La última familia de Peironcely, 10: okupas en la casa tapiada y en ruinas de Robert Capa
La finca se cerró en 2021, tras realojar a los inquilinos, pero una de las viviendas está habitada ilegalmente, lo que impide crear un espacio museístico
El esperado realojo de Peironcely, 10: «La fotografía de Capa de 1936 nos ha cambiado la vida a 13 familias»

Al tercer golpe, Israel abre la puerta de su hogar. Le cuesta moverse, pese al reducido tamaño del habitáculo en el que vive desde hace menos de un año: solo 25 metros cuadrados que comparte con su mujer, Loli, y su hijo menor, de 14 ... años. Se asoma al marco, sin pisar la acera. No suele salir: una enfermedad en el corazón y varias operaciones en la espalda se lo impiden. Luego, se apoya en una fachada que podría venirse abajo en cualquier momento y que todavía muestra las cicatrices de la metralla de la Guerra Civil que impactó en ella.
Los agujeros están tapados, parece que con cemento, pero el color grisáceo contrasta con el rojizo de todo el exterior. La de Israel no es una casa cualquiera: es la casa de Entrevías que Robert Capa –fotoperiodista de guerra– inmortalizó en 1936, una imagen que la salvó del derribo y que la convirtió en un símbolo del conflicto y de la resistencia de Madrid a los bombardeos franquistas. Israel, Loli y su hijo son los últimos habitantes de Peironcely, 10, donde viven de okupas. «No tenemos alternativa», confiesa él, deseoso de tener un lugar legal al que mudarse y receloso de su situación. En cualquier momento, en cuanto un juzgado autorice el lanzamiento y marque una fecha, serán desalojados. Y con esa incertidumbre se despiertan cada día, sin saber cuándo será la Policía la que toque su puerta.



El Área de Urbanismo, Medio Ambiente y Movilidad del Ayuntamiento de Madrid, propietario de la finca desde 2021 cuando la expropió al particular al que pertenecía, ha tramitado un desahucio administrativo para la última familia de Peironcely, 10. En julio, la Junta de Gobierno aprobó el ejercicio de acción judicial para solicitar la entrada en la vivienda y desalojo, pero hasta la fecha no se ha recibido autorización del juzgado, explicaron desde el Área de Cultura, que dirige Marta Rivera de la Cruz, en la comisión del ramo que se celebró el martes.
A estas alturas, Peironcely ya no debía ser una casa en ruinas y tapiada (todo está oculto tras ladrillos excepto la infravivienda que okupan Loli e Israel), sino que tendría que haberse convertido en un centro de memoria e interpretación de los bombardeos aéreos que sufrió Madrid en la Guerra Civil. O al menos, tendría que haberse dado los primeros pasos administrativos para erigir el espacio museístico. Pero nada de eso ha pasado y Peironcely, 10, luce cada día más abandonada y con riesgo de caer, pese a ser un espacio histórico, como si de un castillo de naipes se tratase.
La cronología
1927-1936
La casa y la fotografía
Peironcely, 10, se levantó en 1927 por ley de casas baratas. Robert Capa la fotografía en 1936. Es la única que sobrevive a los bombardeos franquistas de la Guerra Civil.
1985
El descubrimiento
José Latova, fotógrafo, compró en 1985 una cámara con carretes sin revelar. Lo que ocultaban se descubrió en el 2000: Peironcely, 10, coincidía con una de las fotografías de los carretes de Capa.
2017
La protección
La plataforma SalvaPeironcely10 consigue que se incluya en el catálogo de edificios protegidos del ayuntamiento. El consistorio inicia la expropiación del inmueble para transformarlo en museo.
2021
El realojo
Peironcely, 10, está formada por 14 viviendas de 25 m2. Los inquilinos, empadronados y vulnerables, fueron realojados en viviendas de la EMVS. El edificio se tapió.
«Es necesario esperar al desalojo de la vivienda okupada para que podamos iniciar los trabajos de intervención en el edificio», argumentaron desde el Área de Cultura, tras una pregunta del Partido Socialista sobre el porqué de la falta de avances.
Y para conocer el motivo hace falta trasladarse al año 2021. En ese momento, Peironcely, 10, pertenecía a un particular que alquilaba las 14 viviendas en las que está dividido el inmueble. Viviendas o infraviviendas, ya que ninguna supera los 25 metros cuadrados y, además, contaban con problemas de salubridad y habitabilidad.
Tras expropiar la finca –algo que costó a las arcas municipales 870.000 euros–, el consistorio procedió al realojo de los inquilinos en pisos sociales. En ese momento había 13 familias en la casa que Robert Capa convirtió en un símbolo de resistencia contra el franquismo. La imagen captaba en 1936 a tres niños sentados en el bordillo de la acera, entre escombros, y una adolescente apoyada en el marco de una de las puertas de Peironcely, 10, mirándolos. Tras ellos, la fachada del bloque, con sus ladrillos acribillados por la metralla de un conflicto que no cesaba. La fotografía dio la vuelta al mundo y se convirtió en icono del horror de la Guerra Civil; pero también en un símbolo de la resistencia, la esperanza y la vida.
Muros derribados
Tras el realojo, la casa se tapió. Puertas y ventanas se convirtieron en una mole de cemento y ladrillos impenetrable. O eso era lo que se creía. El objetivo era, precisamente, que la finca no se okupase. Y también se encargó la realización de un estudio para crear el espacio museológico, pero nada ha ocurrido como estaba previsto. Los inquilinos ilegales llegaron y el centro de memoria que pretendía ser un espacio para remarcar que Madrid es una ciudad de paz nunca se inauguró.
No se sabe cómo, ni quién, derribó el muro que se levantó ante la puerta de una de las viviendas de Peironcely, 10. Loli e Israel 'aterrizaron' en febrero, pero antes vivía allí su nuera. «Y antes otros, no sabemos quiénes. Alquilaban la vivienda una gente a otros, hasta que se quedó vacía», dice Israel, de 49 años, y vecino de Entrevías «de toda la vida». «Me he criado aquí, me conoce todo el mundo». Su rostro es el reflejo de la tristeza y la resignación. «Hubo gente conflictiva, pero nosotros vivimos buenamente como podemos. Solo tenemos esto», confiesa el hombre, que reza para que un día su situación cambie y brindarle a su hijo de 14 años un futuro mejor.
Cuando llegaron a esas cuatro paredes no tenían ni colchón. Dormían en cartones, en el suelo; mucho menos, contaban con televisión. En unos meses han conseguido –aunque a duras penas– que se asemeje a un hogar. Pero es difícil. No hay ventanas, sino ladrillos con los que se han ocultado los cristales que daban a la calle. Eso sí, tienen luz y agua. Para que el escenario no se dé en otros de los pisos, un guarda de seguridad controla el edificio las 24 horas.
Loli entra en el que ahora es su hogar solo minutos después de que Israel abra. «Mi mujer es la que lo gestiona todo, la que tiene toda la información sobre nuestra situación y lo que nos puede pasar», había confesado él instantes antes. Pronto comienza a enseñar papeles de los servicios sociales para demostrar que su historia no es falsa; de hecho, venía de la asistenta social. «Llevamos nueve años esperando que se nos asigne una vivienda de la EMVS, pero nada, no tenemos suerte. Mi marido tiene discapacidad; mi hijo también. Ambos tienen dependencia y yo vivo para cuidarlos. Por eso cobro la renta mínima, pero con eso no puedo alquilar nada...«, afirma Loli.
Una lesión en la espalda postró a Israel, que ya se ha enfrentado a dos operaciones de hernia discal. Luego sufrió un infarto y, desde esas, convive con las anginas de pecho. Una caja de plástico con separadores para cada día es su apéndice. En ella guarda la medicación de la que no puede separarse y desde que la enfermedad le sobrevino, no puede trabajar.
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El menor padece discapacidad intelectual, además de una enfermedad en las piernas. «Esta es nuestra vida», confiesa Loli, con amabilidad, tratando de sonreír. Su sueño, si es que pudiera soñar, es que se le asignase pronto una vivienda social. «Vamos a luchar todo lo que podamos«, añade, para evitar ser desahuciados. »Bueno, yo no estoy para luchar mucho«, ironiza su marido, refiriéndose a las enfermedades que padece. »Luchar administrativamente, claro«, recalca Loli.
No quieren pensar en el futuro. «En la calle, no sabemos... Ojalá tuviésemos ayuda», aseveran sobre el destino que les espera si llega la orden judicial y se quedan sin ese habitáculo de Peironcely. Son conscientes de que algún día tendrán que abandonarlo, tal vez pronto, por eso siguen a pies juntillas los pasos a los que les insta su trabajadora social. «Ella sabe que estamos aquí desde febrero. Podemos acreditarlo», asegura la mujer, consciente de que ese no es hogar para un menor: «Pero no tenemos a dónde ir».
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