Suscríbete
Pásate a Premium

¿Ha ganado Jean Monnet?

El 16 de marzo de 1979 fallecía Jean Monnet, uno de los grandes padres de la unidad europea. En este obituario, Raymond Aron se descubre ante el gran político que fue capaz de casar la utopía con el posibilismo y logró evitar que en el momento cumbre del mandato del presidente De Gaulle éste lograra imponer su visión de Europa, que para Monnet representaba un salto atrás

24 de marzo de 1979

Jean Monnet era un hombre de acción de una clase singular, tal vez única. Indiferente a los honores y a la publicidad, no trabajaba en la sombra, pero dejaba de buen grado el primer plano a los demás. Carente (al menos en apariencia) de amor propio, se rodeaba de asesores en muchos aspectos más brillantes y más cultos que él. Ejerció cargos importantes en la Sociedad de Naciones, en la Presidencia de comités económicos, durante las dos guerras, y en la Presidencia de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). Pero su nombre quedará asociado al papel que decidió desempeñar a partir de 1950: el de «señor Europa», el inspirador y artesano infatigable de la unidad europea.

¿Por qué este burgués de Cognac, este ex banquero, este francesito ni orador ni escritor, sin diplomas universitarios ni condecoraciones, ejerció finalmente tanta influencia, difícil de determinar exactamente, pero que nadie puede negar? No tenía ninguna de las cualidades (ni ninguno de los defectos) que caracterizan a los franceses, ninguna de las que, habitualmente, llevan al poder. Tampoco accedió nunca al poder ni lo ambicionó. Hasta 1950 no demostró de lo que era capaz ni adquirió una dimensión histórica: un simple ciudadano que creía en la unidad de Europa y trabajaba por ella cada día, cada minuto de su vida, seguro de tener razón, invulnerable a las decepciones, poseído por un proyecto razonable, impaciente por propagar sus convicciones y hacerlas realidad. Una obsesión, un único objetivo, una actividad incansable, el sentido de lo posible y el talento de convencer a sus interlocutores: ésa es, me parece, la combinación de méritos que ayudará a quienes no lo conocieron a comprender su carrera y su gloria.

En 1950, Jean Monnet no imaginaba en absoluto la unidad de Europa como un arma de la Guerra Fría. Cuando sus colaboradores, en la calle Martignac, nos exponían los motivos de la CECA, invocaban la necesidad de una Europa unida, entre Estados Unidos y la Unión Soviética, para evitar una tercera guerra. Unas semanas más tarde, estallaba la guerra de Corea y el plan Schuman adquiría una significación distinta.

Traumatizado por las dos guerras que había vivido, sólo veía la salvación en unas instituciones a las que los Estados soberanos se someterían por voluntad propia. La paz civil se basa en leyes, la guerra entre Estados sólo desaparecerá el día en que éstos obedezcan a su vez unas leyes que habrán aceptado libremente. La insistencia en el poder supranacional, cuando Monnet presentó la federación del carbón y del acero al gobierno de Reino Unido, incrementaba las posibilidades de rechazo británico, con el que contaba. Los ingleses vendrán, decía, pero más tarde, cuando la evidencia del éxito haga que sus dudas desaparezcan. Un pronóstico que se comprobó en los hechos, aunque su verificación sigue siendo más dudosa de lo que él pensaba.

Jean Monnet participó, entre otros, en el proyecto de la Comunidad Europea de Defensa (CED). Habría preferido, como la mayoría de aquellos que uno incluiría entre los partidarios de Europa, que la cuestión del rearme alemán no se hubiera planteado tan pronto. El rechazo del Parlamento francés a la CED no desalentó a este cruzado de Europa. Su método consistía en reunir a las personalidades representativas de los partidos y de los sindicatos. Dejaba a otros la propaganda; incluso la prensa, la radio y la televisión le interesaban menos que las relaciones personales y la adhesión de unos pocos que se encontraban en los puntos estratégicos de la acción. Ningún otro habría podido reunir a tantos hombres, partidos y sindicatos en el Comité de Acción por los Estados Unidos de Europa. Inspiraba confianza porque servía a una causa superior a la de cada una de las naciones y porque nadie ponía en duda su actitud desinteresada.

En Londres, en 1940, Jean Monnet no se unió a la Francia libre; trabajó en EE.UU. en el Comité Británico de Aprovisionamiento Bélico, continuación del Comité Franco-Británico de Coordinación del Esfuerzo de Guerra. Comisario del Comité Francés de Liberación Nacional en Argel, nombrado por Giraud, se esforzó por aplacar las disputas entre los dos generales; no se opuso en absoluto al ascenso en solitario del general De Gaulle a la presidencia del Comité. Lo que separó definitivamente a Jean Monnet del general De Gaulle, cuando éste llegó a la jefatura del Estado, fue la respectiva filosofía de cada uno de ellos.

En los tratados de París y Roma, se prevé que los miembros de la Alta Autoridad o de la Comisión de Bruselas deben disociarse de su pertenencia nacional y actuar al servicio de la propia Comunidad: una cláusula que ponía los pelos de punta a De Gaulle.

En opinión de Jean Monnet, la soberanía incondicional de los Estados es el principio mismo del antiguo orden (o del desorden), de donde surgen las guerras. En opinión del general De Gaulle, la independencia de la nación, encarnada por un Estado responsable de la seguridad de todos, sigue siendo el valor supremo. Negarla o comprometerla equivale a romper la continuidad de Francia o, mejor dicho, es escribir la última palabra en la última página de la historia de Francia.

Durante la IV República, Monnet conocía a todos los miembros de la clase política, a varios de ellos íntimamente. En la V República no tuvo las mismas posibilidades de acceso a los hombres del poder. Y el presidente de la República le ignoraba. No sentía ninguna amargura por ello; aunque con un estilo diferente, su proyecto continuaba adelante. Conocía el mundo anglo-estadounidense, y muy poco el mundo germánico, pero consideró desde el primer momento que la unidad europea dependía ante todo del dúo franco-alemán. La cooperación entre el canciller Adenauer y el general De Gaulle favorecía la construcción europea. No le importaba nada ser o no un profeta en su tierra.

Poco a poco, con la experiencia, la oposición entre los doctrinarios de la supranacionalidad y los de la soberanía nacional se atenuó. Una votación mayoritaria no obligará a uno de los miembros de la Comunidad a inclinarse ante una decisión que considere inaceptable sobre un tema de importancia vital. La palabra «confederación» reúne todas las adhesiones, pero, en el fondo, las dos escuelas no se han reconciliado.

Hasta el último día, Jean Monnet conservó el optimismo. ¿Tenía razón? Como todo hombre de acción, Jean Monnet simplificaba los problemas. Aquello que le parecía razonable debía ser realizado. De la unidad económica saldría necesariamente la unidad política. Subestimaba la fuerza de las naciones y de los Estados para perseverar en su ser. Ni ideólogo ni pensador, quería, por el bien de su país y de todos los demás, sacar lecciones de las catástrofes de este siglo.

Los franceses y los alemanes probablemente han aceptado estas lecciones, y Jean Monnet es uno de los que les ayudaron a extraer las consecuencias. ¿A cuántos Estados convirtió a la sabiduría que profesaba?

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación