LLorenç Barber, músico: «Este país no necesita Ministerio de Cultura ni artistas de Corte»

Desde sus inicios, Llorenç Barber ha sido un músico iconoclasta cuya pretensión es acabar con los moldes establecidos. Siguiendo el viejo espíritu que alimentaba a los artistas del Renacimiento, este percusionista considera el arte como un conjunto armónico en el que el todo es algo ... más que la suma de las partes. Célebre por sus conciertos de campanas, que ha llevado más allá de los Pirineos, ahora está enfrascado en las naumaquias, un singular combate entre los sonidos de la tierra y los ecos del mar.

-¿Qué queda de aquel Taller de Música Mundana que fundó junto a Fátima Miranda?

-Quedan unos ecos muy bonitos. Fátima Miranda «nació» en el taller. Hasta entonces era una bibliotecaria con un Premio Nacional de Cultura. Ahora acaba de regresar de Berlín fascinada, porque en un festival de poesía sonora ha sido la número uno. Queda, también, mi música en la calle. Hace poco estuve en el Fórum, donde hice una naumaquia para que sonaran todas las sirenas del puerto con fuegos de artificio, cañones del ejército... mil cosas. Todo eso germinó en el año 76, cuando, en un viaje a Londres, conocí a unos compañeros barbudos y excéntricos que hablaban de música contextual. En ese momento decidí hacer el Taller de Música Mundana.

-Desde la distancia, ¿cómo recuerda aquellos días?

-Tuvimos unos años muy buenos en los que trabajamos muchísimo, viajamos y, al final, el último concierto del Taller lo ofrecimos a comienzos de los noventa, en Berlín, donde hicimos una ópera. Aquel fue el final del grupo. El ciclo ya se cerraba y no porque la idea no fuera todavía rica, sino porque los ingredientes, que éramos nosotros, teníamos las tensiones lógicas derivadas de que cada uno había acentuado su excentricidad.

-A usted se le conoce, sobre todo, por los conciertos de campanas. ¿Qué encuentra en ellas?

-Lo que me atrae es el exterior, la calle, lo público. Ese encontrarnos ciudadano a ciudadano. Yo soy y quiero ser, ante todo, un músico cívico. Esto supone vivir las alegrías y las miserias de la comunidad y donde eso se da es en la fiesta, en la ceremonia, en la procesión, en mil razones de calle. Todo lo que sea de escondrijo me interesa muy poco.

-¿Cómo llega a las campanas?

-A través de la música mundana. A partir de ahí, la campana me enriquece en su propio misticismo, su lejanía y su unión con los ancestros. Hasta ese momento yo daba conciertos para una élite. Con las campanas empiezo a interesarle a todo el mundo. El gran cambio de mi cabeza y de mi estética se produjo en el momento en el que construí un campanario de bolsillo con dieciséis pequeñas campanas para empezar a tocar, con el mismo interés, la misma fuerza y sutileza en Francia o en Nueva York que para las amigas de mi mamá. Esa igualdad fue lo que me atrajo de las campanas.

-Sin embargo, todos sus conciertos suenan distintos...

-Exacto. Depende del contexto, del día, del cosmos, de la temperatura, del grado de humedad... Una vez, en Gerona, un viejecito me dijo que, estando en la cama, podía saber el tiempo que hacía con sólo oír el sonido de las campanas.

-¿Dónde ha interpretado su sinfonía más armónica?

-Es difícil decirlo. Cuando acabas un concierto siempre hay un nivel de alegría y de insatisfacción al 50 por ciento. Hace poco estuve en el Fórum, donde hice la naumaquia más ambiciosa de mi vida. También recuerdo las actuaciones en Cartagena, Puerto Vallarta... Sin embargo, hay cosas que quedan, como la noche que toqué en Salzburgo, donde disfruté mucho.

-Usted ha sido un músico muy activo en el plano social. ¿Debe comprometerse el artista con su entorno?

-Sí. Eso no es sólo una frase, sino un compromiso que se traduce todos los días cuando uno sale a la calle y respira. Un país como el nuestro no necesita Ministerio de Cultura ni artistas de Corte, lo que necesita es un compromiso con la realidad.

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