ENFOQUE
En la mente de la bestia: el psiquiatra que entrevistó a los jerarcas nazis antes morir en la horca
Han pasado 75 años desde que Leon Goldensohn entrevistó a los jerarcas procesados en los juicios de Núremberg
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Iniciar sesiónNo habrían bastado tres vidas, con sus días y sus noches, para evitar que el enjuto psiquiatra estadounidense Leon N. Goldensohn se estremeciera ante lo que estaba a punto de escuchar aquel marzo de 1946, hace ya 75 años. Judío de corazón, este treintañero ... de gafillas redondas -como mandaba la moda de la época- y frente generosa tuvo que tomar aire después de preguntar a Otto Ohlendorf , general de las SS, por las barbaridades perpetradas a manos de su Einsatzgruppe («Grupo Operativo»). «¿Se disparó contra los niños?», inquirió. «Sí». La respuesta le asombró tanto que repitió la pregunta, casi como si deseara haber entendido mal. Cuando llegó la confirmación, pasó a la siguiente: «¿Cuántos judíos fueron asesinados por sus hombres?» . El interlocutor no titubeó: «Unos 90.000».
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La de Ohlendorf fue una de las muchas entrevistas que el médico mantuvo, durante siete meses, con los acusados y testigos del famoso proceso a los jerarcas del Tercer Reich . Y es que, aunque el que fuera la columna vertebral de los trece juicios de Núremberg demostró a una Europa trémula que aquel que destruye los valores básicos de la humanidad no se escapa sin pasar por caja, también planteó una serie de disyuntivas: ¿Se puede condenar a quien solo sigue órdenes?, ¿cómo es posible que oficiales sin problemas mentales decretaran matanzas de ancianos, mujeres y niños como el funcionario que rellena un informe? Goldensohn fue uno de los encargados de responder a estas cuestiones zambulléndose en la mente de los mayores criminales de los años treinta y cuarenta.
Juicio a la razón
Pasó más de una década desde que la inauguración de Dachau desató la infamia, pero, tras años de atrocidades y asesinatos sistematizados, el miedo al fin cambió de bando gracias a la dilatada sombra del cadalso. En noviembre de 1945, tan solo seis meses después del suicidio de Adolf Hitler , un Tribunal Militar Internacional inició el proceso contra las mayores autoridades vivas del Tercer Reich. Sobre ellas pesaban los cargos de conspiración, crímenes contra la humanidad, crímenes contra la paz y crímenes de guerra. Aunque todavía no se había generalizado el término Holocausto y se desconocía la cantidad exacta de judíos asesinados, el velo extendido alrededor de los campos de exterminio se había evaporado y la verdad era palpable. Alguien debía pagar por ello.
Pero el primer paso para juzgar a los Hermann Göring (líder de la Luftwaffe) o Rudolf Höss (comandante de Auschwitz ) de turno era asegurarse de una cosa. «Los aliados querían confirmar la salud mental de los acusados para llevarlos a juicio y averiguar a quién responsabilizaban de las barbaridades», afirma a ABC el catedrático de Historia Contemporánea en la UCLM José Gregorio Cayuela Fernández , coautor de 'Los juicios al nazismo. Núremberg: la Segunda Guerra Mundial en el espejo de la catástrofe' . Joel Dimsdale , docente del departamento de psiquiatría de la Universidad de San Diego y autor de 'Anatomy of malice: the enigma of the nazi war criminals' opina igual. «Hubo un gran interés por comprender la psique de los líderes nazis. Sus acciones habían sido tan despreciables que se cuestionaba su cordura», explica a este diario.
A su vez, los aliados necesitaban que los culpables se enfrentaran a los procesos, a los testimonios de los testigos y, en el último término, murieran a manos del verdugo para servir de ejemplo a Europa. Algo que acusados como Robert Ley , al frente del sindicato del Partido Nazi , eludió colgándose con una toalla vieja en su celda a finales de 1945. «En la cárcel el tiempo va mucho más despacio, lo que les permitía revivir una y otra vez sus actos y entender que les esperaba la muerte. Eso podía provocarles conductas autolíticas», confirma a ABC Sergio Tudela de Marcos , psicólogo social por la Universidad Autónoma. La clave era, por tanto, contar con alguien que velara porque no escaparan de la justicia.
Para llevar a cabo estas tareas, los aliados seleccionaron al psiquiatra Douglas M. Kelley y al psicólogo Gustave Gilbert. Ambos, adscritos a la prisión de Núremberg. Sin embargo, un mes después de que comenzaran los procesos, en enero de 1946, el primero abandonó la tarea y el alto mando se vio obligado a sustituirle. El recambio fue Leon N. Goldensohn, con una hoja de servicios que el historiador y periodista Jesús Hernández (autor de 'Los héroes de Hitler' , así como de una infinidad de obras más sobre la Segunda Guerra Mundial) califica a ABC de envidiable. «Era licenciado en Medicina. Después había estudiado neurología y psiquiatría. En 1943 ingresó en el Ejército norteamericano como psiquiatra de una División de infantería y estuvo destinado en Francia y Alemania».
En palabras de Hernández, a Goldensohn le «tocó la lotería» cuando le ordenaron que sustituyera a Kelley. «Al contrario que otros psiquiatras y psicólogos allí destinados, él supo captar las enormes posibilidades que se le abrían gracias al contacto directo que iba a poder tener con los jerarcas nazis en sus propias celdas, con traductor y en sesiones sin límite de tiempo». Y todavía añade más: «Era un auténtico caramelo, no sólo para un psiquiatra, sino para cualquier historiador o periodista; yo vendería mi alma al diablo por disfrutar de esa oportunidad». El nuevo psiquiatra llegó a su destino, la unidad médica del 685º Destacamento de Seguridad Interna , el 3 de enero de 1946. Estaba ansioso por empezar a trabajar.
Duras entrevistas
Hasta finales de julio, Goldensohn se valió de su mejor arma. «Usó la entrevista semiestructurada, en la que se parte de una serie de preguntas clave, pero no se tiene que seguir el orden», afirma Tudela. El psiquiatra comenzó los encuentros «con temas muy genéricos, como cuestiones sobre la familia y la infancia de los presos», con un doble objetivo: ganarse su confianza antes de interrogarles sobre las barbaridades cometidas y, a la postre, poner frente a ellos sus incongruencias. En palabras del psicólogo español, pretendía «producir una disonancia entre lo que el paciente creía y lo que había hecho»; una discrepancia que «le llevara a justificarse y, por tanto, ofreciera más datos al investigador».
El resultado fueron decenas de encuentros en los que algunos personajes como Höss admitieron la existencia de una maquinaria estatal para acabar, entre otros, con millones de judíos o gitanos. A lo largo de sus sesiones con Goldensohn, el comandante de Auschwitz no tuvo reparos en explicar la forma en la que gaseaban a los presos. «Había convertido en cámaras de gas dos granjas viejas […] del campo […]. El primer transporte del Gobierno Central llegó allí. Se les mató con Zyklon-B ». Tampoco escatimó en detalles cuando el psiquiatra le preguntó cuántas personas podían asesinar y, después, calcinar en los hornos crematorios. «En la época culminante llegaban diariamente dos o tres trenes, cada uno con alrededor de 2.000 personas. Esos fueron los tiempos más duros porque había que exterminarlos de inmediato», confesó.
En su misma línea fueron Ohlendorf o Walter Schellenberg , uno de los oficiales más cercanos al arquitecto de la Solución Final y especialista en contraespionaje. Este admitió la castración de judíos para evitar que se reprodujeran. «En abril de 1945 tuve conocimiento de ello, cuando estaba en Estocolmo, durante una conversación», afirmó a Goldensohn. Según Cayuela, los tres «pertenecían a un primer grupo de jerarcas, los que decían que obedecían órdenes y, por lo tanto, eludían las responsabilidades». Los otros dos tipos eran aquellos «que no lo sabían y se arrepentían, como el caso de Albert Speer , que se libró de la pena de prisión, y los que no se arrepentían de lo que habían hecho o se sentían orgullosos de ello».
El personaje que representaba mejor al último grupo fue Julius Streicher , el fundador y director de la revista antisemita Der Stürmer. Definido por Goldensohn como «bajo, casi calvo, con nariz aguileña, ojos de rana y una inteligencia limitada», a lo largo de los encuentros demostró su odio hacia el pueblo judío y su apoyo al uso de prisioneros para realizar trabajos forzados. «Si se está enzarzado en una lucha a vida o muerte y los líderes piensan que pueden ganar la guerra importando mano de obra esclava, entonces es correcto», incidió. Fue condenado a muerte y se mantuvo altivo hasta el final. Así lo atestiguan las últimas palabras que dijo antes de caer por la trampilla del patíbulo: «Algún día, los bolcheviques os colgarán a vosotros».
Justificar la muerte
Pero, por muy diferentes que fueran los líderes procesados -Dimsdale afirma a este diario que «es un error pensar que todos eran iguales, pues el mal no es monocromático y se puede manifestar de formas muy distintas»-, hubo un argumento que todos esgrimieron para evadir responsabilidades. «La mayoría reconocían que, en su día, habían sentido admiración por Hitler, al que consideraban un genio, pero que, al conocer la realidad de los crímenes nazis, esa admiración se había venido abajo, descubriendo su auténtico rostro», explica Hernández. El historiador señala a su vez que, en esa táctica de aparentar distanciamiento, Albert Speer «llegó a asegurar que había tratado de asesinar al ‘Führer’, algo bastante dudoso».
El historiador Álvaro Lozano , autor de obras como 'La Alemania nazi (1933-1945)' , afirma también que el «Führer» se convirtió en un «chivo expiatorio». Según narra a ABC, «desde el Alto Mando de la Wehrmacht, representado por Wilhelm Keitel y Alfred Jodl » -dos militares de carrera poco ideologizados- hasta múltiples miembros de la cúpula de las SS explicaron a Goldensohn que «el genocidio era responsabilidad única de Hitler y que ellos no sabían nada del mismo». Sin embargo, cree que es muy revelador el hecho de que «muy pocos demostraran sentimientos de pesar y menos todavía de culpa». «Se produjo una especie de bloqueo psicológico que les impidió asumir su responsabilidad en lo sucedido. Se habían mostrado satisfechos con que su poder y sus carreras dependiesen en exclusiva del líder nazi», sentencia.
Las causas de ese bloqueo mental al que Lozano se refiere pudieron ser muchas. Tudela está convencido de que fue una respuesta al abandono de la realidad paralela que suponía pertenecer el Tercer Reich. « Cayeron en la alienación . Dentro de esa Alemania nazi se dio una exageración de la cultura. Se crearon ideas tan polarizadas que aquellos que vivían en su interior debían asimilarlas para no sufrir percances tales como no encajar bien en la sociedad o sufrir aislamiento social». El problema llegó cuando se percataron de que, a cambio, habían abandonado otros principios básicos. «Se puede comparar con la gente que entra en una secta y que, sin saberlo, adquiere conductas que van en contra de sus valores básicos».
Olvidado
Lo que debemos tener claro es que la labor de Goldensohn fue clave tanto para los procesos como para la historia. «Las entrevistas a los jerarcas nos permiten apreciar la enorme impunidad que mantenían muchos de los líderes nazis en relación con estos crímenes», añade Cayuela. Unos juicios también determinantes ya que, según el profesor titular de Historia Contemporánea, «sentaron un precedente importantísimo para luchar judicialmente en fechas posteriores contra los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad». Por ejemplo, en «la antigua Yugoslavia o en el genocidio de Ruanda».
La importancia de su trabajo contrasta, no obstante, con la desaparición virtual de Goldensohn de la esfera pública. «Resulta sorprendente, pero su figura se desvaneció tras su brillante trabajo en Núremberg y dejar el ejército en 1946», afirma Hernández. El psiquiatra, que tenía la intención de publicar un libro con los testimonios recogidos en los procesos, vio truncados sus deseos por una muerte prematura. «No pudo porque falleció de tuberculosis en 1961, con sólo 50 años, dejando tan sólo las anotaciones, muchas de ellas a lápiz. Por suerte, su hermano supo calibrar la importancia de esos documentos y consiguió que el historiador Robert Gellately los editase para una obra determinante», finaliza Hernández.
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