Cuando los británicos temieron una invasión nazi en España para arrebatarles el Peñón
Un libro recopila las actividades de la inteligencia y la diplomacia británica en nuestro país durante la Segunda Guerra Mundial, centradas en que Franco no entrara en la contienda
El principal miedo de Gran Bretaña respecto a España entre 1940 y 1941 no era tanto que diera el paso y participara de manera proactiva en la Segunda Guerra Mundial –formalizando de facto su incorporación al Eje germano-italiano– como que pusiera en riesgo una de las posesiones estratégicas del Gobierno de Su Majestad, el enclave de Gibraltar. Y durante esos años, el gabinete de Winston Churchill barajó como una amenaza seria una invasión nazi de la península con el único objetivo de arrebatarles la Roca y comprometer el control del Mediterráneo por parte de los Aliados. La labor de la diplomacia y la inteligencia británicas en aquellos difíciles años fue, precisamente, prepararse para todos los escenarios posibles en el contexto de una contienda en la que día a día perdían posiciones, incluida la invasión.
Este capítulo de la guerra forma parte de ‘Hora Zero. La inteligencia británica en España durante la Segunda Guerra Mundial’ (Cátedra, 2021), obra del profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela (USC) Emilio Grandío Seoane. El hilo conductor del libro es la figura de Samuel Hoare, embajador en misión especial en España desde 1940 hasta 1945, y encargado de coordinar las relaciones con el régimen franquista, que siempre se movieron entre la desconfianza y la cortesía, aderezadas por los intereses comerciales y un apoyo (y financiación) subterráneo a movimientos internos para derrocar a Franco y colocar a otro militar de trato más sencillo al frente del país.
«Hoare acumulaba una experiencia en servicios de inteligencia exteriores desde 1910. Era un tipo bien situado, con muchísimas influencias», que le llevaron (por ejemplo) a ser secretario de Estado para la India a comienzos de 1930, primer lord del Almirantazgo o ministro del Interior. Sin embargo, la caída de Chamberlain del gabinete supuso también la suya. Churchill lo rescató para (probablemente) uno de los destinos más complejos de la Europa no ocupada en plena guerra con Alemania: España.
Supervivencia
«En 1940, Gran Bretaña está en una situación de absoluta supervivencia», con una guerra que en sus primeros meses está siendo absolutamente favorable a Hitler y en la que van quedando por el camino países como Francia, Bélgica u Holanda. España, que en principio se declaró neutral en el conflicto bélico, estaba de manera indisimulada del lado alemán: venta constante de wolframio, permisividad para que los puertos admitieran y repararan embarcaciones de guerra nazis, trabajo conjunto con los servicios de inteligencia germanos, cesión de espacio aéreo, hostigamiento de los intereses aliados… Tal era el grado de incomodidad de los diplomáticos británicos que la residencia que le conceden a Hoare en Madrid apenas estaba separada por un tabique de la de su homólogo alemán, Eberhard von Stohrer. A eso se suma el hostigamiento de las legaciones británicas por parte de manifestantes franquistas o los ataques del propio Franco en sus discursos del 18 de julio, que el embajador tenía que soportar con estoicismo. El clima era abiertamente hostil.
«Lo que pretende Gran Bretaña cuando llega Hoare en un primer momento es resistir», explica Grandío, «y más adelante, la política británica se basará en una relación doble: por un lado, pactos no escritos con Franco de no intervención mutua, y por otro, una actitud de refuerzo interno», a través del establecimiento de redes de información y espionaje y la creación de una unidad de operaciones especiales (SOE, en sus siglas en inglés) capaz incluso de acometer acciones de sabotaje. Muchos de los integrantes de esta unidad eran los mismos que habían formado a requetés y militares franquistas en el inicio de la Guerra Civil. Hay un objetivo que obsesiona preocupantemente a Londres: la posible invasión alemana del Peñón, una acción militar que empieza a generar «rumores constantes desde 1940».
«Solo conocemos la punta del iceberg de toda la información que se generó ante esa operación». En su estudio de los informes británicos de inteligencia, Grandío se topó incluso con un cálculo estimativo de cómo podría ser esa invasión desde la Francia ocupada: las unidades motorizadas y blindadas alcanzarían Madrid al cuarto día, en apenas 21 llegarían «a la zona norte de Gibraltar». «Invasión contundente y rápida», resume. El planeamiento británico contemplaba aliarse con la resistencia antifranquista para combatir ese hipotético escenario, pero Londres frena esa tentativa. Hoare entendía más útil la persuasión a Franco de que una invasión alemana iba contra sus propios intereses: sería mal entendida por la población, se cuestionaría su figura como Jefe del Estado ya que evidenciaría debilidad y rompería los necesarios acuerdos comerciales con Gran Bretaña. Se contemplaba incluso una alternativa: que Franco «diera permiso a los alemanes para atravesar España» y llegar a Gibraltar, sin que afectara a su gobierno.
La invasión alemana
«¿Pero para qué quería invadir Alemania?», se pregunta el historiador, «trabajaba ya a cara descubierta», comprando wolframio, «con un control absoluto de los puertos» y con el apoyo constante del régimen. «La amenaza de invasión era cierta, constante y permanente», pero Alemania no la necesitaba «porque ya lo tenía todo». Franco, además, juega a dos bandas. «Emplea a los británicos para ofrecerle cierta presión a Hitler», y al mismo tiempo, «de manera indirecta, los coloca para que no invadan su territorio y él permanezca en el poder». Hoare, por su parte, en las conversaciones que mantiene con el caudillo, lo pincha para que no se deje invadir, dándole a entender que eso mermaría su credibilidad como Jefe del Estado.
Mientras jugaba la baza diplomática, Londres ejecutó un plan de refuerzo urgente de su base en el Peñón. Para reforzarlo se nombra a Lord Gort como gobernador, que se convierte en «el principal impulsor del entramado defensivo» de la Roca. Bajo su mando se construyeron «baterías antiaéreas, radios, túneles bajo tierra, cuarteles depósitos subterráneos…». En 1943, los espías españoles interceptarían conversaciones británicas dentro de la Embajada y harían su propio informe de Gibraltar: «Parece que las instalaciones en el interior son una perfecta obra. Hospitales, cuarteles, oficinas, viviendas, almacenes de toda clase, dos centrales térmicas más de las que se habla y hasta gasógenos han sido montados. Dicen que el sistema de refrigeración y aireación es una auténtica obra maestra». Tan es así que «hablan incluso de que podrían resistir un asedio sin grandes sacrificios de racionamiento de más de dos años». En estas fechas, entre 1941 y 1942, se construye el aeródromo de Gibraltar, ocupando la zona neutral del istmo, que se demostraría clave para la invasión aliada del norte de África.
Un informe inquietante
El temor británico se recrudece a comienzos de 1942. El 1 de enero de ese año, el Foreign Office recibe de su enviado en Berna un detallado informe: entre diez y once divisiones alemanas de las que ocupaban Francia se encontraban «entre el Loira y la frontera española», un grupo de barcos en las inmediaciones de Burdeos estarían preparados para transportar tropas y que «el Séptimo Cuerpo del Ejército se encontraba dispuesto para operar contra España y Portugal al mando de Von Bock», uno de los mariscales más reputados de la Wehrmacht. El embajador brasileño en Vichy confirmó este relato. Incluso llegó a indicarse que la operación solo estaba pendiente de que Hitler diera su autorización. Al mismo tiempo, la inteligencia británica recibía un rotundo desmentido de esta operación desde dentro del régimen franquista, en la persona del general Antonio Aranda, uno de los militares en nómina británica.
Pero a lo largo de ese 1942, el ruido cambia de bando: ahora lo que se teme es una invasión inglesa o americana de España desde el noroeste. «Los rumores de esa posible irrupción aliada en la península llegaron hasta el Ministerio de Asuntos Exteriores italiano», recoge Grandío en su libro. Esto provocó que alemanes y españoles intensificaran la vigilancia en la costa gallega, punto de entrada de ese hipotético ataque. La preocupación del régimen era patente. «Los círculos castrenses españoles no confían en la promesa anglo-americana de que sus tropas no invadirán España», recogía en un informe el agregado naval alemán de ese año.
La posibilidad de la invasión aliada en España va intensificándose a lo largo de ese año y del siguiente, coincidiendo además con el creciente enfado norteamericano con el gobierno español por una teórica no beligerancia que, en realidad, es un seguidismo encubierto de los intereses nazis –como por ejemplo con el envío de la División Azul al frente ruso–. En el verano del 43, la Conferencia de Quebec decide cerrarle a Franco el grifo de los suministros mientras no reconduzca su política. Y se produce un cambio: el interlocutor aliado deja de ser Londres en beneficio de Washington. Los americanos toman el control de la guerra y son bastante menos permisivos que los anglosajones.
Los argumentos de Franco
Ese agosto, la inteligencia española informa a Franco de la conspiración de varios generales, entre ellos Orgaz y Kindelan, para apartarlo del poder. Y el 21 de ese mes, Hoare visita Meirás para una entrevista decisiva con el Caudillo, que él mismo calificaría como la más «satisfactoria» de cuantas mantuvo. En ella, Franco explica que su permisividad con el Eje es una suerte de pago de la deuda contraída por el apoyo recibido durante la Guerra Civil, que la División Azul es meramente un «gesto simbólico» que no enturbia su postura de no beligerancia y que los actos de Falange contra intereses británicos en España responden a «aventureros y criminales» que ingresaron tras la contienda en el partido pero que estaban siendo «expulsados». Pero el hecho de que Hoare abandonara España con destino Londres al día siguiente de la visita a Meirás desató todos los temores. El régimen creía que la invasión aliada era inminente. Es lo que los británicos llamaron la ‘Hora Zero’.
El 8 de septiembre Franco recibe la denominada ‘Carta de los generales’, en la que notables compañeros de armas de la Guerra Civil le conminan a permitir el regreso de la Monarquía y a alejarse abiertamente de los intereses alemanes. Los servicios de información acertaron: el escrito venía firmado por Orgaz, Kindelan, Dávila, Solchaga, Moscardó, Saliquet «y otros que prefirieron guardar una cierta prudencia». Los sectores monárquicos, muchos de ellos exiliados, aprietan. Pero los británicos tampoco dan excesiva credibilidad a todas estas operaciones. No tienen constancia de que haya alternativa a Franco. Y este empieza a mover los hilos para que algunos de los firmantes se vayan retractando o matizando sus quejas. Al mismo tiempo, ordena mínimos gestos a los aliados: retirada de la División Azul, no reconocimiento del nuevo régimen de Mussolini y la no protesta por el uso aliado de las Azores.
No todo será ceder: el régimen abortará en octubre del 43 el principal sistema de información británica en suelo español con la desarticulación completa de la denominada ‘Red Sanmiguel’ entre Asturias, León y Bilbao. Era la estructura más importante de Gran Bretaña en suelo español para la obtención y difusión de información y contrainformación, y venía operando desde 1941 con un papel principal para las mujeres. Franco manda un mensaje a Londres: sé qué habéis estado haciendo. Londres no protesta. Las detenciones y el procesamiento judicial de sus integrantes tampoco trascienden en la prensa de la época. A través de cargos intermedios se hace llegar una idea: «Ustedes han transgredido líneas rojas». Pero el reproche no va más allá.
Con la contienda mundial ya decantada hacia el bando aliado a finales de 1944, esperando tan solo una fecha que pusiera fin a las cruentas hostilidades, Franco cede a las pretensiones aliadas de expulsar a los espías alemanes, cerrar sus puertos a los nazis y dejar de venderles wolframio. España necesitaba el petróleo americano que estaba en juego. En un discurso ante el Parlamento, Churchill da a entender ese mayo que la política interna española no le compete a Gran Bretaña, sino a España, y que mirando al futuro, prefiere un gobierno que no sea hostil a los intereses de las islas, como sí podría serlo uno de corte comunista. Samuel Hoare abandona su ‘misión especial’ en España en el verano de 1944. En sus memorias, el embajador «consideró un éxito personal aguantar a Franco y que España no tirara hacia el Eje», resume Grandío.