San Isidro llena las calles nuestras
bajo cielo
En la Pradera se juntan el devoto con el que canta una zarzuela desafinando con el orgullo del que sabe cantar mal y le importa un bledo
El acento madrileño
Madrid
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Iniciar sesiónEn Madrid, cuando mayo echa a andar y el sol se hace esperar, la ciudad sale a la calle para honrar a San Isidro Labrador, que es patrón, santo y, si me apuran, el primer castizo combinó el arado con el botijo para comenzar ... a hacernos a todos un poco campesinos y un poco borrachetes. Porque en esta villa no se venera a un santo de cualquier manera: aquí se hace con alboroto, con rosquillas y con esa alegría que solo se entiende si has pisado la Pradera un 15 de mayo.
La cosa empieza al alba, que en San Isidro no hay pereza que valga y menos para celebrar el día de nuestro patrón. Los madrileños, desde el que vive en un piso en Almagro hasta el que apura el cafelito en un bar de Carabanchel, se visten con sus mejores galas que son las que a ellos les da la gana porque son así de chulos. Los más atrevidos rescatan el chaleco y la gorra, que no hay verbena sin un guiño al ayer que nos hizo de esta forma.
Las mozas, con sus mantones de Manila y sus claveles en el pelo, pasean por la Ermita como si fueran a conquistar el Manzanares de nuestros suspiros. Y los niños, que no entienden de protocolos, corren detrás de las rosquillas listas y tontas, y al montado de chorizo parrillero que sabe a gloria y templa el desgaste de tanta cerveza, yayo o de lo que beban ustedes.
Pódcast | Alfonso, el mítico cerillero del café Gijón
A. J. USSÍA Y ABC PÓDCASTEntre el humo del Café Gijón, Alfonso, el cerillero, encendía más que cigarrillos: era el custodio discreto de historias, secretos y sueños que ardían en la penumbra de Madrid
La Pradera de San Isidro es un ir y venir de risas y brazos que sujetan. Allí se juntan el devoto con el que canta una zarzuela desafinando con el orgullo del que sabe cantar mal y le importa un bledo. Se ve al moderno que sube a Instagram la foto de su paso por esta ribera de un Madrid que aunque llueva sabe irse de pueblos, que dicen en el norte. El olor a fritanga de churro y fritas se mezcla con el sabor seco y pasado de los barquillos. Las atracciones crujen como si fueran a jubilarse, y entonces uno se topa de frente con la esencia de Madrid: un poco de caos, mucho de corazón y muchas ganas de fiesta.
Luego está la romería, que es como un desfile de la vida misma pero que hoy se pone guapa para que todos la digan piropos que no casan con la pancarta del odio. Aquí sobra. Por un lado se ven las familias con sus manteles de cuadros, desplegando tortillas de patata con y sin cebolla. Por otro, los músicos que tocan un pasodoble con más entusiasmo que afinación y que dan paso a una pila de conciertos que los guajes no se perderán. No falta el momento de la misa solemne, donde los gatos se santiguan con devoción, pero también con prisa, que la verbena tira mucho y empieza pronto y hay baile. El que no sabe bailar se inventa los pasos, que en Madrid la torpeza también es un arte que se disimula mejor cuando todo está en la calle, como esta semana que nos regala una romería que no termina nunca.
Más que un santo
Al final, cuando el sol se esconde detrás de la Casa de Campo y la Pradera empieza a vaciarse, queda el hueco de nuestra felicidad sencilla, la tradición que no pesa, una ciudad que se quiere a sí misma. San Isidro no es solo un santo; es la excusa para que Madrid se mire al espejo y se guiñe un ojo antes de celebrarlo. Dicen que nuestro patrón, cuando se ganó fama de ser un poco vago, fue espiado por las autoridades que querían recoger pruebas de sus desplantes. Le siguieron al campo que debía labrar y los que le seguían no dieron crédito a lo que vieron: San Isidro estaba de rodillas rezando mientras dos ángeles trabajaban las tierras.
Desde ese momento, el mundo entero comprendió que Madrid y la Fe tienen un algo especial, una tradición que nació hace mil años pero que ha ido calando de generación en generación, de los miles de campesinos que vinieron después de él desde todos los rincones de España y que, con su justa medida espiritual y la otra de burle y maneras, han hecho de esta ciudad un lugar en el que nunca se pierde. Será cosa de los ángeles, de San Isidro o de Casimiro Mahou, pero salgan a la calle por San Isidro y lo verán ustedes mismos.
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