De Santos e Inocentes
BAJO CIELO
En las casas discretas, las de portero jubilado y visillo de encaje, persisten los buñuelos y los huesos de santo, la misa temprana y las flores frescas
Entre el cielo y la tierra de San Sebastián
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónMadrid se viste de brujas y demonios porque han vuelto los celtas. Me comentaba mi amigo, Ignacio Rivera, que Halloween es, en realidad, una fiesta gallega. Era sencillo. De Galicia a Irlanda, de Dublín a Nueva York y después de vuelta, lo de festejar los ... muertos es tan nuestro como la empanada o la tortilla de Betanzos, después de muchas millas náuticas navegando y aquellas migraciones que se convirtieron en certezas. Nosotros solíamos vestirnos de negro y aprovechábamos para ir al cementerio, visitar a los nuestros y, al toque, pensar en eso que nos pasa cuando se termina la vida.
Ahora los niños tocan los timbres con caretas de plástico y gritan «¡truco o trato!» con una erre que no sabe si viene de Texas o de Albacete. Las calabazas alumbran los portales con luces LED, los fantasmas llevan zapatillas deportivas, y las viejas del barrio -esas que siempre rezaban un rosario por si acaso- ahora les compran caramelos sin gluten por si el niño es alérgico. Hemos cambiado los crespones por el confeti, las flores por los envoltorios brillantes, y los responsos por playlists de Spotify con títulos como Halloween Party Hits. No digo que esté mal. El progreso tiene estas cosas: lo nuestro se viste de extranjero y acaba por parecernos más interesante.
Pero hay algo en la noche del 1 de noviembre que no cambiará del todo. Cuando las calles de Madrid se vacían de sustos y serpentinas, cuando los gatos regresan a los tejados y las risas se apagan, todavía se siente el aire del otro mundo soplando en los cipreses de la Almudena. Entonces los viejos -los que aún quedan- encienden una vela por los suyos, se arropan con una manta de lana y murmuran nombres que ya nadie recuerda.
«Cuando un niño crece ocultando o edulcorando la muerte, aprende una lección envenenada»
Carlota FominayaA los menores no se les habla de la muerte por miedo a generar traumas, según los expertos
Yo tengo debilidad por esas sombras que caminan despacio entre los nichos, estén vivos o muertos. Me gustan los cementerios porque allí no hay prisa. Uno puede pensar sin que le suene el móvil, mirar sin que le devuelva el reflejo una pantalla. En esos patios silenciosos el tiempo se detiene, y el alma se atreve a salir del escondite. No sé si los muertos nos escuchan, pero sospecho que disfrutan del silencio tanto como nosotros fingimos disfrutar del ruido.
El furor de la foto
El furor de la foto
Mientras tanto, el Halloween madrileño avanza con entusiasmo turístico. Los bares decoran sus fachadas con telarañas sintéticas; los camareros se pintan la cara de calavera mexicana y sirven gin-tonics con ojos flotantes de gominola. Las influencers posan con sombreros puntiagudos y tacones imposibles; los más estirados descubren, un año más, la oportunidad de parecer modernos luciendo disfraces improvisados. Todo ello con una sonrisa porque en Madrid no importa de dónde venga la fiesta, mientras dé para una foto.
Pero en las casas discretas, las de portero jubilado y visillo de encaje, persiste la otra tradición. La de los buñuelos y los huesos de santo, la de la misa temprana y las flores frescas. La de esa melancolía dulce que acompaña a los vivos cuando recuerdan a sus muertos. Porque al fin y al cabo, el Día de Todos los Santos no celebra la muerte, sino la memoria. Y la memoria es la forma más elegante de la fidelidad. Quizá no sea incompatible ponerse una capa de vampiro y, al día siguiente, llevar flores al cementerio. Tal vez podamos reírnos de la muerte sin dejar de honrarla. Lo uno no borra lo otro. Somos un pueblo capaz de llorar en silencio y, al minuto, brindar con vino tinto por lo mismo que nos duele. Y en esa contradicción hay una belleza que ni los anglosajones ni los yanquis podrán imitarnos jamás. Así que celebren como quieran. Si prefieren disfrazarse de zombie, háganlo con estilo; si optan por ir al camposanto, lleven flores y no selfies. Y cuando el reloj marque la medianoche y las luces del centro se apaguen, miren al cielo. Verán que Madrid, bajo su velo de humo y neón, todavía guarda un resplandor antiguo, como una oración que se niega a morir. Es la voz de los difuntos, discreta y tenaz, recordándonos que, entre tanta risa y tanta calabaza, aún somos, por fortuna, un pueblo que no olvida todo eso que nos ha traído hasta aquí. Ya lo dijo San Juan de la Cruz, que es a la mística su verdadero dios: «Muero porque no muero». Que tengan un buen domingo.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete