SPECTATOR IN BARCINO
Sánchez, la nueva normalidad (del rencor)
La izquierda radical buscó una siniestra carambola: la monarquía como herencia franquista para acabar con ella y con el «régimen del 78».
BARCELONA
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Iniciar sesiónMadrugada del 20 de noviembre de 1975. El último masaje cardiaco del equipo médico habitual: «Todo ha terminado. Se procede a la desintubación de los catéteres, se lavan las partes en las que había sangre de las punciones y las zonas de los esparadrapos y ... se prepara el cadáver para la mascarilla y el embalsamamiento», cuenta Vicente Pozuelo en 'Los últimos 476 días de Franco' (Planeta). A las 5,25 ya no se percibe respiración, ni pulso, ni latido.
El dictador ha muerto en la cama. Nadie, en casi cuarenta años, consiguió apearlo del caudillaje. Ni los conspiradores de su bando -falangistas, carlistas, monárquicos, tecnócratas- ni la oposición al Régimen. La transición nació de las debilidades del franquismo y del antifranquismo. Ambos púgiles no se aguantan derechos y se abrazan en el último asalto. Combate nulo. No nos hagamos más daño. La España del PSOE (histórico) de Rodolfo Llopis ya no existe; sí existe la del PSOE renovado en Suresnes por Felipe González. «La guerre est finie» de Semprún y Montand. «La vieja memoria» de Jaime Camino. Hubo barbaridades en los dos bandos. Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía. «Elevemos a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal», anuncia Adolfo Suárez en su primera alocución televisiva. La España que canta «libertad sin ira».
Las reglas de juego de la amnistía y el consenso constitucional se mantuvieron hasta que la izquierda radical buscó una siniestra carambola: la monarquía como herencia franquista para acabar con ella y con el «régimen del 78». Los pirómanos del socialismo siglo XXI: Zapatero y su memoria revanchista, los bolivarianos del 15-M (Podemos), Sánchez y su muro antifascista. El azar ha querido que el cincuentenario del 20-N coincida con un gobierno sectario y pringado de corrupción. Hace nueve años por estas fechas el consistorio de Ada Colau organizó un aquelarre iconoclasta. La estatua de Franco a caballo que esculpió Josep Viladomat salió de los almacenes municipales para reubicarse en el centro de memoria del Born. Como en este país todo el mundo practica el «a moro muerto, lanzada» no faltaron quienes pretendían tomarse la revancha con el dictador: atacaron la estatua decapitada con pintura, botellas, huevos y otras sustancias orgánicas. En tiempos del Santo Oficio eso era un Auto de Fe «en efigie»: a falta del acusado en persona, se procedía a la quema de su representación.
Porque Sánchez y su gobierno social-comunista que no construye vivienda pública no pueden sobrevivir sin el recurso al «francomodín». En realidad, al caudillo del Pardo y al caudillete de la Moncloa les une el miedo y el rencor. Si la normalidad del franquismo fue el miedo al contubernio judeo-masónico y el rencor hacia los españoles derrotados, la nueva normalidad de Sánchez se sustenta en el miedo a la ultraderecha y el rencor hacia quienes no comulgan con su proyecto desmembrador del Estado.
La conmemoración de la muerte de Franco -sectaria como la memoria histórica zapateril- no busca otra cosa que la confrontación entre los españoles. El colirio del rencor en la mirada para que solo veamos el relato sin matices -o blanco o negro- de Sánchez, sus veintidós ministerios de propaganda y voceros de una RTVE cada vez más parecida a los noticiarios del doctor Goebbels. «Cuánto cuesta morir», susurró Franco. Hay que mantenerlo vivo, se dice que dijeron algunos en La Paz: querían ganar tiempo en sus trapicheos para mantener un protagonismo político. Con las sucesivas e interminables resurrecciones del general, Sánchez alarga su agónica presidencia. «Reventar a la derecha», aconsejan los podemitas. Largo Caballero también ha resucitado. Poca libertad y mucha ira.
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