Rodillo y malabarismos en el Tribunal Constitucional

Aunque sorprendente, en realidad no era difícil aventurar este desenlace teniendo en cuenta la situación en la que se llegó a ese Pleno: con un sector progresista incapaz de consensuar un solo candidato, la incógnita sobre el sentido del voto de María Luisa Segoviano –la magistrada que terminó encumbrando a Conde-Pumpido en contra del deseo y esperanza del sector conservador, que prefería a María Luisa Balaguer–, y una ruptura interna a la que contribuyó decisivamente el Gobierno, que dos semanas antes había puesto contra las cuerdas a los magistrados provocando una crisis institucional de la que se va a tardar tiempo en salir.

Que el Tribunal Constitucional tiene el mayor perfil político de la historia de la democracia es casi una obviedad, por muy bien que suene aquello de que el magistrado que aquí aterriza está a solas con su conciencia y solo de ella depende. Nunca antes dos altos cargos del mismo Gobierno cuyas leyes tiene que examinar ni un ex fiscal general nombrado por el Ejecutivo habían formado parte del órgano de garantías, el último, además, como presidente. También es verdad que nunca antes había habido injerencias tan burdas, no ya solo en el Tribunal Constitucional, sino en el propio Poder Judicial, a base de reformas cuyo único objetivo era llegar al punto en el que hoy estamos. Urgía el control de la institución.

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Pero el problema no termina aquí. En el mundo jurídico se lleva tiempo advirtiendo del peligro de que se esté normalizando una estrategia de desprestigio y manoseo que ya repercute sobre la cúpula judicial, especialmente sobre el Tribunal Supremo, incapaz de cubrir sus vacantes por un problema de raíz: la inexistencia de una verdadera separación de poderes.

Por eso no es de extrañar el rodillo de la mayoría progresista dentro del TC apenas dos días después de unas tomas de posesión que, por la representación política que acudió, fue más propia de un traspaso de cartera ministerial que de un acto de la naturaleza que era.

Además de la vicepresidenta Yolanda Díaz, del ministro de Presidencia, Félix Bolaños, o la titular de Defensa, Margarita Robles, acudieron presidentes autonómicos, como Fernández Vara, y diputados socialistas, como Gómez de Celis o Simancas. También hubo representación del PP con el exministro Rafael Catalá, la vicepresidenta segunda del Congreso, Ana Pastor, o el consejero de Ayuso Enrique López. Especial malestar causó la presencia de Pablo Echenique, el mismo que hace apenas tres semanas acusó a los magistrados conservadores de «sediciosos» y de dar un «golpe a la democracia» por frenar las dos polémicas enmiendas relacionadas con el propio TC.

Pero aun siendo zafias irrupciones como la del propio Echenique –que, emulando a Messi, mandó a paseo al Constitucional en su estreno en Tik Tok–, o la del socialista Patxi López reconociendo que dan «toques de atención» a los jueces para que «no vayan por ahí» (en referencia al 'solo sí es sí'), lo que realmente preocupa es la naturalidad con la desde el Ejecutivo se verbalizan las intromisiones entre poderes del Estado. El jueves lo hizo Llop, cuando desde Bruselas tildó al Constitucional de «tribunal político». El día anterior fuentes de Moncloa aireaban su chantaje al PP con no renovar la plaza vacante en el TC, la del conservador Alfredo Montoya, si no negocian el Consejo General del Poder Judicial, en funciones desde hace cinco años.

Entretanto, Congreso y Senado, de quienes realmente dependen una y otra decisión, están secuestrados por el Ejecutivo. Ni la sentencia del estado de alarma (por el cierre del Congreso) ni la doctrina del TC sobre las minorías políticas («sin respeto a sus derechos no hay modo de preservar el pluralismo propio del Estado democrático de derecho») han hecho mella alguna en Meritxell Batet y Ander Gil, cabezas visibles de ambas cámaras y quienes en la toma de posesión del pasado lunes escoltaban a Bolaños en su entrada triunfal al TC. Allí coincidieron con los presidentes eméritos Álvaro Rodríguez Bereijo, María Emilia Casas, Pascual Sala o González Rivas; y también con la plana mayor de la judicatura española personalizada en el presidente del Tribunal Supremo, Francisco Marín Castán; el del CGPJ, Rafael Mozo, e incluso su antecesor, Carlos Lesmes, hoy magistrado de la Sala Tercera del TS tras fracasar su órdago a la clase política.

Ante este panorama, en el que la mayoría progresista del Constitucional se estrena con rodillo, es comprensible la preocupación de la minoría del TC, que ve difícil llegar a acuerdos y recomponer relaciones en el seno de un Tribunal que tendrá que hacer malabarismos para dar cabida a visiones y aspiraciones políticas que satisfagan a los socios parlamentarios de Sánchez. Solo hay una línea roja: la autodeterminación.