Segunda Guerra Mundial
Cien niños fallecidos: así ocultó Hitler el acto más vil de un submarino nazi en la Segunda Guerra Mundial
El 17 de septiembre de 1940, durante la Segunda Guerra Mundial, los pequeños que viajaban en el ‘SS City of Benares’ fueron despertados de su sueño por los torpedos lanzados desde el U-48
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Iniciar sesiónLa noche del 17 septiembre de 1940, ya comenzada la Segunda Guerra Mundial y con Winston Churchill a los mandos de una Gran Bretaña resuelta a resistir ante el enemigo, los refugiados del «SS City of Benares» que todavía dormían ... se desperezaron de forma abrupta cuando su buque se estremeció. Las entre 406 y 408 almas, entre tripulación y pasajeros, tardaron unos minutos en comprender qué pasaba; pero la realidad no tardó en cortar el mar en forma de ‘ U-Boot ’ germano. Tras varios disparos fallidos (ni siquiera los Lobos grises eran infalibles) un torpedo había impactado de bruces contra el bajel. Un buque, triste ironía, que transportaba a un centenar de niños a Canadá para ponerlos a salvo del temible Blitz de Adolf Hitler.
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Fue una masacre. El Chicago Daily Tribune cifró las muertes en 293. Y de ellas, entre 77 y 87 fueron niños (sí, todavía existe controversia entorno al número de pequeños fallecidos). Aquel desastre solo pudo ser paliado por el « HMS Hurricane », un improvisado ángel de la guarda que navegó a toda máquina más de 300 millas (casi 500 kilómetros) para recoger a los supervivientes y evitar una catástrofe todavía mayor. Sus marineros se convirtieron en testigos privilegiados del suceso cuando arribaron a la zona del naufragio y salvaron a más de un centenar de almas que vagaban errantes en botes salvavidas. Una última barca tuvo que esperar una semana para ser hallada.
En Gran Bretaña las rotativas ardieron. El lunes 23 de septiembre, el Daily Sketch llevó a portada el suceso con un titular cristalino: «Los nazis torpedean un buque de refugiados, mueren niños». Y acompañaban estas palabras con un antetítulo igual de duro: « El U-Boat deja a 83 ingleses ahogándose en el mar ». El suceso, sin embargo, pasó desapercibido de manera premeditada en los diarios germanos, donde tan solo se hizo referencia al regreso del U-48 al mando del Kapitänleutnant Heinrich Bleichrodt . El ejemplo de la escasez de información que se palpaba aquellos días quedó patente en nuestra prensa castiza, donde apenas se hizo referencia, de forma somera, a finales de mes:
«El submarino mandado por el teniente de navío Bleichrodt ha hundido nueve buques enemigos que desplazaban un total de 51.862 toneladas. Otro submarino ha echado a pique tres navíos con 15.000 toneladas y un tercer submarino ha, hundido dos barcos más».
Lo que sí sabemos, gracias a la declaración presentada por Bleichrodt en los juicios de Núremberg –donde fue acusado de crímenes de guerra por atacar navíos mercantes y civiles–, es que la tripulación del submarino desconocía que el «SS City of Benares» iba cargado hasta la toldilla de niños. De hecho, autores como el periodista Stephen Moss defienden que los germanos lloraron de forma desconsolada cuando llegaron a puerto y les informaron de que habían acabado con la vida de casi un centenar de pequeños. Hasta su muerte, el comandante del U-48 defendió esta teoría y arguyó, como otros tantos oficiales de ‘U-boote’, la generalización de la llamada guerra total contra los mercantes artillados aliados.
Miedo al Blitz
El origen de esta tragedia, en parte desconocida en España, se encuentra en la llegada hasta las islas británicas del temible Blitz germano: los bombardeos sistemáticos y generalizados a los que Alemania sometió a Gran Bretaña entre 1940 y 1941. Según afirma Erik Larson en «Esplendor y vileza» , fue a partir del 31 de julio cuando las formaciones de la Luftwaffe empezaron a sobrevolar de forma masiva Londres y a descargar sobre sus ciudadanos una infinidad de explosivos de todas formas y colores. Desde aquellos que estallaban al tocar el suelo, hasta otros tantos con temporizador ideados para destruir a las dotaciones de bomberos que acudieran en socorro de personas y edificios.
En mitad de aquella locura, se extendió a toda velocidad la idea de que, en pocas jornadas, Adolf Hitler ordenaría a su ejército cruzar el Canal de la Mancha sin apenas oposición y desembarcar en las islas. Huelga decir que la sola imagen de una Blitzkrieg contra Londres atemorizaba al gobierno británico. Y más, si se tiene en cuenta que Francia, la que se creía la mayor potencia militar de Europa, había caído en menos de un mes ante la potencia combinada de la aviación y los carros de combate germanos. Por si fuera poco, la catástrofe de Dunkerque todavía sobrevolaba en la mente de Winston Churchill … El premier dejó claros sus miedos en una directiva enviado a sus ministros. Carta en la que les pedía que mantuvieran la serenidad:
«El método alemán consiste en que la perturbación del Gobierno Central sea un preludio vital a cualquier ataque importante del país. Lo han hecho así en todas partes. Sin duda, lo repetirán aquí, donde el paisaje puede ser tan fácilmente reconocible y el río y sus altos edificios proporcionan una guía infalible tanto durante el día como por la noche».
A mediados de septiembre, con la angustia hacia una invasión en las calles y bombas cayendo a cientos sobre Londres, Gran Bretaña recurrió a la Junta de Recepción de Niños en el Extranjero (CORB, por sus siglas en inglés). La organización, formada el junio anterior por el subsecretario de Estado para Asuntos de Dominio, Geoffrey Shakespeare , tenía como objetivo primordial evacuar a cuantos más pequeños mejor hacia Canadá , Australia , Nueva Zelanda y Sudáfrica para salvaguardarles del hambre y la muerte. El sistema era sencillo: las solicitudes se realizaban desde los colegios y las iglesias (organismos encargados de seleccionar a los pequeños más desfavorecidos) y el gobierno sufragaba la mayor parte del viaje.
Triste tragedia
La CORB se encargó, ese mismo mes, de organizar la evacuación de un centenar de niños en dirección a Canadá. La mayoría recibieron la notificación por carta. Y a algunos de ellos, como los pequeños hermanos Walder, no pudo hacerles más ilusión. «¡Es maravilloso!, ¿cuándo podremos ir?», afirmaron al conocer la noticia. Pensaban, según el testimonio recogido en octubre por The National Interest , que les esperaba una aventura de película y que en Canadá, su destino, podrían ver por fin «indios y vaqueros». Como ellos, otros noventa jovencitos fueron dirigidos entre el 9 y el 11 de septiembre hacia los muelles de Liverpool, donde aguardaba amarrado el navío que les salvaría del Blitz germano.
El barco en cuestión era el «SS City of Benares» , un buque de pasajeros que, con sus más de 11.000 toneladas y sus casi 150 metros de eslora, se había convertido en el rey de la «Ellerman City Line» en los viajes entre Inglaterra y la India. A los niños les pareció un gigante, pero lo cierto es que su principal arma contra los submarinos alemanes era la velocidad. Este formaba parte, a su vez, de los 20 buques del Convoy OB-213 , uno de los muchos organizados por los británicos con el objetivo de espantar a los molestos Lobos grises que acechaban, cual chacales, en las cercanías de Gran Bretaña. Todos, dispuestos a acabar con cualquier mercante, crucero o navío de guerra a tiro de periscopio.
El viaje comenzó un viernes 13, triste preludio del dolor que se avecinaba, desde Liverpool en dirección a Quebec y Montreal . En las tripas del «SS City of Benares» iban, por lo menos, unos 90 pequeños, aunque algunos historiadores elevan esta cifra a 100. Uno de estos chiquillos, como bien explica Larson, era «un niño cuyos padres temían que, dado que había sido circuncidado al nacer, las fuerzas invasoras lo consideraran como judío». Otra, la pequeña Beryl Myatt , fue definida por sus familiares en varias cartas como «muy sociable» y «muy aficionada a la lectura». Algunos iban acompañados de sus padres. Al resto, sin embargo, los reunieron en grupos de hasta quince y les asignaron a una maestra.
Aunque la normalidad fue la tónica general en las jornadas siguientes, el oficial al mando del convoy, el capitán Landles Nicoll , se mostró receloso ante la posibilidad de ser atacado por submarinos alemanes. Por ello, ordenó a la tripulación del «SS City of Benares» que instruyera a los niños en tareas tan necesarias como ponerse los chalecos salvavidas o subirse a los botes. Cualquier precaución parecía poca. Llevaba razón, aunque todavía faltaban muchas horas para el desenlace fatal. La mañana del 17 de septiembre todavía reinaba la calma. La única novedad fue que la escolta abandonó a los buques para acompañar a otro convoy cercano. Algo nada extraño en una época donde los bajeles militares escaseaban.
Aquella decisión llevó a la catástrofe. Y es que, cuando el reloj marcaba las diez de la noche, un ‘U-boot’ alemán, el U-48 tipo VIIB del Kapitänleutnant Heinrich Bleichrodt , se percató de la presencia del convoy y partió en su busca. El germano les dio caza a eso de las once, mientras el viento se embravecía y la lluvia impactaba con fuerza sobre la cubierta del «SS City of Benares» , el que era el barco de mayor tamaño de todo el grupo. Tres cuartos de hora después, el comandante del sumergible dio órdenes de disparar. Los dos primeros torpedos fallaron, pero no ocurrió lo mismo con el tercero. Así lo explicó el oficial tras la Segunda Guerra Mundial:
«Disparo desde el tubo 1 al vapor de pasajeros. Golpea después de 119 segundos en la popa del barco. El vapor permanece parado y empiezan a bajar los botes salvavidas. Transmite el SOS. Es el vapor “City of Benares”».
Fue entonces cuando se desató el caos, como bien han recordado a lo largo de estos años los supervivientes en una infinidad de entrevistas concedidas a medios anglosajones. «Algunos de los niños murieron por la explosión. Otros quedaron atrapados en sus camarotes y el resto murió cuando los botes salvavidas, lanzados de forma incorrecta, volcaron. Muchos se ahogaron mientras pedían ayuda. Fue uno de los peores desastres marítimos relacionados con los niños», explicó Derek Bech , entonces de nueve años, a «The Guardian». A Colin Ryder Richardson , por su parte, se le quedó grabada la imagen de una infinidad de chiquillos en cubierta abrazados a sus osos de peluche. El resto, como se suele decir, es historia.
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