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Capital indignada

Comerciantes, vecinos e ‘indignados’ recuerdan cómo la capital de España convivió con un campamento de ideas, sueños y esperanza

IKER CORTÉS

Fueron apenas tres días. Tres jornadas en las que Madrid asistió al levantamiento de una singular ciudad en mitad de una de las plazas más conocidas de España, la Puerta del Sol. Fue, sin lugar a dudas, el símbolo y emblema del 15M y se replicó, con posterioridad, en centenares de espacios de toda España. “El primer día éramos una veintena y ya había unos pocos plásticos”, recuerda Pablo Gómez, miembro de las asambleas de Malasaña y Sol. A este biólogo de 33 años lo que más le sorprendió fue la velocidad con la que todo se llevó a cabo: “Te ibas tres horas y cuando regresabas ya no lo reconocías”.

El punto de inflexión para que la estructura se hiciera fuerte vino de la mano de la actuación policial en la madrugada del 17 de mayo. Varias unidades de agentes intentaron dispersar la concentración pero aquello no hizo más que dar mayor visibilidad a unos ‘indignados’ que se movían por Internet y las redes sociales como peces en el agua. “Tuvimos que empezar a construir todo de nuevo pero lo hicimos con más apoyos que nunca”, comenta Gómez. Decidieron dividir la plaza en áreas, tantas como número de comisiones había. Eran nueve secciones que se ocupaban de asuntos de diversa índole: desde la distribución de bocadillos y agua entre los acampados hasta el contacto con los medios de comunicación, pasando por un punto de información al ciudadano, la organización de actividades de recreo y la limpieza del recinto. Incluso, ya avanzada la convivencia, se levantó una guardería para los más pequeños.

La presencia, día y noche, de acampados comenzó a perturbar la tranquilidad de vecinos y comerciantes. Tanto, que aún hay muchos que evitan hablar del tema hoy en día. No es el caso de Carlos García Moreno, que trabaja en un quiosco en plena Puerta del Sol. “Me pareció bien que los jóvenes hicieran algo, pero creo que se alargó una barbaridad y no se consiguió nada”, relata. La generosidad de aquellos primeros días llenó periódicos e informativos. “Estábamos con ellos, les dejábamos cargar los móviles, les ayudábamos a inflar los colchones e incluso fuimos tan tontos que les dejábamos los periódicos para que se vieran. Pero lo cierto es que aunque estuvimos abiertos todos los días, fue una ruina y no vendimos nada, ni tabaco”.

Gonzalo Ortega Zulueta, que regenta un establecimiento de tatuajes en la calle de Montera, comparte gran parte de las reivindicaciones pero no la forma que luego esculpió el movimiento. “Ya durante las primeras manifestaciones, tuvimos que cerrar el negocio porque la Policía cargaba en esta calle”, explica. Después el lugar se convirtió en un ‘boom’ turístico. La gente visitaba la zona pero “no entraba en las tiendas”. Posteriormente, algunos “antisistema” empezaron a acampar en las calles aledañas: “Frente a nuestra tienda se tumbaban cuatro o cinco personas y se lo pasaban piruleta, durmiendo y bebiendo”, se queja.

Más comprensivo se muestra Juan Manuel Herráez, vendedor de cupones de la ONCE en una de las esquinas de la calle Preciados con la plaza. “Se les fue de las manos, se les desmadró”, reconoce quien comprende todas y cada una de las reivindicaciones del movimiento e, incluso, defiende su permanencia en Sol: “Aunque la gente los calificara de piojosos eran limpios”. Para Herráez, el movimiento “perseguía un sueño. La democracia que tenemos no es real, es pares o nones, y querían cambiar eso”. Aún así, lamenta lo que supuso para su negocio, que vio cómo la venta de cupones descendía a niveles raquíticos.

Algo inevitable

Desde los ‘indignados’, niegan la mayor. Vene Alhambra, de 60 años, psicólogo de formación y corrector de estilo, cree que las críticas que se vertieron en su momento no eran más que “una estrategia de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre” para dar mala prensa al movimiento. En su opinión, se intentaron minimizar al máximo los perjuicios ocasionados al comerciante. “Está claro que molestamos a gente pero es algo inevitable, estamos aquí para que se nos vea”, reflexiona. Por su parte, Alicia Armesto, de 41 años, asegura que muchos comerciantes les apoyaron desde el principio hasta el final. “Les pedimos disculpas pero creo que los que no nos apoyaron también ganaron con la acampada porque nunca ha habido tanta gente aquí”. Un punto este que Pablo Gómez comparte: «Hicimos un estudio bastante exhaustivo por setenta comercios y nos dijeron que se habían incrementado las ventas».

La Asociación de Comerciantes de Preciados, el Carmen y Arenal (Apreca), conformada por doscientos asociados en la zona, y su presidente, Ignacio Lario, no lo ve así. “Durante las primeras semanas, las ventas se redujeron en un 75%. Posteriormente, las pérdidas se situaron en un 50%, durante los casi tres meses que duró la acampada”, asevera. Y va más allá: “Fue una ocupación ilegal, una apropiación de la plaza por unas personas que expulsaron al resto de los ciudadanos y que nos imposibilitó desarrollar nuestro trabajo con normalidad durante un trimestre”. Lario entiende, además, que las plazas “no son los lugares idóneos para celebrar debates o para exponer ideas”. A este respecto afirma que se convirtió en un ‘estar por estar’: “Toda aquella producción de ideas se cortó al cabo de unas semanas”. Niega, también, que los ‘indignados’ trataran de minimizar el impacto ya que, hasta que no irrumpió la Policía, “no se separaron de los escaparates, a pesar de que en alguna asamblea así lo había pedido algún particular”.

Por eso, ahora, Lario dice sentir “temor” ante la posibilidad de que se vuelva a repetir. “Creemos que lo van a intentar otra vez. ¿De qué se trata, de promover ideas o de ocupar la plaza?”, se pregunta. En su opinión, parece que el único objetivo es “romper las normas de convivencia y eso a nosotros como comerciantes y ciudadanos no nos gusta”, se lamenta. En este sentido, espera que “esta vez” las autoridades velen por que se cumpla la ley.

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