pequeño reclamo popular se contagió a la multitud, confluyendo las aspiraciones de las grandes élites de la ciudad con las de la urbe. El pueblo había hablado y el militar José de Palafox sería el encargado de liderar la resistencia, lo que obligó a Napoleón a variar sus planes.
Al final Zaragoza se convirtió en una plaza clave para garantizar las comunicaciones del noreste y el abastecimiento de las tropas en Cataluña, así como para controlar Aragón. El primer asedio, desde el 15 de junio al 13 de agosto de 1808, los francesas eran superiores en número y armamento, pero la ciudad resistió. A finales de año, sin embargo, estos regresaron con más soldados y comenzaron el segundo asedio. Los zaragozanos protagonizaron una feroz resistencia, aunque finalmente fueron diezmados por las armas y por una epidemia de tifus. El 21 de febrero de 1809 capitularon.
—Los capítulos sobre el primer asedio los titula ‘Corpus’, ‘Caos’ y ‘4 de agosto’, mientras que los del segundo ‘Carnicería’ y ‘Ruinas’. Eso da ya muchas pistas sobre la comparación entre ambos…
—Sí, porque aunque pasaron cosas terribles durante el primer asedio, el salto cualitativo en el segundo es brutal. Las cifras hablan por sí solas. En el primero no llegan a 20.000 los soldados napoleónicos, mientras que en el segundo participaron más de 50.000.
—Además de los 50.000 soldados, llevan un montón de artillería, hospitales, 20.000 herramientas de trabajo y 100.000 sacos de arena. Parecía que los franceses habían aprendido de su estrepitoso fracaso en el primer asedio.
—Bueno, por un lado aprendieron y por otro no. En la batalla del Canal, uno de los puntos por los que atacaron Zaragoza el 21 de diciembre de 1808 siguiendo las instrucciones de Napoleón, triunfaron y echaron abajo todo el plan de Palafox por ese flanco en apenas unas horas. Pero, ¿qué les pasa en el norte de la ciudad, con el ataque por el barrio exterior del Arrabal? Pues que la división que se encargó de ella, de 10.000 soldados, acampó en Villanueva de Gállego, un pueblo que está demasiado lejos de Zaragoza. Eso hace que lleguen tarde y cansados a la batalla y, además, descoordinados con la ofensiva del sur, por lo que los españoles del sur tuvieron tiempo de llegar a apoyar al norte. Además, los galos atacaron sin reconocer el terreno y se encontraron con zonas inundadas. Todo eso hizo que el ataque por el norte fuera una carnicería para los franceses, que huyeron al llegar la noche con un montón de heridos en carretas. En ese momento, se advirtió a Palafox que persiguiera y destruyera a esa división, para dejar el flanco libre de enemigos y que pudieran entrar suministros y refuerzos, pero no lo hizo. Ese fue el primer punto de inflexión en el que la victoria final de las tropas napoleónicas en el segundo asedio pudo haber cambiado. Hubo más puntos de inflexión, pero no fueron aprovechados...
—En sus memorias, Napoleón reconoció que su caída final se debía en parte a su fracaso en España: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal», escribió. ¿sabe si hizo alguna referencia explícita a Zaragoza?
—Consulté su correspondencia, que está digitalizada en la Biblioteca Nacional de Francia, donde aseguraba que la conquista de Zaragoza era una cuestión de cañones. También el lugar por donde debía asaltarse la ciudad: por la rivera derecha del río Huerva, que está más alta que la ciudad y los cañones pueden disparar más fácilmente. Al final, en el primer asedio optaron por otro lugar, pero en el segundo eligieron ese y ganaron.
—¿Cómo salió Zaragoza de aquellos dos sitios?
—Fue un desastre, porque solo sobreviven unos 15.000 habitantes de los 50.000 que tenía Zaragoza antes del primer asedio entre la guerra y el tifus. El invierno de 1808, con el frío y sin alimentos, fue horrible. Además, un 30% del caso urbano quedó dañado, aunque siempre subrayo que muchas veces hemos echado la culpa a los franceses de lo que destruimos los propios zaragozanos después, que de eso también hay bastante, por desgracia. Fue un drama humano y, de hecho, no se erigió un solo monumento en la ciudad en los años posteriores, ya que provocó un trauma muy grande.
—¿La decisión de Palafox de encerrarse en Zaragoza durante el segundo sitio fue suicida o razonable, teniendo en cuenta las fuerzas a las que se enfrentaba?
—Militarmente era bastante incomprensible, como se lo hacen saber muchos de sus oficiales. En primer lugar, porque aquel invierno había mucha gente en Zaragoza: unas cien mil personas entre vecinos, refugiados y una gran parte del Ejército de Aragón que había acudido a Zaragoza voluntariamente, huyendo de otros frentes, para unirse a ese ejemplo de resistencia en el que se había convertido la ciudad. Ese número era excesivo, la verdad. Pero si tienes en cuenta que Palafox ya contaba con una experiencia y que sabía que en campo abierto le habían derrotado siempre (Alagón, Tudela y Épila), mientras que Zaragoza había resistido el primer asedio, entonces ya no está tan claro que la decisión fuera tan nefasta. Y, por otro lado, aunque siempre se ha dicho que este contaba con 2.000 soldados de caballería para luchar en campo abierto si decidía salir, lo cierto es que sumaba solo 971 caballos.
—Si tuviera que resumir en dos frases las causas de la derrota de Napoleón en el primer asedio y la victoria en el segundo, ¿cuáles serían?
—Las causas de la derrota en el primero son dos. Por un lado, que no consiguen completar el sitio totalmente y dejan el flanco norte abierto para que entren refuerzos españoles y suministros; y por otro, que las tropas españolas que habían vencido en Valencia, Bailén y Bruch pudieron llegar y confluir en una pinza sobre Zaragoza para enfrentarse a los franceses en agosto de 1808. Esto hizo que, incluso, estuvieran a punto de rodearlos, pero estos huyeron antes. En el segundo asedio, el punto de inflexión más importante se produjo después de que el mariscal Jean Lannes reuniera a sus fuerzas para neutralizar a las tropas enemigas que llegaban a Zaragoza desde otros frentes. Solo así pudo atacar después la ciudad, justo en el momento, además, que la epidemia de tifus azotó a la capital causando 500 muertos al día. Fue devastador.
—Todos este sacrificio del pueblo ha provocado que muchas de las batallas de la Guerra de la Independencia hayan sido calificadas de «míticas» y «heroicas» a lo largo de estos dos siglos. Más, incluso, que las de otras guerras de la historia de España. ¿Qué hace a este conflicto más especial que otros?
—Que es el mito fundacional de la nación contemporánea española y que siempre ha sido interpretada como una lucha desigual, al enfrentarse el pueblo español en su conjunto con el dueño y señor de Europa en aquellos momentos. Eso hace que se preste a la mitificación y que todo se magnifique alrededor de este episodio bélico.
—¿Eso ha hecho que se tergiversen mucho los hechos reales?
—Es una guerra con unos cuantos clichés que han sido utilizados por diferentes vertientes políticas en los últimos dos siglos. Unos incidiendo en que fue un hecho heroico contra el invasor francés y otros, que fue una oportunidad perdida porque Napoleón traía las luces de la Ilustración y la revolución a una España atrasada. Son las dos caras extremas de una moneda que no encaja con la realidad histórica, la cual es siempre mucho más compleja. De hecho, creo que es mucho más fascinante la historia real que las historias sobredimensionadas o mitificadas en uno u otro sentido.
—Eso dijo precisamente el hermano de José de Palafox, Luis, sobre los dos asedios de Zaragoza: «Los aragoneses no necesitan que se hagan cálculos exagerados sobre las fuerzas enemigas que los atacaron para merecer las glorias».
—Por eso elegí esa frase al principio del libro. Lo dijo, además, durante la guerra, que la realidad de lo vivido ya era lo suficientemente sorprendente como para tener que exagerarlo.
—¿Y qué tiene el sitio de Zaragoza de especial que no tengan otros episodios de la Guerra de Independencia?
—La participación popular, tanto de hombres como mujeres en una ciudad que no era una plaza fuerte y que, según todos los análisis de la época, no tenía ninguna oportunidad de resistir. Sin embargo, lo hizo y rompió por completo todas las reglas de las guerras en los siglos XVIII y XIX.
—Más allá de José de Palafox, ¿qué personajes cree que son los grandes desconocidos de los asedios de Zaragoza en comparación con sus logros?
—Son bastantes. Por ejemplo, de los mandos intermedios me fascina Antonio Torres, que el 4 de agosto de 1808 se pone al mando de la defensa de Zaragoza desesperadamente cuando Palafox se marcha, a pesar de estar convencido de que este le había sido abandonado. En una carta llega, incluso, a decir que solo le quedan tres cartuchos para cada uno de sus soldados. También me asombra Vicente Bustamante, al que Palafox había dejado también el mando de Zaragoza un poco antes, el mismo 15 de junio de ese año, y tras organizarla como puede, acaba linchado en 1809 en La Fresneda acusado de traición. Y, por último, Mariano Renovales, que le daba mil vueltas a Palafox en el plano militar, como demostró en el segundo asedio.
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