Una neurocientífica explica por qué debes tratar de dejar el móvil de lado cuando estés con tu hijo
La escena de un adulto mirando el teléfono mientras un niño reclama su atención infructuosamente es habitual
«Los padres usan el móvil más que los hijos. Todos somos menores en el uso de pantallas»
Muchos padres se preocupan por el uso excesivo del móvil en sus hijos, pero ellos mismos pasan muchas horas frente a la pantalla. ¿Qué impacto tiene este modelo de conducta parental, aparentemente inocua, en el comportamiento infantil?
Para Tania García, neurocientífica, educadora social ... experta en desarrollo infantil y juvenil, y fundadora de 'Educación Real', el impacto no es solo en su conducta, «es cerebral, emocional, vincular y estructural«.
Cada vez que un adulto se refugia en su móvil, su hijo no solo observa: lo vive. Y de reclamar la atención del adulto desesperadamente, con un «¡papá, mírame!», es muy probable que, con el tiempo, pase a hacer exactamente lo mismo.
¿Cuáles son esas consecuencias del uso y abuso del móvil por parte de los adultos delante de los más pequeños?
El cerebro infantil y adolescente se desarrolla a través del vínculo y las emociones compartidas. Y cuando el adulto está físicamente presente pero emocionalmente ausente —porque la pantalla lo absorbe—, el sistema nervioso del niño interpreta amenaza: «no hay nadie para atenderme ni sostenerme». Esto activa su amígdala cerebral, el centro del miedo, y lo deja en un estado crónico de alerta baja. No parece alterado… pero sí está desconectado.
La dopamina deja de generarse por contacto, mirada, juego real… y empieza a asociarse a estímulos artificiales. El cerebro del niño, que aún no tiene una corteza prefrontal desarrollada para discernir y analizar (esto no ocurre del todo hasta pasados los 25 años), comienza a asociar «estar solo» con «ver pantallas». Y ese hábito, que nace como solución, se convierte en dependencia.
Por otro lado, cuando el adulto recurre compulsivamente a la tecnología, lo hace casi siempre desde una fuga emocional. No es vicio: es parche. Es una respuesta adaptativa de un sistema nervioso en alerta, que necesita estímulo constante para no sentir lo que duele. El 'scroll', el correo, las redes… funcionan como alivio inmediato porque disparan microdosis de dopamina, que anestesian momentáneamente la angustia interna. Pero no reparan. Solo postergan.
Y mientras tanto, el niño aprende por imitación emocional. Aprende que cuando algo duele, se huye. Que cuando alguien llora, se evita. Que cuando el silencio aparece, hay que llenarlo. Aprende, en definitiva, que la emoción es peligrosa y que la presencia no es constante. Que el adulto está… pero no disponible.
El impacto es brutal, y es invisible. Porque se expresa con algo evidente a simple vista, sino con falta de respuesta, con el gesto automático de revisar el móvil justo cuando tu hijo está contigo y necesita conexión. Y eso, sostenido en el tiempo, es una forma de abandono emocional estructural.
En Educación Real, lo llamamos «anestesia compartida»: cuando padres e hijos habitan la misma habitación, pero no el mismo vínculo. Y ese modelo se convierte en su molde. Por eso, no basta con poner normas ni con reducir el tiempo de pantalla, si no se transforma el sistema nervioso del adulto, si no se repara la historia que lo empuja a anestesiarse… todo lo demás son parches.
¿Hasta qué punto podemos hablar de imitación en el uso de pantallas? ¿Qué dice la neuropsicología sobre el aprendizaje por observación?
En realidad, es que se moldean a partir de lo que ven. No hay distancia entre nuestro comportamiento y la construcción interna de nuestros hijos: lo que tú haces, tu hijo lo integra como forma de estar en el mundo. Sabemos que el aprendizaje por observación no es un «ver y copiar», sino una internalización profunda que reorganiza su cerebro en desarrollo. Y cuanto más intenso y real es el vínculo, más fuerte es esa impronta en el cerebro.
Esto ocurre porque el sistema nervioso del niño está en construcción y necesita referencias para saber cómo habitarse. Si esas referencias son adultos que se relacionan con el móvil más que con sus emociones, lo que se graba no es solo una conducta tecnológica, sino una forma de vincularse, de calmarse, de huir. Es decir, lo que se imita no es solo el gesto de mirar el móvil, sino la estructura emocional que hay detrás de ese gesto.
El cerebro infantil registra estas escenas como «memorias implícitas». No se recuerdan activamente, pero se quedan. Y esas memorias se convierten en moldes relacionales: así se consuelan, así se acompañan, así se relacionan con sus emociones. Y sí: te miran, pero incluso cuando no te miran, te estudian desde sus neuronas espejo, la parte del cerebro que se activa solo por estar contigo. Entonces no se trata solo de apagar el móvil delante de ellos, se trata de encender tu presencia, con ellos y contigo mismo.
¿Se puede decir que el uso compulsivo del móvil por parte de los adultos es una forma de «abandono emocional silencioso» para los hijos?
Sí, porque tu hijo no necesita que te vayas para sentirse solo: basta con que no estés disponible emocionalmente. Desde el sistema nervioso, la falta de respuesta ética, cariñosa y amable por parte de sus figuras de referencia activa el mismo circuito del miedo que un abandono visible. El problema no es el móvil, sino lo que deja de pasar cuando lo elegimos antes que a nuestro hijo. Eso se convierte en una herida. Y esa herida… no siempre llora, pero siempre pesa.
¿Hay una edad crítica en la que el uso de pantallas puede afectar más al desarrollo cognitivo y emocional de los niños? ¿Y una edad en la que ya no hay 'vuelta atrás'? ¿Qué pueden hacer los padres si sienten que se han pasado de la raya?
Todo momento de la infancia y adolescencia es vulnerable, porque el cerebro está en construcción durante años. Pero hay dos etapas especialmente críticas por su plasticidad extrema: la primera infancia (0 a 6 años) y la adolescencia. Lo que entra ahí —imágenes, estímulos, ausencias, vínculo o falta de él— no se olvida: se queda en forma de huella neuronal, emocional y vincular.
Ahora bien, eso no significa que después ya no importe. El cerebro cambia toda la vida (pero especialmente de los 0 a los 25 años), y lo mejor es que también se transforma cuando reparamos; por eso, nunca es tarde para hacer algo distinto. El primer paso no es culparse ni quitar pantallas de golpe, es devolver nuestra presencia, estar de verdad.
No hablaría de técnicas para controlar, sino de procesos para comprender y sostener. El cambio comienza cuando volvemos a ocupar nuestro lugar madres y padres, que es precisamente refugio de sus hijos. No perfecto, eso no es posible, pero sí ético y presente. Y precisamente este refugio… sí cambia el presente y el destino de nuestros hijos.
De cara a este verano, ¿cuáles serían las señales de alerta en un niño que está desarrollando un uso problemático del móvil o la tablet?
Cualquier comportamiento que sustituya el vínculo por la pantalla debe hacernos parar. Si el niño se irrita al apagarla, si se aísla, si pierde interés por lo real, si su humor cambia drásticamente… algo está pidiendo ayuda. También el insomnio, la desgana o la necesidad constante de estimulación son señales. Pero no es adicción en sí misma: es anestesia. Un intento del sistema nervioso por sobrevivir a la desconexión.
¿Cómo se aborda clínicamente una situación en la que tanto padres como hijos están enganchados a las pantallas? ¿Por dónde se podría empezar, por desinstalar ciertas aplicaciones del móvil?
Es un gran comienzo. No por lo técnico, sino por lo simbólico. Porque ahí estás diciendo: «voy a estar». Y eso, en una cultura que huye y se anestesia, ya es un acto diferenciador. Pero para que funcione, no basta con quitar las apps: hay que trabajar lo que nos lleva a necesitarlas. Usamos el móvil como vía rápida de dopamina porque nunca nos enseñaron a sostenernos desde dentro. El cambio empieza cuando nos observamos y empezamos a tomar conciencia, no cuando nos castigamos. Este es el punto de partida: sanar nuestro sistema nervioso adulto para que podamos, por fin, sostener el de nuestros hijos.
Por último, ¿qué le dirías a una madre o padre que se siente culpable por no poder desconectarse, pero quiere cambiar?
Le diría que la culpa es una trampa: te hace creer que sientes algo, cuando en realidad solo estás evitando sentir lo real. La transformación no nace de la culpa, sino del deseo honesto de hacer las cosas distinto. No tienes que ser perfecta, ni hacerlo todo ya. Solo tienes que querer quedarte.
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Y recordar que tus hijos no necesitan técnicas, necesitan tu presencia, te necesitan a ti, así como tú te necesitas a ti mismo. Aunque aún estés aprendiendo. Ellos no piden ni necesitan padres perfectos, necesitan padres reales, que se caen, se levantan, que lloran, se enfadan y se divierten, padres que evolucionan, crecen y nunca se estancan. Y eso… se construye paso a paso, desde dentro hacia afuera.
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