La olvidada constitución de los indios iroqueses que Estados Unidos copió para redactar la suya
La Confederación Iroquesa fue uno de los pueblos nativos más importantes de América del Norte, cuya estructura social, su forma de gobierno y el rol de las mujeres fue asimilada para conformar la democracia del país más poderoso del mundo
Israel Viana
Un total de seis naciones con una rica y compleja organización política y un elaborado sistema democrático. Así era la Liga Iroquesa , una confederación formada por cinco poderosas tribus indias que nada tenían que ver con los salvajes guerreros de plumas que atacan ... a los vaqueros americanos en las películas del oeste. De hecho, su sofisticación era tal, que cuando los padres fundadores de Estados Unidos empezaron a redactar su constitución y configurar el sistema federado, tomaron prestados numerosos elementos de la democracia que regía las vidas de estos pueblos nativos, uno de los más importantes de América del norte.
En primer lugar, porque los padres fundadores no habían visto funcionar jamás un sistema democrático «en vivo», por lo menos en lo que respecta a un país tan grande como aquel, y en segundo porque el de los indios funcionaba a la perfección, a pesar de que estos eran considerados por occidente como un pueblo indómito y caótico que se dedicaba a cortar cabelleras. Pero no era así, puesto que su estructura social, su forma de gobierno y el rol de las mujeres les convirtió en un modelo único que ha sido objeto de estudio de numerosas investigaciones en las últimas décadas.
El primer vicepresidente y segundo presidente de la historia del país, John Adams , publicó un extenso ensayo llamado «Una defensa de las constituciones de gobierno de los Estados Unidos de América», en el que analizaba las formas de gobierno existentes e incluía la iroquesa. El antropólogo Lewis Morgan fue quien, después, la estudió más profundamente a finales del siglo XIX. En la primera mitad del XX, el congresista Bruce Barton ya dijo que «la democracia de su país le debe su sello distintivo a los principios y estructura de los gobiernos civiles de los indios norteamericanos». Más adelante ya se definía esta democracia india como «la primera de América» o «la base de la Constitución de los Estados Unidos».
Los «Nadowa»
¿Qué tenían estos indios para que su organización política fuera tan respetada y se convirtiera en una influencia básica en el nacimiento de Estados Unidos? Los iroqueses –o la Liga de las Seis Naciones, según se los conocía en el pasado– son un conjunto de grupos amerindios que ocuparon un gran territorio alrededor de los Grandes Lagos, al sureste de Canadá, y el noreste del país. En total contaban con 11 idiomas y se denominaban a sí mismos los «Nadowa» o «Haudenosaunee», es decir, «los de la casa extensa», en alusión a la gran cabaña alargada situada en su capital, Onondaga, en el actual estado de Nueva York, donde se tomaban las decisiones.
El nombre actual, sin embargo, no fue adoptado hasta la llegada de los colonizadores franceses para referirse a estos indios nómadas que se volvieron sedentarios cuando comenzaron a dedicarse a la agricultura, la recolección de frutos y el intercambio de pieles. Fue entonces cuando formaron la Confederación Iroquesa, al unirse cinco de los pueblos indios que habitaban la vasta región en la segunda mitad del siglo XVI: los oneida, los onondaga, los cayuga, los seneca y los mohawk. En 1722 se sumaron los tuscaroras. En la actualidad hay 42.000 iroqueses en Estados Unidos, además de otros 38.000 mestizos, según el censo de 2010, a los que habría que sumar otros 45.000 en Canadá.
Según la leyenda, la Confederación Iroquesa fue fundada por Deganawida , conocido como el «Gran Pacificador», tras una visión inspirada por el Gran Espíritu que le ordenaba imponer la paz entre todas las tribus y unirlas entre ellas. Y lo consiguió con la ayuda de dos de sus líderes, Jigonhsasee y Hiawatha , quienes creían que aquella iniciativa podría fin, de una vez por todas, a las constantes guerras que lastraban su progreso.
La Gran Ley de la Paz
Deganawida dictó entonces la Gran Ley de la Paz, una especie de norma fundamental escrita que contaba con 117 artículos en los que se otorgaba la igualdad jurídica y política a las cinco tribus fundadoras. Son estos en los que, según numerosos estudios, se inspiró la Constitución de Estados Unidos aprobada en 1787. Y lo cierto es que parecía adelantada a su tiempo. Establecía consejos de representantes de ambos sexos con derecho equitativo de voto, quienes elegían a sus jefes o «sachem» para formar un consejo central. Algo así como un parlamento primitivo que tomaban las decisiones finales mediante el voto. El jefe supremo no tenía el poder absoluto, sino que era controlado por diferentes consejos y podía ser destituido.
El consejo central también elegía a una serie de caudillos de guerra y a un consejo de ancianas. Este último era el encargado de proponer los temas que debían tratarse en las asambleas y seleccionar a los candidatos entre los que se debía elegir al gran jefe. Igualmente crearon un consejo femenino con el objetivo de establecer un control férreo del poder. Instituciones todas ellas que sirvieron para mantener la paz entre las distintas tribus durante siglos. Eso no implicaba que la Confederación no pudiera declarar la guerra a otros pueblos indios, como hizo con los algonquinos, los hurones y los innus en la famosa Guerra de los Castores del siglo XVII, cuando estos últimos se aliaron con los franceses.
Era una especie de democracia asamblearia que siguió organizando y dirigiendo su territorio, incluso, después de que se fundaron los Estados Unidos. Tuvieron una independencia considerable con respecto a la Casa Blanca hasta bien entrado el siglo XX. Tal es así que su consejo central, después de la sugerencia del consejo de ancianas, le declaró la guerra por su cuenta a Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, sin contar con el permiso del presidente Roosevel.
«La democracia más antigua»
Esa declaración fue leída el 13 de junio de 1942 por un grupo de indios iroqueses encabezados por Angus Horn, el jefe de la tribu de los mohawk, en la misma escalinata del Capitolio de Washington que hace unas semanas tomaban los seguidores de Trump con Jake Angeli , el más fotogénico de los asaltantes, entre ellos. Este peculiar personaje iba cubierto precisamente con un tocado de estas tribus nativas americanas de las grandes llanuras, muy parecida a la que Horn llevaba cuando comenzó su discurso con un gesto serio y solemne.
«Representamos a la democracia más antigua y pequeña del mundo de hoy —aseguró—. Es un sentimiento unánime entre la gente india que las atrocidades de las naciones del Eje son violentamente repulsivas a todos los sentidos según la justicia de nuestro pueblo. Esta matanza despiadada de la humanidad no puede ser tolerada. Por eso, el consejo de las Seis Naciones de Indios ha decidido declarar el estado de guerra entre nuestra Confederación de las Seis Naciones, por una parte, y Alemania, Italia, Japón y sus aliados, por otra, contra quienes Estados Unidos tiene ya la guerra declarada por su parte», decía el comunicado.
Una decisión que no debió ser fácil de tomar, no tanto por las implicaciones internacionales que pudiera tener –ninguna, obviamente–, sino porque la Confederación ya había vivido una situación parecida en el pasado, cuando estalló la Revolución de las Trece Colonias en 1775. En aquella ocasión, los iroqueses fueron invitados por los británicos a luchar en su bando, reactivando así una antigua alianza contra los franceses. Cuando se debatió el asunto dentro del consejo central, los distintos miembros no se pusieron de acuerdo: los mohawk y seneca estaban a favor, los oneidas y tuscaroras preferían apoyar a los independentistas y los cayugas y onondagas optaron por la neutralidad. No había unanimidad, tal y como exigía la Gran Ley de Paz.
Esta situación trajo problemas en el seno de la Confederación, generando una tensión que puso a prueba la paz entre ellos. Y, además, provocó la desconfianza de los colonos, al recordar que los mohawk habían luchado antes al lado de la Monarquía británica, partidaria de que el futuro territorio de los Estados Unidos siguiera perteneciendo a la corona. Así que, en 1779, George Washington decidió no arriesgar y ordenó al general John Sullivan que realizara un ataque por sorpresa contra los indios.
Las diferentes tribus fueron arrasadas y, tras proclamarse la independencia, las que habían votado a favor de apoyar a los partidarios de esta fueron indemnizadas con extensos territorios y numerosos privilegios. Las otras fueron obligadas a ceder sus tierras y la mayoría de los supervivientes tuvieron que emigrar a Canadá, por aquel entonces colonia británica todavía. Esto provocó que se organizara en el país vecino otra confederación paralela, pero su legado quedó ya para siempre en las leyes e instituciones de Estados Unidos... hasta hoy.
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