DROGATAS DEL MÓVIL
LA Asociación Proyecto Hombre, dedicada a la rehabilitación de toxicómanos, ha comenzado a recibir llamadas de individuos que se confiesan adictos a ese cacharrito denominado teléfono móvil. Quizá inspirados por un mandato de caridad cristiana, los responsables de esta institución les han prestado consejo y asistencia, lo cual no contribuirá sino a la afirmación de su dependencia, pues el adicto al móvil no anhela tanto la posesión de uno de estos cacharritos como la existencia de un interlocutor abnegado que escuche sus tabarras. El drogata del móvil es ese tipo que necesita actuar como notario constante de su propia banalidad; y así como antaño el tonto de remate hallaba desahogo a su tontería armado de una tiza que le permitiera exornar los muros con inscripciones turulatas, el tonto contemporáneo alcanza el reconocimiento a su identidad desvanecida llenando las ondas con sus ocurrencias infantiloides, mandando mensajitos oligofrénicos en los que la parida alcanza el rango de noticiario. Todos hemos coincidido en el tren con uno de estos mentecatos que mata el aburrimiento del viaje (que es metáfora de ese otro aburrimiento más infectante que estraga su propia vida) ensartando llamadas a su novia sin ton ni son. "Oye, que te llamo para decirte que ya hemos salido de la estación de Atocha", escuchamos que dice el mentecato, cuando el tren se ha puesto en marcha, y observamos que esta precisión espacial le produce un deleite ontológico próximo al arrobo, pues así el mentecato del móvil se siente corpóreo, tangible, existente. Luego, a los tres o cuatro minutos, el mentecato del móvil vuelve a la carga: "Nada, que te llamo para que estés tranquila. El tren parece que marcha sin retraso". Las llamadas se repiten en cada apeadero o estación; poco a poco, el mentecato del móvil va calentándose, y los dedos se le vuelven huéspedes mientras golpea el teclado de su cacharrito, apedreando con mensajes de un erotismo perentorio a su novia, que está hasta la boina de ese tío plasta que, en lugar de echarle un buen polvo, la abruma con sus incontinencias verbales.
A su vez, el mentecato recibe de vez en cuando llamadas absurdas y superfluas de sus amiguetes. El vagón, poco a poco, se convierte en un pandemónium de timbrazos epilépticos, de conversaciones reiterativas y estultas (como su repertorio enseguida se agota, el mentecato repite lánguidamente las mismas memeces), de diálogos de besugo de una decrepitud lingüística que revuelve las tripas. Para el viajero afrentado por el guirigay, descabezar un sueño, avanzar en la lectura de un libro o simplemente ensimismarse en la contemplación del paisaje constituyen tareas heroicas o imposibles; cuando por fin el tren llega a su destino, el eco de esas conversaciones triviales le retumba en las meninges como un sonsonete. Pero todavía el mentecato del móvil tiene redaños para volver a combinar el número de teléfono de su novia y decirle: «Oye, que acabo de llegar, que estoy recogiendo las maletas, que estoy bajando del vagón, que estoy pisando el andén, que estoy cogiendo el taxi». Y su novia decide que aún tiene tiempo para ponerle los cuernos con el butanero que ha venido a cambiarle la bombona. A los adictos al teléfono móvil habría que enjaularlos a todos en una de aquellas narcosalas que popularizó la idiocia de lo políticamente correcto. A cada uno se les suministraría, a guisa de cortisona o placebo, la carcasa vacía de un teléfono móvil, para que entretuviera su adicción sosteniendo conversaciones con un destinatario fantasmagórico. Al principio gritarían hasta desgañitarse; luego, cuando se hubieran quedado afónicos, se les amenizaría la convalecencia divulgando por la megafonía un estruendo horrísono que les destruyese los tímpanos. Así, mudos y sordos, quizá podrían iniciar su rehabilitación.
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