Siglos de brillo en la penitencia en Madrid
La capital ha sido desde que tiene uso de razón una fiel seguidora de las procesiones, pese a la estocada de la Desamortización de Mendizábal
'Prospe', un Madrid para no perderse

La procesión más devota de Madrid sigue siendo la que baja al bar. De hecho, me imagino una legión de fieles tras una imagen de Casimiro Mahou Bierhans, con sus penitentes, sus tambores y una luz de cien velas encendidas al paso por las ... calles de Madrid. Sería la justa, la más honesta, la que reuniría a cientos de miles de personas porque es una verdad empírica afirmar que Mahou ha hecho más por la fe de los madrileños que San Isidro Labrador en cuatro vidas. De un modo u otro, la cerveza es a Madrid lo mismo que la espuma a la birra, algo inseparable, necesario, evidente y absolutamente inevitable.
Las primeras procesiones de la Villa le deben su paso a Felipe II, cuando en 1561 decidió llevarse a Madrid la capitalidad del Reino; esos años en los que el Duque de Lerma daba pelotazos urbanísticos, y el pueblo de Madrid se inventaba las casas a la malicia para evitar 'okupas regios'. Para entonces existían cofradías que llevaban medio siglo procurándose un lugar en el cielo por si las moscas.
Una de ellas era la Cofradía de la Vera Cruz, vinculada al Convento de San Francisco el Grande, y que destacaba por expiar sus pecados con prácticas penitenciales. Quedan escritos contando cómo los flagelantes, ya por 1500, paseaban su fe por la calle Mayor y alrededores, con ese intento de convertir el sacrificio en redención para tocar el cielo.
A medida que el siglo XVI avanzaba, la influencia real se hizo notar con la creación de varias cofradías que nacieron al amparo de la Corona. La cofradía de la Sagrada Pasión, la Hermandad de los Siete Dolores o la de Nuestra Señora de la Soledad son buen ejemplo de ello. De hecho, los pasos tenían una parada obligada frente al Real Alcázar de Madrid, residencia de los Austrias, y Madrid, aunque no contaba con más de veinte o treinta mil habitantes, se echaba a la calle para celebrar la fiesta de Semana Santa.
Toda esta devoción trajo consigo una importante industria artesanal alrededor. Los gremios de alfareros, herreros o incluso zapateros, tuvieron una importancia clave, ya que nobles y demás chupópteros alrededor del poder, vieron en las procesiones de Semana Santa una forma de acercarse a la Corona e invirtieron su tiempo y dineros en hacerlas verdaderamente memorables. Es el momento en el que el Jesús Nazareno de Medinaceli comenzó a brillar para no apagarse nunca.
Apogeo en el Barroco
Los siguientes siglos, el XVII y XVIII, fueron los más importantes. La llegada del Barroco supuso un apogeo de fe cristiana y social. Fue el momento de las grandes tallas, las que Berruguete o Gregorio Fernández esculpían para crear verdaderas obras de arte de madera noble. Pero esta época terminó también con un cierto grado de decadencia, muy a la madrileña, cuando el Rey Alcalde, Carlos III, prohibió en 1777 que los disciplinantes siguieran azotándose al paso de su fe.
De hecho, para evitar desórdenes, el bueno de Carlos unificó todas las procesiones en viernes santo. Pero la estocada final vendría con la Desamortización de Mendizábal, que afectó a las cofradías haciéndolas perder bienes y recursos y relegando a Madrid a un segundo plano en esto de pasear la fe por las calles, beneficiando a Sevilla o Valladolid.
Tuvieron que pasar un par de siglos para que Madrid recuperara el brillo de la penitencia en forma de procesión. Por eso hoy, en pleno siglo XXI, el Cristo de Medinaceli del Viernes Santo, o la Borriquita del Domingo de Ramos son algunos de los ejemplos que levantan más pasión entre los gatos y visitantes que recibe la ciudad en Semana Santa.
Carlos III prohibió que los penitentes se azotaran y obligó a las procesiones salir el Viernes Santo para evitar desórdenes
Porque Madrid ha sido desde que tiene uso de razón una fiel seguidora de las procesiones que conmemoran el calvario y resurrección de nuestra fe. Ya lo dice siempre Ray Loriga, cuando alguien le pregunta cuál es su bar favorito; el más cercano. Y es que en cosas de la fe, lo mismo vale un altar que la barra de un bar. Porque se lleva por dentro, aunque en Semana Santa se quiera sacar todo fuera.
Quizá este año no, pero no descarten que muy pronto sea Casimiro Mahou el santo al que veneraremos los madrileños, cuando nos preguntemos cuál es el camino más directo al reino de los cielos. Si me buscan, no será complicado: estaré con Ray en la iglesia más cercana rezando por todos vosotros.
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