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Ángeles del Infierno, medio siglo de un club de «forajidos»
De moteros idolatrados por la «contracultura» a una banda bajo la lupa de la Policía Nacional
Graciano Palomo / Manuel Ortega
De las carreteras de California a las de Mallorca la distancia no sólo es física. Más de media década separa a los miembros de los Ángeles del Infierno detenidos a finales de julio, acusados de diversos delitos, de quienes propulsaron al estrellato el nombre del ... club de moteros forajidos más conocido y a menudo envuelto en la polémica.
Sus orígenes hay que buscarlos a principios de la década de los años cincuenta del siglo XX, casi coincidiendo con la aparición en los cines de «Salvaje», la película protagonizada por Marlon Brando y Lee Marvin. Un filme que, a su manera, versionaba los incidentes acontecidos el 21 de julio de 1947 en Hollister (California), cuando grupos de moteros pusieron en vilo la tranquilidad de la ciudad en una jornada repleta de incidentes que atrajo el interés de la prensa.
Cuando apareció «Salvaje», los clubes de motoristas eran un hecho. La gasolina y las motocicletas eran baratas y un montón de veteranos de la Segunda Guerra Mundial y Corea buscaban recuperar una cierta forma de vida que resultaba difícil de encontrar en la paz de la postguerra. Algunos, como fue el caso de los Ángeles del Infierno, también se nutrieron de ellos, convirtiéndose en los más populares de la década de los sesenta. Para entonces, en 1959, se fundaron otros clubes como los Outlaws o los Pagans. Pero los Ángeles del Infierno serían los que acapararían la popularidad.
Una fama que no siempre iba acompañada de buena imagen. Sus miembros sólo debían lealtad a los colores de su club. Con una imagen entre las primeras barbas y melenas hippies y el cabello repeinado con brillantina de los seguidores del rock, vestidos con ropas extravagantes y desaliñadas (y con los jerseys y camisetas de rayas haciendo furor en homenaje a «Salvaje»), con los chalecos trufados de insignias y emblemas nacionalsocialistas y luciendo prendas de cabeza tan pintorescas como sombreros de copa o cascos militares alemanes, los Ángeles del Infierno, montados en sus «cerdos» -como llamaban a sus motos- pronto saltaron a las páginas de los diarios.
El grupo, liderado por Ralph Sonny Barger, hacía las delicias de los periódicos por su estética y por las broncas que provocaban a su paso. Para las autoridades de California, el club era un quebradero de cabeza. Sin embargo, los Ángeles sí contaron con el apoyo indiscutible de una buena parte de los apóstoles de la «contracultura»: el poeta beatnik Allen Ginsberg o el escritor Ken Kesey, líder de los Pillastres, un grupo dedicado a experimentar con el consumo de ácido. Para ellos, como para buena parte de los movimientos alternativos que florecían en el campus californiano de Berkeley, los Ángeles eran unos rebeldes.
Malos muchachos
La fama de los Ángeles del Infierno como terror de los burgueses había ido acrecentándose al mismo tiempo que iba tomando cuerpo la protesta contra la implicación estadounidense en la guerra de Vietnam. Para entonces, los «forajidos» se habían labrado una reputación que atraía a una buena parte del mundillo alternativo de Berkeley. Ambiente, por cierto, que contrastaba con el de los propios Ángeles, la mayor parte de extracción humilde.
Las diferencias se dejaban sentir incluso en los focos de cada uno. Si Berkeley era la sede de la Universidad de California y uno de los núcleos de activismo alternativo, Oakland, donde se encontraba el principal capítulo de los Ángeles, oscilaba, pese a su vecindad con la urbe universitaria, era una mezcla de ciudad-dormitorio y gran polígono industrial.
En 1964 los Ángeles ya cargaban a cuestas un amplio historial de incidentes, reales o inventados, y eran de sobra conocidos. Luciendo la calavera alada como distintivo, los forajidos habían acuñado su propia simbología, como unas alas rojas (concedidas por practicar un cunnilingus a una mujer durante la menstruación) o negras (por haber practicado sexo oral con una mujer de raza negra). Pero, al mismo tiempo, EE. UU. entraba en ebullición.
El país había visto por los televisores apenas un año antes cómo el presidente John Fitzgerald Kennedy era asesinado. Las luchas por los derechos sociales de la población negra estaban en pleno apogeo y surgían tensiones que se agravaron con las primeras movilizaciones contra la intervención estadounidense a favor de Vietnam del Sur. En 1965, con el comienzo de los bombardeos contra objetivos en Vietnam del Norte, la Operación Rolling Thunder, Berkeley vio la puesta en marcha del Comité del Día de Vietnam, una plataforma unitaria que acogía a hippies, beatniks, apóstoles del LSD, pacifistas, radicales de izquierdas, etcétera. En la primavera de ese año, la Alianza de Jóvenes Socialistas llegó a quemar una efigie del presidente Lyndon Johnson mientras se paraban los trenes con tropas y suministros con destino a Oakland. Y es que la ciudad que acogía al núcleo duro de los Ángeles era el puerto de envío a Vietnam. De ahí que las protestas del Comité tuvieran como objetivo esta ciudad. Sin embargo, no contaban con que los mismos a los que habían elogiado iban a darles un disgusto.
El 16 de octubre de 1965 la marcha contra la guerra, con varios miles de personas, partió de Berkeley con destino a Oakland. En las cercanías de ésta, un pequeño grupo de Ángeles del Infierno cargó a golpes contra la muchedumbre, echando abajo algunas pancartas y arrancando los cables del camión que llevaba el equipo de megafonía al grito de «¡Volveos a Rusia, jodidos comunistas!».
La sorpresa fue de tal calibre que, un mes más tarde, Ginsberg, Kesey y Neal Cassady se entrevistaron con Barger para arrancarle la promesa de que no atacarían la siguiente marcha, fijada para el 20 de noviembre. Pero para Barger y sus compadres una cosa era darle a la moto, al alcohol y a la marihuana y las pastillas y otra pactar con quienes se habían convertido, a sus ojos, en «antiamericanos» que escupían sobre fundadores de su propio club que habían servido en el Ejército, como el propio líder de los Ángeles del Infierno.
A Barger no le sacaron promesa alguna de no liarse a mamporros pero sí sirvió para que un día antes de la manifestación del Comité convocaran a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Allí estaban el tesorero de los Ángeles, Skip Workam; su sargento de armas -encargado de la disciplina interna-, Tiny Walters; el secretario, Ron Jacobson; y el vicepresidente, Tommy Thomas. Y, por descontado, el propio Barger, que se encargó de leer un comunicado en el que anunciaban su decisión de no contramanifestarse ante la «actitud despreciable y antinorteamericana» para evitar que se produjeran escenas de violencia, ya que «cualquier enfrentamiento físico sólo produciría sentimientos de simpatía hacia esa chusma de traidores». Por si no fuera bastante, los Ángeles despacharon un telegrama al presidente de EE.UU en el que, presentándose como «un grupo de norteamericanos leales», se prestaban a combatir como voluntarios en «un grupo de choque» que «desmoralizaría al Vietcong y favorecería la causa de la libertad». La oferta, de forma muy diplomática, fue declinada.
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