Segunda Guerra Mundial
La amarga entrevista al marinero de un submarino torturado en la IIGM: «Solo oíamos gritos de dolor»
El estadounidense Charles «Tim» McCoy, marinero del sumergible cuyos restos han sido hallados esta misma semana, narró en 2009 su experiencia como reo en un campo de concentración japonés para el «Voices of Veterans Oral History Program»
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Iniciar sesiónLa historia de Charles «Tim» McCoy es agridulce. O tiene claroscuros, según prefieran. Tripulante del «USS Grenadier» (el mismo submarino cuyos restos, según confirman los buzos, han sido hallados esta semana cerca de Tailandia), pasó por un calvario como prisionero de ... los nipones desde 1943, cuando fue capturado, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial . Como el resto de sus compañeros, aguantó vejaciones y torturas con la única esperanza de una liberación que arribó dos años después. En 2009, el ya veterano soldado narró su historia para el «Voices of Veterans Oral History Program» , y su testimonio no pudo ser más desgarrador.
Al servicio de EE.UU.
El «USS Grenadier», bautizado de esta guisa en honor de un pez, fue botado en 1940 en New Hampshire. Según afirma el «Naval History and Heritage Command», su primera patrulla la acometió el 4 de febrero de 1942 frente a las costas de Japón. A partir de entonces participó hasta en cuatro misiones más (un total de cinco) en las que acabó con un transporte de tropas; cuatro cargueros; un navío cisterna y un sampán (una pequeña embarcación asiática de fondo plano). «Antes de su pérdida había mandado al fondo del mar 40.700 toneladas y había dañado dos buques de 12.000 toneladas », añade la institución en su página web.
En abril, el «Grenadier» acometió su última misión de la mano de su capitán, J. A. Fitzgerald. Este tenía órdenes de patrullar Lem Voalan (al noroeste de la isla de Penang, en el Estrecho de Malaca) en la que era la sexta patrulla de guerra del submarino. Según las declaraciones de los supervivientes, la pesadilla arribó el día 20, después de haber pasado varias jornadas al acecho de enemigos sin éxito alguno. Aquella noche, el sumergible se desplazó hacia el oeste en busca de una presa. Halló dos. El oficial ordenó entonces preparar la caza y dar buena de ellas. No sabía que pronto él sería la presa.
Poco después, un avión japonés divisó la silueta del «Grenadier». La alarma resonó en las tripas metálicas y Fitzgerald no pudo hacer más que ordenar una inmersión de emergencia. Pero no fue lo bastante rápida. «Una explosión sacudió el barco y todas las luces se apagaron. El buque se hundió hasta los 270 pies , cuando tocó el fondo marino». Las goteras se contaron por decenas y se vieron agravadas por un incendio que dejó a la nave sin propulsión. Las siguientes horas fueron una locura. Tras mucho trabajo, la tripulación logró reparar la electricidad . Ya operativos, era salir a superficie o morir ahogados. La decisión estaba clara.
La parte buena es que en superficie no había ningún enemigo ávido de devolverles al lecho marino. La mala, que apenas podían desplazarse. Desesperados, los tripulantes intentaron instalar un velamen improvisado para impulsarse hasta alguna orilla, pero no había viento. Los libros de códigos fueron destruidos; también cualquier documento sensible. ¿Qué hacer? Al final, Fitzgerald decidió hundir el «Grenadier» cuando se percató de que un mercante enemigo cercano podía rescatarles , aunque antes tuvo que vérselas con un avión nipón que informó de su posición e intentó facilitarles el trabajo con una bomba que ni les rozó.
Aquí empezó el camino empedrado. Los tripulantes fueron llevados por el mercante hasta Penang , donde dieron con sus huesos en una escuela católica requisada por los japoneses. Allí, como escribió el mismo Fitzgerald tras la Segunda Guerra Mundial , los 68 marineros y 8 oficiales fueron sometidos a todo tipo de torturas. Hasta cien diferentes, según desveló el historiador Larry Colton , autor de «No Ordinary Joes: The Extraordinary True Story of Four Submariners in War and Love and Life» , tras entrevistar a cinco de ellos. Golpes con la culata de las armas, patadas, balazos en la cara, pinchazos de bayoneta, garrotazos en la mano, navajas bajo las uñas…
Meses después fueron desperdigados por una infinidad de prisiones del país. Aunque no todos. Cuatro de ellos, Justin G. Guico , Charles F. Linder , Charlie Doyle y George W. Snyder Jr murieron en el campo de prisioneros de Fukuoka, en Japón, antes de que los supervivientes fueran liberados al final de la Segunda Guerra Mundial. El resto se salvaron, aunque con secuelas físicas y psicológicas grabadas a fuego para siempre en su cuerpo y en su mente.
Dura entrevista
En Penang, el objetivo oficial de los nipones era averiguar todo lo que pudieran del sumergible que se había ido a pique. Por ello, a McCoy y a sus compañeros les hicieron mil preguntas. «¿Cuál era el nombre de vuestro submarino?, ¿operabais en Australia o en Pearl Harbor?, ¿cuántos buques tenía vuestra escuadra?, ¿teníais radar?, ¿cuál era el tipo de torpedos que utilizabais?, ¿a qué profundidad bajabais para evitar los ataques con cargas de profundidad? Eso era lo que querían saber ». Y durante las semanas de cautiverio se valieron de todas las armas a su disposición para extraerles la información. «Fueron cuatro meses de torturas constantes».
En sus palabras, aquellos tormenots fueron los mismos que vivieron después los soldados estadounidenses en Vietnam , Afganistán e Irak . Aunque con una salvedad: en la Segunda Guerra Mundial los combatientes sentían que, al menos, la sociedad empatizaba con ellos por las privaciones provocadas debido a las miserias de la guerra. «No tenían azúcar, aceite, apenas se podían comprar neumáticos para los automóviles, la gasolina estaba racionada… Los civiles sufrían y estaban involucrados; eso no ha pasado desde entonces», confirmó al «Voices of Veterans Oral History Program». Esa empatía hizo que «no se quebrara la voluntad de ninguno de los hombres».
Más que por su seguridad, McCoy sintió miedo por aquello que podía suceder a sus compañeros en aquella escuela. Uno de sus superiores, por suerte, logró que su moral no decayera con un sencillo gesto. «Nuestro oficial al mando estuvo con nosotros en Penang durante siete u ocho días. Después se lo llevaron en un avión hasta Japón. Tenía una especie de clavo con el que escribió un mensaje en la pared de la letrina: “Muchachos, mantened alto el ánimo”. Ese se convirtió en nuestro grito de guerra desde que nos capturaron hasta que nos liberaron». Desapareció; no le volvieron a ver hasta que terminó la Segunda Guerra Mundial.
Como ellos, este oficial sufrió las vejaciones «más duras que jamás se hayan visto». Durante siete jornadas, día y noche, fue sometido, por ejemplo, al « waterboarding » o «tormento del agua». Esta tortura contaba con varias versiones, aunque la más básica consistía en tumbar a la víctima sobre una mesa, atarle las manos y los pies, taparle la nariz y, para terminar, meterle una pieza de metal en la boca para evitar que la cerrase de golpe. A continuación, se le introducía líquido por el gaznate. Esto generaba una sensación de ahogamiento insoportable y, en multitud de ocasiones, hacía que la víctima se quedase inconsciente. Con el tiempo, este tormento se fue perfeccionando hasta lograr una sensación de desesperación absoluta.
« El lugar era muy pequeño, solo escuchábamos sus gritos. Lo mismo sucedió con el operador de radio del submarino. A él le hicieron lo mismo. Soportaron torturas tremendas».
Y si no eran torturados, se dedicaban a trabajar. «Solo teníamos un día libre cada tres o cuatro meses, y lo usábamos para darnos una ducha». A pesar de ello, McCoy y sus compañeros tenían un arma secreta para superar las vejaciones. «Sabíamos que la guerra terminaría y que en esa fecha seríamos libres si lográbamos sobrevivir. Mientras tengas fe, seguirás vivo ». Pero el miedo a la muerte era igual de real. «Estaban listos para matar a todos los prisioneros de guerra en cuanto un estadounidense pusiera un pie en su tierra».
Así continuaron hasta que fueron trasladados desde Penang a Shangy , un campo de prisioneros famoso entre los nipones en el que permanecieron cuatro meses. Su último viaje destacable lo hicieron en las tripas del « Asahum Maru », un transatlántico de lujo reconvertido en buque de transporte en el que los llevaron hasta una de las tres islas más destacadas de Japón. « Cuando llegamos, nos alinearon y nos golpearon hasta que quedamos inconscientes . Al menos tres hombres nunca se recuperaron. Uno de ellos sigue vivo y está lisiado, es un inválido por ello». Ya en el corazón del territorio enemigo se enteraron, gracias a que chapurreaban japonés, de que «algo terrible había pasado»: la llegada de la bomba atómica. Poco después, tras dos años de cautiverio, fueron liberados.
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