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Los Secretos: Historia del corazón

Han sido treinta años de una carrera de obstáculos hasta llegar a la meta (provisional, que quede claro) de ayer en Las Ventas. Treinta años de alguna sangre (muy joven), muchísimo sudor y unas cuantas lágrimas, cuando a ellos (y a nosotros) se les partió el corazón, primero en la carretera de La Coruña, y luego en un desvencijado portal de Malasaña. Treinta años en los que Los Secretos han edificado un colosal y hermoso repertorio, nota a nota, estribillo a estribillo, canción a canción, disco a disco. No son gente de alharaca ni petardeo, los directores de cine no les llaman para sus películas, ni los diseñadores les cuelgan sus colecciones. Son currantes (con estilo, con mucho estilo, eso sí) de un negocio ahora maldito, pero sin él que es imposible vivir, la música. Tipos que, como cantaba Enrique Urquijo, se vuelven más o menos vulgares al bajarse de un escenario.

Pero subidos a él, la vulgaridad brilla por su ausencia. No la energía ni el poderío con el que anoche se plantaron en el coso lleno a reventar. Recibieron al primero, «Te he echado de menos», a puerta gayola. Y al segundo, «Buscando», y al tercero, «No me imagino»… dentro de un arranque vertiginoso en el que lucieron trajes del azul de la melancolía, pero bordados en el oro de «Colgado» y «Pero a tu lado», para ir a parar a «La calle del olvido», donde «vagan tu sombra y la mía, cada una en una acera por las cosas de la vida».

Tocaba ya un cambio de tercio (con menos amperios, que no había que tentar a las potencias del cielo, que se mostró clemente y solidario) y aplicarse unos muletazos de calma, en la compañía de un octeto de cuerda, y con Miguel Ríos en «Ojos de gata». El desfile de compañeros de viaje y de carretera (y manta) empezaba. Y el primero tenía que ser el quinto «secreto», José María «Mamá» Granados con una de su cosecha, «Nada más», que la banda, generosa como siempre (las canciones, hasta lo posible, se amoldaban al invitado), llevó a un terreno que a otro «mamá», Manolo Mené, uno de los nuestros, otro que quedó por el camino, le habría encantado. Y luego con Fito y Carlos Raya, un trago largo, «Quiero beber hasta perder el control», para toda la peña que se pasó una década a cuatro patas por las callejas de Malasaña. Un clásico que Fito, Carlos y los chicos trocaron en un rock and roll primigenio, de esos que te hacen saltar las vielas del alma.

Como niños

«Con la inocencia tan graciosa, que cambia el nombre de las cosas, con ese brillo que te quita el frío, cuando las noches son lluviosas…», apareció junto al grupo Manolo García, que ayer no fue el último de la fila, sino un compadre más que compartió el mismo deseo de las veinte mil almas rendidas al grupo madrileño: «Volver a ser un niño» (ligeramente rumbeada), y allí arriba, a Enrique se le saltaban las lágrimas. Como a algún que otro periodista, carne de prejubilación, curtido en mil batallas del rock and roll y de la vida, con los ojos chorreandito nostalgia a borbotones y la chupa con el cuero de gallina. Sabina se apuntó a la fiesta (evidentemente) para cruzar «Por el bulevar de los sueños rotos», y David Summers hizo lo propio en «Ojos de perdida», mientras que a Eva Amaral le tocó hacer de «Buena chica», aunque a esa chica (que todos conocimos) le gustaba demasiado vivir a quemarropa: «No pude acompañarla en aquel vuelo, porque apenas pisábamos el suelo, y antes de que nuestro tren descarrilara, en marcha me bajé sin decir nada». El tren de los yonquis y los colgateras, de los borrachos y los suicidas, de los pasaos y de los vendidos, una generación (la mía, para ser más exactos) perdida y machacada, que vivió (y bebió, sobre todo bebió) intensa hasta atragantarse y tirarlo todo por la borda de su propia garganta.

Quedaba, claro, la canción con la que empezó todo, quedaba «Déjame» y la locura de unos cuarentones (y más) vestidos otra vez con el traje de la adolescencia, que qué les vamos a contar, ya queda un poco estrecho, pero que en tiempos nos hizo el apaño para tirarle los tejos a las chicas de colegio, a sus faldas tableadas, sus medias de sport, su carpeta en el pecho. Quedaba volver a acordarse de Enrique y lo mejor que según él hizo en esta vida además de las canciones, su hija María: «Agárrate fuerte a mi María, y no llores mas por mí, volveré por ti algún día, y escaparemos de aquí», y el corazón en un puño, y un nudo en la garganta que uno ya no se merece.

Y quedaba «Sobre un vidrio mojado»... escribí tu nombre sin darme cuenta. Sin darme apenas cuenta de que anoche me pusieron delante de mis narices la puñetera película de mi vida, con sus tragos amargos y sus dulces pero venenosos pelotazos. Sobre un vidrio mojado, escribí tu nombre sin darme apenas cuenta de que ayer en Las Ventas, cuatro tipos y unos cuantos amigos habían puesto mi corazón en desbandada, huyendo como un cobarde de su propia biografía, con el rabo de la nostalgia entre las piernas. Va por vosotros. Va por ustedes. Y por todo lo que aún nos queda por vivir, por beber y por cantar. Y va por ti, Enrique, que te lo debiste pasar de cojones, ahí arriba, compañero del alma, compañero.

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