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Cuando internar a un hijo en un centro terapéutico es la única salida para la familia

Los jóvenes son atendidos por psiquiatras, psicólogos, psicopedagogos, educadores sociales...

La salud mental de niños y adolescentes, en urgencias

La mayoría de los adolescentes ingresados presenta graves problemas de comportamiento o trastorno dual abc
Carlota Fominaya

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Peter pegó tal paliza a su madre que solo paró cuando intervino la Policía. Diego tiene varias causas pendientes con la Justicia por robo y falsificación de documentos. Anabel apuñaló a otro menor en una riña callejera y Any presenta una dependencia emocional absoluta (ansiedad, depresión, comportamientos sexuales de riesgo…). La mayoría ha consumido drogas, se ha autolesionado y, lo que es peor, ha tenido tentativa de suicidio.

La mayoría de los jóvenes ingresados en el centro para adolescentes con graves problemas de comportamiento o trastorno dual (que presentan dos o más patologías a la vez) de Amalgama7 en Can Ros (Tarragona), provienen de unidades psiquiátricas de distintos hospitales públicos y privados.

Tienen un promedio de edad que va de los 14 hasta los 20 años, aproximadamente, aunque cada vez, reconoce Jordi Royo, el director clínico del centro, «nos hacen peticiones de ingreso para chicos más jóvenes». De hecho, en estos momentos tienen a dos de tan sólo 12.

Muchos de ellos, describe este psicólogo, «presentan tendencia a la soledad y al aislamiento, antecedente farmacológico, fabulan, en esta idea de contarse cosas subjetivas, y están instalados en esta cultura de la inmediatez y la impulsividad. Tienen desregulados los hábitos de sueño hasta dormir de día y los alimenticios, falta de proyecto vital y, sobre todo, sufrimiento».

El objetivo es realizar con ellos una intervención integral que logre su reinserción en la sociedad. Tras mucho trabajo todo cambia, asegura Royo, «cuando definen un proyecto vital, cuando empiezan a proyectarse en una visión de futuro». Para esto tienen que pasar por todo un proceso de aislamiento familiar y social primero y de intervención integral después donde intervienen psicólogos, psiquiatras, psicopedagogos, educadores sociales

Muchos de los chicos, reconoce Royo, «llegan aquí después de haber estado en un hospital o en una unidad psiquiátrica en celdas de aislamiento e incluso atados. Nosotros no utilizamos contención mecánica ni química, pero la inmensa mayoría está medicada, en la dosis más baja posible«. Es muy importante, añade, »que los chicos conozcan tanto su diagnóstico como que su tratamiento puede ayudar«.

Nada más llegar, les despojan de sus pertenencias y les equipan con un chándal que no deje ver diferencias sociales entre unos y otros. «La idea es evitar que un chico vaya con unas Nike de 500 euros y otro en alpargatas. También evitar problemas a quienes tienen problemas o trastornos alimenticios. Uniformarlos es una forma de evitar ya mucha angustia», explica.

La mayoría de los chicos que llegan hasta aquí tienen también serios problemas también de motivación con los estudios pero el objetivo es, en la medida de lo posible, no interrumpir año escolar. La realidad es que más de la mitad ha repetido uno o más cursos y muchos de los que no han repetido todavía son potenciales repetidores. «Para evitar el fracaso hacemos grupos, pero no les separamos en función de la edad, sino de su nivel. También buscamos materiales lo más atractivos y dinámicos posibles. Aprenden técnicas de estudio, planificación... Hay un soporte y un refuerzo continuo de la tarea académica. Y si están muy angustiados, les dejamos salir a hacer dos canastas y que después vuelvan a entrar en clase«, apunta la responsable educativa del centro.

De premio, los padres

El regreso a la convivencia familiar, que ha sido traumática, se hace poco a poco. Desde el primer día que ingresan hasta la primera visita de sus padres está estipulado que pase un mes completo. La idea, explica el director clínico de Amalgama7, «es convertir a los padres en un bien escaso. El premio no es darles un cigarrillo o un almuerzo especial, sino pasar más tiempo con sus progenitores».

Cada 'unidad de convivencia', compuesta por cuatro personas, lleva un color de chándal ABC

 

«La primera visita de los padres es de tan solo dos horas de duración. Mediante una economía de fichas canjeamos su buen comportamiento por más tiempo y así, sucesivamente, vamos subiendo hasta que salen un día entero por la mañana y vuelven a dormir por la noche, o pasan un fin de semana íntegro fuera con ellos», explica Royo.

Es el caso de Dani, uno de los residentes, quien relata orgulloso sus avances en este sentido: «Me he dado cuenta de muchas cosas: de lo tonto que he sido por meterme donde no me llamaban y sobre todo, de lo que han sufrido mis padres. Es un lujo poder estar con ellos».

Primera visita de unos padres a su hijo, en los jardines de Can Ros ABC

Pero al principio, algunos progenitores piensan de entrada que sus hijos «no les van a perdonar nunca» y que esto va a ser «un roto en su relación emocional». «Se van muy angustiados porque tienen la vivencia de que han 'abandonado' a sus hijos. Hasta que vienen a los treinta días a visitarles y pueden compartir sus experiencias».

El día a día

En el tratamiento, la rutina y el orden en la residencia de Can Ros es esencial. Entre ellos se reparten los turnos para limpiar ellos mismos sus habitaciones, donde solo hay camas con un edredón y un armario con la ropa que resulta imprescindible. «Tener nuestro espacio mejor me ayuda a ordenar mi cabeza», reconoce Any, a la vez que muestra orgullosa su armario y la litera que ocupa en su cuarto.

La rutina y el orden son esenciales en Cas Ros ABC

El ritmo de desayunos, clases y deportes es ininterrumpido desde las 7:00 de la mañana. Después de comer, se cuentan los servicios para descartar que alguien haya cogido algún cubierto con el que pueda lesionarse. Cada semana le toca a algún menor la limpieza de la habitación y el cuarto de baño, que suelen compartir en grupos de cuatro personas llamados 'unidades de convivencia'.

Dormitorio de chicas en la residencia de Can Ros (Tarragona) ABC

El promedio de la estancia hasta el alta va desde los cinco meses hasta los doce. La salida llega dependiendo del tiempo, la gravedad o el diagnóstico del menor… pero la evolución, advierte Adela Masana, psiquiatra de Amalgama7, es clave.

«Es decir, puede llegar un chico con esquizofrenia pero que integra bien las cosas, pasa de una fase a otra, consigue los objetivos marcados… y otro con una orientación diagnóstica menor, por ejemplo de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) y consumo de porros, al que le cuesta conseguir las metas propuestas. No queremos tampoco dar altas de forma precipitada porque la idea es que no haya reingreso», concluye esta experta.

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