Nadiuska: Operación Fracaso
Aquel día que yo la entrevistaba, hace ya muchos años -tantos que bastantes de ustedes nuestros jóvenes lectores, ni habían nacido siquiera-, aquella mujer de ojos de «vértigo» -era la suya una mirada de lago suizo- al terminar, la copa en la mano, de champán ... para celebrarlo, abrió las ventanas de su ático, suyo propio, y me dijo con su acento de rusa blanca que llegó del frío, a este pueblo de humanidades ardientes.
-Mira lo que veo todos los días desde mi cama...
Se trataba del Museo del Prado. Con su aire de felina inmensa -daba un poco de miedo tenerla tan ahí mismo-, y era entonces la musa del pecado solitario de nuestra rabiosa radiante, juventud de aquellos días. Sus pósters iluminaban taquillas de soldado, tabernas de la pana-pena-pene de España entera, y su inmensa boca era una tentación de papel y aquel an-sie-dad que cantaba Nat King Cole con su voz de brócoli y naranja al mismo tiempo.
Se llamaba de verdad, de verdad, respiren fuerte antes de pronunciarlo de un tirón, Roswita Bertahasa Honzcar, pero respondía al misterioso nombre de Nadiuska con que alguien con talento la había bautizado en el mundo del cine. Tenía nombre de espía soviética en la guerra fría, pero la verdad es que era el caliente emblema de una época, ¡ay!, ya casi olvidada, ahora no tanto en el 25 aniversario. Sin embargo era alemana, de la federal, nacida en Shierling -los próximos que cumplirá, Dios sabe en qué oscura fonda de piso alto sin ascensor, o en el fondo de qué asilo de cinco harapos, serán los cincuenta y uno-. Y llevaba consigo, cuando llegó a España, una intensa vida de película no inventada: una biografía de violín y mantequilla. Su padre era ruso, su madre judía polaca, y sus cuatro hermanos se le murieron en los brazos, siendo todos niños. Estudió ballet -clásico- y siempre pasa lo mismo, creció en un internado de monjas de palomas de almidón, todavía en la cabeza.
Por hacer corto el retrato, apareció por España, Franco -francamente- vivo todavía. O sea, en el setenta y uno. Venía de vacaciones, pero se quedó, para toda la vida. Para toda la muerte. Todo lo demás, o casi todo, ya se sabe. Que Damián Rabal, al que todos los del oficio quisimos tanto, el hermano de Paco, de la voz rota y el alma libertaria, la conoció a poco de llegar y la hizo «gente». Y así pasó del otro lado de la cama a este lado de la fama. Pobrecita mía, Nadiuska, cien películas, romance puro, que vino a España a comerse el mundo y el mundo terminó devorándola. Por fuera parecía un acueducto de carne y hueso, por dentro un débil puente de palo sobre un río tumultuoso. Hizo cine, el destape, cuando era más fascinante verla semidesnuda que en pelota del todo. Se hizo católica, quién lo diría, mi carpeta con recortes de Nadiuska está llena desde hace un cuarto de siglo, como poco, la doble página, aquel muslo como una columna dórica, hasta que José de Santiago, ese espléndido reportero de la cotidianidad rosa, encontró su huella el otro día por la carretera de la Alcarria que va hasta Alcolea del Pinar, una clochard, sobria, si acaso embriagada por sus recuerdos, en el pueblo de los bizcochos borrachos. La vagabunda de la hiel, cargada de bolsas, por los barbechos de la miel. Cuando camina -siempre por carreteras secundarias- lleva la sombra en los ojos, bajo una gorrilla americana en la que hay un nombre de algo de marca, a veces baja hasta Madrid, perseguida por las moscas y las abejas y algún fotógrafo. La que tanto se retrató desnuda bajo la ducha, ahora si acaso se lava como un gato -gata parecía- en un lavabo que huele a lejía con grafitis en los servicios. A comienzos del verano ha vivido en un hospital de Guadalajara y todo el mundo sabía quién era. Le declararon un cierto tipo de locura. El psiquiatra -he leído en algún sitio- afirma que lo que tiene es anterior a su paso por el mundo de la farsa. Por lo leído, la que fue la muñeca hinchable de nuestros setenta-ochenta heredó su trastorno mental de juguete roto de los suyos. Una noche creí verla, tendida -como la maja olvidada- en un largo banco de soledad del aeropuerto de Barajas, porque ni esperaba un avión, ni a nadie que llegara de otra parte. Ha vivido un tiempo dentro de una camisa de fuerza, pero aun con ese modelo feroz, estaba hermosa todavía. No pide limosna, nunca, eso me dicen, pero todo el mundo le da, si la reconoce, entre otras razones para «poder decir inmediatamente a las visitas que ayer la vi y le di unos euros para que se aliviara el hambre». A veces la sigue un perro que no bebe, no vive, viaja como en una nube, y «está loca», ella que volvió locos a tantos hace tan poco. Jamás dice aquello tan español de «usted no sabe quién soy», porque todo el mundo, no hay más que verla, no sabe quién es. Dicen que dicen que dicen, que no se vende, que no se compra. «Si algún día necesito ayuda, ya me la manda el de lo alto».
Y mira al sol, a la cara. Se hizo de fe diaria, desde aquel día en que su padrastro, que vivía sentado en una silla de ruedas -lo ha contado ella misma con su boca de planta carnívora-, se convirtió al catolicismo. Es una mujer hermosa, y triste, tal día como hoy la que hizo «Conan el Bárbaro» junto al bestia de «Swarseneger», que le tiró los tejos, y fue la protagonista de «Tristeza de amor» -predestinación-, camina con los tobillos hinchados, flor de asfalto, con todo su equipaje de ayer, de hoy y de mañana encima. En una de sus últimas entrevistas ha dicho, después de comer algo ligero, urgente.
-Nadie me quiere, todo el mundo me traicionó, y he sido siempre, siempre, una mujer «brutalmente utilizada».
La tengo entre mis papeles, firmado Nadiuska, al pie de aquel biquini glorioso -el último tanga- la media luna, seis estrellas fosforescentes, y le he sacudido el polvo del archivo. A ver si la escaneo porque uno está lleno de leyendas naufragadas, y yo les agradezco mucho a ellas el pan amargo de sus vidas. No sé que sería de mí sin ellas. Y sí la veo rebuscando en las papeleras, en los contenedores, la estatuilla del Oscar de oro falso con el que siempre soñó. El galardón tan frecuente de tanta operación Fracaso
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