La ventana indiscreta del Rastro: un siglo en fotos a través de una saga
La cuarta generación de comerciantes rememora los orígenes del mercadillo con las escenas captadas por un grupo selecto de maestros de la imagen
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Madrid
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Iniciar sesiónÉboli, perra mestiza y con historia, se solaza en un sofá en el interior de Palacios Antiques. Pleno Rastro. Ella ha podido siquiera estar al tanto de las cuatro generaciones de la familia Palacios que ahora capitanea Nuria, 62 años. «El Rastro es ... la magia de Madrid, te puedes encontrar desde un clavo hasta partes de avión antiguo». Quien suelta esta frase es la propia Nuria Palacios, tercera generación. Frente a un 'descendimiento' mientras en la Ribera de Curtidores, a donde da su negocio, y donde sacan los puestos los días de mercadillo.
Fue su tía abuela la que empezó el negocio, pero sus recuerdos más claros son los de su padre, Mariano Palacios, «el anticuario más veterano de Europa», que estuvo hasta el «año pasado al pie del cañón». Y eso lo recuerda con claridad su nieto, Daniel, que no ha seguido la tradición de llamarse Mariano, pero sí el detallismo con las piezas del XIX, «con la cristalería». La familia que se une en torno a un mismo sueño, que también es oficio, permanece unida y así son los Palacios. Que comentan el libro que ha publicado la Asociación de Comerciantes Nuevo Rastro de Madrid, y que desde principios del siglo hasta ayer mismo da instantes del Rastro, los más casuales. Los menos buscados.
El otro Rastro
A.J. UssíaEl barrio de las Injurias renace cada noche de sábado, escondiéndose de la Policía para sacarle euros al trapicheo, monetizando el crimen del tirón y «del dame lo que llevas»
Ya dijo Ramón Gómez de la Serna que «Madrid es moro», y en el arte del cambalache se da en Marrakech y en Nápoles, cada uno con sus cuentos. La historia de la familia Palacios, como el Rastro, que es su escenario ya consanguíneo y hasta moral, empieza a mediados de los cincuenta. Cuando Manolita Palacios, en el mismo sitio, en plena plaza General Vara del Rey, montó una tienda de ropa de «segunda mano». Así lo rememora su hijo Mariano, que recalca que «era muy famosa en el Rastro», y de la ropa de segunda mano pasaron a las «antigüedades». A ella, Manolita, y a la familia entera, habría que darles el título castizo de 'gatos'. Madrileños de pura cepa, como son algunos de los protagonistas de 'El Rastro sempiterno', que ha hilvanado en fotos esa cotidianeidad tan nuestra del mercado. En la historia de la familia se conocen anécdotas al dedillo. Como cuando el abuelo Mariano le vendió a Sophia Loren, «sin reconocerla, por las gafas, un plato de cerámica de Talavera».
Su hermana Nuria también tiene más anécdotas; propias o vistas en la Ribera de Curtidores. Observó cómo en un puesto se negociaba una «cabeza jibarizada que seguramente sería falsa», o, ríe cuando alguien le compró «un fórceps de médico».
El Rastro es el momento. Lo asegura Nuria citando a Paco Umbral: «Madrid se organiza en el Prado y se desorganiza en el Rastro». El local y la calle le son un «binomio»; del tenderete «suben al local los clientes». Comenta que el Rastro es «una fuente inagotable de conocimiento, aunque lleves cuarenta o cincuenta años, nunca dejas de aprender». Y, aparte, es una filosofía y un amor por su trabajo que ha transmitido a su vástago Daniel, que, tímido y amable, sigue sacando brillo a la plata de una cubertería. Él, que ha estudiado Empresariales, sigue empecinado con el XIX y sus cristalerías. Y lo primero que hace es recordar al abuelo Mariano «siempre al pie del cañón». La pregunta sobre el futuro es obligada. Y la respuesta, rápida. «La gente tiene que entender que éste es un negocio abierto no sólo domingos y festivos, sino los 365 días del año. Cuando no estamos inventariando, estamos tasando».
Mucho de eso hay en el libro. Porque si Sophia Loren compró un plato al abuelo, hay miles de vidas anónimas retratadas sin saberlo. Como la de un chiquillo que mira unos pájaros cantores, y quizá los comprara. O una chaquetilla torera colgada al sol madrileño del siglo pasado. También el detalle de un señor admirando un muñeco que el fogonazo del magnesio parece darle vida. Al muñeco, se entiende.
Manuel González, presidente de la Asociación de Comerciantes del Rastro, que ha estado detrás de la publicación del libro, incide en el 'leitmotiv' del volumen: «Es un libro onírico, aquí siempre pasan cosas, por eso cada fotografía es única».
Lo onírico
No ocurre lo mismo con una foto del Retiro, «que pasarán los años, la gente, y siempre será la misma imagen». De una década a otra no vale la estampa, porque el Rastro es un «ser vivo», «muy onírico», repite, en el que se han podido pasar dinastías romanís vendiendo la misma pieza, que la pieza, en la tercera generación, ahí sigue, muertos los patriarcas.Mirando desde que se tallara en el Medievo lo que iba pasando mientras, lentamente, la madera iba, lógicamente, perdiendo prestancia.
Dice Andrés Trapiello en el prólogo a 'El Rastro sempiterno', que es en el Rastro, donde «Madrid está más derrotado, donde se viene más arriba fotográficamente».
Es verdad que en el mercadillo de la literatura había donde elegir sobre este mercado canónico madrileño y en rampa. Ahí quedan las prosas de Gómez de la Serna, Umbral o el mismo Trapiello y así se pudieron deslizar en palabras por una pendiente de Madrid que es la misma y no lo es. De ahí la importancia de los comerciantes del Rastro, los que, según Manuel González, lo mantienen abierto «los 365 días del año». Otro prólogo, de José A. Nieto Sánchez, ayuda a situar, históricamente, el momento, 1811, en que las autoridades en plena guerra contra el francés sitúan en la ubicación su inicio más o menos legal, aunque siglos atrás el trueque ya venía siendo moneda habitual de cambio por estas latitudes. Cuando el sur, siempre el sur, iba a malvivir con dignidad más allá de lo que diera la puerta de un convento, las sobras de un mercado que luego dieron origen a la casquería.
Pero el objeto de estas páginas es el libro, el primero en el que está la sucesión de imágenes, como en una proyección de cine, donde está la estampa de la propia ciudad que es una cosa que Manuel González pondera sobre todo. Aparte los textos evocadores y las reflexiones del fotógrafo que, más que proyección, hacía sociología madrileña. Desde el 'piernas' que buscaba una chamarra para los fríos invernales, a la señora de largos apellidos que buscaba su título de noble o una cortina que se lo hiciera parecer. «Lo más difícil y complejo», afirma Manuel González, «ha sido que diferentes técnicas fotográficas tuvieran una unidad», una unidad mutable, que es la del propio Rastro. Acaso porque el Rastro es un «instante fugaz, como lo que narra un novelista», y no una serie de estampas típicas y castizas de posados. En el libro se descubre, como por casualidad, al especialista, al que va por la ganga o al descubridor, que todos pueden ser lo mismo, a la vez. O alguna vez en la vida. Y captando con sus cámaras el momento estuvieron Andrés Ripollés y Baranda, Juan Miguel Pardo Barrero, Juan Pando Despierto, José Luis Mur Vidaller, César Lucas, Eduardo Dea González, Vicente López Tofiño, Bernardo Pérez Tovar, Jorge Póo Rayón, Miguel Ángel Sintes Puertas, Julián Rojas Ocaña o Pepe Calderón.
Inventario de rarezas
En el inventario histórico y espiritual de rarezas, y en el domicilio de los Palacios, se citan las fotografías de «niños muertos», cuando el retrato era un lujo de ocasiones lúgubres. Y todavía deben andar en la paz beatífica de la muerte, de puesto en puesto. Y hay que citar la concepción de Ramón Gómez de la Serna, puede tener muchas vidas, incluso aunque refleje la parca. Saliendo de allí, un cartel con 'horror vacui' anuncia un partido entre el Barça y el Zaragoza en los tres departamentos que, por ahora, tienen los Palacios. Figuran Terry Venables, por una parte, y Miguel Pardeza, por otra.
De este Rastro de imágenes fijas 'pero en movimiento', está enamorado Paco Clavel, que se define a ABC como 'Rastroman' y cuenta que aún le fascina una de sus conquistas más preciadas, «una foto dedicada de Lolita Garrido», si bien pena de que «lo popular se pierda». Razón tenía el difunto Patxi Andión cuando cantaba aquello de «Esto es el rastro señores/ Vengan y anímense./Que aquí estamos nosotros./ Somos Papá Noel. Le vendemos barato/ Con el precio en inglés».
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