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El crimen más deleznable de la guardia pretoriana, ¿una salvación para el Imperio romano?

El 24 de enero del año 41, altos oficiales de este cuerpo de élite asesinaron al desquiciado emperador Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula

Manuel P. Villatoro

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Todavía hoy, dos mil años después de que sus primeros miembros combatiesen junto a Publio Cornelio Escipión Emiliano durante la conquista de Numancia (en plena era republicana), la guardia pretoriana sigue rodeada de ese halo de unidad de élite dispuesta a dar la vida por el emperador. Aunque, es innegable, también del ligero tufo de la traición. Ambas visiones son ciertas. Guerreros versados tanto en las armas como en el innoble arte de mover los hilos tras el poder, protagonizaron casi tantas conjuras como épicos combates en los que ayudaron a preservar la integridad de su protegido. La suya fue, en definitiva, una historia de luces y sombras.

La crónica más negra de la esta unidad pasa por los asesinatos de Domiciano o Pertinax . Sin embargo, su crimen más famoso, aquel que inició la que sería la triste tradición de acabar con un emperador para aupar luego a otro hasta la poltrona, fue el de Cayo Julio César Augusto Germánico , mucho más conocido como Calígula . El 24 de enero del año 41 d. C., o «el noveno día antes de las calendas de febrero» (según recoge el historiador Cayo Suetonio en «La vida de los doce césares»), este controvertido personaje fue pasado a cuchillo por un grupo de revoltosos a las órdenes de Casio Querea , prefecto de su guardia pretoriana.

Con todo, y si atendemos a los escritos dejados por cronistas como el mismo Suetonio o su colega Flavio Josefo , el asesinato fue a la vez deleznable a nivel moral (lógico, pues los pretorianos dieron muerte al mismo emperador al que habían jurado defender) como beneficioso para el Imperio romano. Y es que, si por algo se hizo famoso Calígula fue por ser uno de los líderes más sádicos , mezquinos , desquiciados y manirrotos de su era. Así lo corrobora el ya mencionado Suetonio en su obra:

«Fue un monstruo […]. Vivía en incesto habitual con todas sus hermanas, […] mató a senadores en secreto e […] hacía alarde de una brutalidad innata».

Pretorianos y conspiradores

En «La maldición de los césares» , Stephen Dando-Collins, divulgador especializado en la Antigua Roma, narra que el principal artífice de la conjura fue el tribuno pretoriano Casio Querea . El último hombre en el que nadie habría pensado para orquestar el asesinato si atendemos a su extenso currículum como leal servidor. Militar de carrera y veterano de unos cuarenta y cinco años, se había ganado un hueco en el corazón de la ciudadanía al salvar de la muerte al padre de Calígula , Germánico , en las campañas que este libró a lo largo y ancho de Germania. Sin embargo, la relación con el joven líder no era la mejor.

Y es que, a cambio de su lealtad plena al emperador, solo obtenía de él burlas por su voz chillona. Así lo narra Suetonio, quien explica que, desde el principio, «Casio Querea, tribuno de una cohorte de la guardia pretoriana, reclamó para sí el papel principal» en el asesinato debido a que « Gayo solía burlarse de él , un hombre de muchos años, con voluptuosidad y afeminamiento como forma de insulto». No se le puede negar a Calígula la originalidad. Así, además de insinuar que era una « damisela » cuando el militar se negaba a ver cómo torturaba a sus víctimas, también cambiaba las contraseñas de la guardia por palabras como « amor » o nombres de diosas.

Representación de la guardia pretoriana

«Cuando pedía la consigna, Cayo le daba "Príapo" o "Venus", y cuando Querea tenía ocasión de agradecerle algo, extendía la mano para besarla, formándola y moviéndola de manera obscena».

Para ser justos, tan cierto como que el odio motivó la conspiración de Querea es que otros tantos tribunos y militares de influencia se habían propuesto para entonces acabar con la vida del emperador. Así lo explica Flavio Josefo , quien les da nombres y apellidos. «Uno de los grupos estaba liderado por Emilius Regulus , oriundo de Córdoba, quien estaba ansioso por eliminarlo con sus compañeros», desvela. El otro se reunía bajo la atenta mirada de Annius Minucianus , desesperado también por «destruir al tirano» después de que este hubiera acabado con la vida de uno de sus grandes amigos, Lépido . Sin embargo, para el pretoriano era mucho más sencillo. Al fin y al cabo, cada día tenía su cuello a distancia de su ‘gladius’.

Ahora o nunca

Los conspiradores determinaron acabar con la vida de Calígula el primer día de los Juegos Palatinos . Pero, llegado el momento, el miedo les paralizó y las excusas se multiplicaron. Al final, pospusieron la muerte primero una jornada y, después, otra. Todo parecía haberse detenido cuando Querea, hastiado, convocó a su controvertido equipo para informar de que sabía que el emperador no tardaría en marcharse a Alejandría de viaje. Era entonces o nunca.

Además, explicó, él mismo sería el oficial al mando de la guardia personal que protegería al desquiciado Gayo el 24. La decisión estaba tomada. Aunque, según Suetonio, los astros ya conocían lo que iba a ocurrir mucho antes.

«Su asesinato inminente fue predicho por muchos prodigios. La estatua de Júpiter en Olimpia, que él había ordenado despedazar y trasladar a Roma, soltó de pronto una carcajada tal que los andamios se derrumbaron y los obreros echaron a correr […] El Capitolio de Capua fue alcanzado por un rayo en los Idus de marzo […] También el adivino Sulla, cuando Gayo le consultó sobre su horóscopo, declaró que su muerte inevitable estaba cerca. Otros augurios le advirtieron que tuviera cuidado con Cassius, y en consecuencia ordenó la muerte de Cassius Longinus, quien en ese momento era procónsul de Asia. El día antes de que lo mataran soñó que estaba en el cielo, junto a Júpiter, y que este lo golpeaba con la punta del pie derecho y lo devolvía a la tierra».

Calígula

El 24, Calígula se presentó en el teatro de madera que, cada año, se construía en los terrenos del Palatium por aquellas fechas. Lo hizo a través de un pasillo que comunicaba con su residencia. Acompañado de un séquito formado, entre otros, por Casio Querea y Cornelio Sabino (también en la conjura), accedió a su palco personal y se sentó.

Antes, había asistido al sacrificio ritual. El cual, por cierto, le había regocijado en extremo, pues no todos los días la sangre del flamenco que se había matado salpicaba de lleno la blanca túnica de un senador. Quizá ese percance fue el que consiguió que su humor mejorara a lo largo de toda la jornada. A eso del mediodía se iniciaron los preparativos de la conjura, como bien recuerda Suetonio.

«Aproximadamente a la séptima hora dudó si levantarse o no para almorzar, ya que su estómago aún estaba desordenado por el exceso de comida del día anterior, pero finalmente salió persuadido por sus amigos. En el pasaje cubierto por donde tuvo que pasar, unos muchachos de buena cuna, que habían sido convocados desde Asia para aparecer en el escenario, estaban ensayando sus papeles, y él se detuvo a mirarlos y animarlos».

Asesinato de Calígula

Allí se sucedió el magnicidio. Aunque el mismo Suetonio admite que hay dos versiones. La primera afirma que Querea, acompañado de varios pretorianos y centuriones, «se acercó por detrás y le hizo un corte profundo en el cuello» después de gritar un sencillo «¡Toma esto!». A continuación, le tocó el turno al tribuno Cornelio Sabino, quien apuñaló al emperador en el pecho. Sin embargo, otros son partidarios de que Sabino no le tocó un pelo, sino que dio permiso a la guardia para que terminara con su vida. De lo que sí está seguro el autor clásico es de que, cuando Calígula yacía en el suelo, los conspiradores se arrojaron sobre su cadáver como buitres para darle una estocada:

«Mientras yacía en el suelo y con los miembros retorcidos algunos gritaban que aún vivía, los otros lo despacharon con treinta heridas; porque la señal general era "Atacar de nuevo". Algunos incluso le atravesaron las partes íntimas con sus espadas».

Así acabó el reinado del terror de Calígula. El mismo hombre al que la historia acusa de una infinidad de horrores como amenazar con degollar a sus súbditos, disfrutar dilapidando hasta la última moneda de Roma o disfrutar perpetrando todo tipo de barbaridades contra sus amantes.

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