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Javier Bardem. Cuando el ring es la cama deshecha

Tiene nariz de welter y mano de pesado. Se mueve hacia el contrario como si acabara de sonar la campana y, si vienen dadas, es capaz de tomar una serie entera sin pestañear... Y siempre vuelve a su rincón. Tal vez no sea más que una pose, pero da la impresión de que le gusta llenar la media manga de sus camisetas. Javier Bardem es un tipo que se sube a la lona de la pantalla de un salto, que se trabaja sus combates como si el cuadrilátero fuera un andamio y que baila lo justo, porque bailar mucho es de cobardes. A Javier Bardem no se le ha caído nunca una toalla al suelo.

Si este hombre, que no se dedica al boxeo, cruzara guantes con el primer Clay, aquel que galleaba con la garganta de un tenor, el púgil negro sería él. Dale un papel a Bardem, cualquiera, que él lo rescribe o lo relee a su mejor modo. Aunque muchos crean que no sabe ni leer ni escribir. «Pero no puedes mover ni un músculo de cabeza para abajo», le ha dicho ahora Alejandro Amenábar, y Bardem, quieto contra las cuerdas (de «parao» a quieto), resulta tan incontenible y arrojadizo como el champán de los campeones. Metido en el pellejo de Ramón Sampedro y en el «Mar adentro» de Amenábar, Bardem se dispone, nada más y nada menos, que a llevarle la contraria a Descartes, a pelearle a los asaltos que sean su «cogito ergo sum», ese «pienso, luego existo» que no se puede extender por ahí, a la noche de un sábado cualquiera, sin que algún tonto te lo chafe y hasta te lo vomite.

Bardem, o Amenábar, o aquel hombre sin fortuna llamado Ramón Sampedro, que a lomos de su tetraplejia persiguió durante años y años lo que él consideraba una muerte digna, pues cada uno de ellos, o entre los tres, vienen a menearle la frase a Descartes. Y de un modo inapelable, con la seriedad y rotundidad de un K.O. Porque a las frases demasiado hechas les pasa lo que a la carne, que se acaban haciendo «bola» en mitad de la garganta y sólo hay un modo de quitárnoslas de en medio: un raquetazo de ligereza. Es el caso, por poner uno fácil, del «yo soy yo y mis circunstancias», que uno puede convertir sin temor a mentir mucho en un «yo soy yo y el cargador de mi móvil» (no ya el móvil, que podría tener un carácter simbólico de gravedad entre tú y el resto del mundo, sino que es una triste y berzotas pila la que te hace tener la ilusoria sensación de que sigues a pie firme en tu puesto de farero).

Bien, estábamos con Bardem dentro de Sampedro y con Sampedro dentro de la irreversibilidad de su cama. Se dirán, «demasiado trágico», como una de esas peleas torcidas entre pesos ligeros que acumulan golpes y asaltos sin más horizonte que contribuir (como un feo fondo de pensiones) a una vejez de sonajero... Pero no es así «Mar adentro». Amenábar burla también en su cuarta película la sombra de la decepción y consigue, como en las anteriores, llegar hasta el límite de lo que busca. Pero no es todavía el momento de abrirle las tripas a esta magnífica, vital y hasta optimista película, llena de un hirviente sentido del humor y de una refrescante idea de vivir y su contrario, que no siempre, o no sólo, es morir. Dentro de unas semanas irá al Festival de Cine de Venecia, y verán que Bardem es la viva imagen de una pizza: una masa aplastada con todo el sabor, el color y la gracia colocado encima. Una «Cuatro Stazione». Se van a quedar más tocados y flotantes que el embarcadero de Rialto..., y eso que no todos notarán lo gallego que puede llegar a ser Bardem (lo recuerdan todavía cubanito, como Reynaldo Arenas).

Antes de acabar, hay que desfacer un entuerto de arrancada. Se decía al principio que Bardem, nariz de welter y mano de pesado, es capaz de tomar una serie entera sin pestañear. Por si alguien no estuviera en el argot, hay que aclarar que cuando se dice «tomar una serie» no se quiere decir «aceptar una teleserie». Son dos cosas distintas. Aunque todo duele, como diría el cuernecillo de un caracol.

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