La Puerta del Sol, la casa de todos desde hace un siglo
Bajo cielo
La Nochevieja, con el chupinazo de las campanadas, es una noche de resaca, mil euros menos en la cuenta, fiestas rechazadas y más despropósitos que promesas
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Como cada año, la Nochevieja hace del kilómetro cero el centro de España. El relojero de la Real Casa de Correos pasa la peor noche del año, pero su pericia evita que e nos atragantemos como neonatos al primer sorbo. Madrid ha vuelto a ... su normalidad de ser el centro de tantos. Hace siete días, con eso de la Nochebuena, la ciudad volvía por un rato a ser de los madrileños, pero esta última noche del año se viste de lentejuelas para hacer el chupinazo sanferminiano de las doce campanadas. Estudiantes, solteros, casados, niños, carteristas y buscavidas revientan la plaza en un rato que se emite en todos los canales para que también Pola de Lena o Capileira tengan la Puerta del Sol como el final del principio o el inicio del fin, como prefieran ustedes.
Esta tradición de las uvas en la Puerta del Sol se atribuye a un excedente de producción en 1909, cuando asociaciones de agricultores pidieron al Gobierno ayuda para fomentar el consumo del fruto de la vid. Otros aseguran que se debe a una prohibición del alcalde José Abascal, que en 1892 multaba con cinco pesetas a quienes armaran bulla la víspera de Reyes, y que el pueblo de Madrid contestó reuniéndose para hacer ruido el día 31 de diciembre; otros se lo adjudican a Mecano. Sea como fuere, algo más de cien años se viene celebrando la Nochevieja en la Puerta del Sol, y antes que la Pedroche o Mon tengan que usar pinganillo para felicitar el año nuevo en euskera, bable, catalán, aragonés, galego, valenciano, castellanoleonés o chamberilero, seguiremos teniendo de guía el reloj de Sol para hacer trampas mientras nadie nos ve.
También es la noche de los palos a calzón quitado. Los restaurantes capitalinos lanzan ofertas que solo pueden asumir visitantes o personas sin familia. Menú especial de Nochevieja, incluye cóctel de gambas (habría que asesinar a su inventor), solomillo, postre, copa de champán francés y combinados, al módico precio de 250 euros por persona. Para que todo, encima, termine de la peor forma posible: una resaca del diablo y mil euros menos en la cuenta, mientras el primer día del año, con esa lentitud que sólo él sabe ofrecer, te recuerda que mejor hubiera sido acostarse a las once y media y cambiar la tradición de las uvas para no tener que afrontar esa cuesta de enero que parece un Tourmalet con la rueda pinchada.
Sol siempre ha sido el ruido y la furia de Madrid. Hasta que empieza a atardecer, es un constante goteo de personas que buscan la última oferta de tiendas y centros comerciales. Cuando la luz cambia por la de bombillas y farolas, la plaza se vuelve un poco más canalla, se convierte en un paso fronterizo entre los que quitan y los que tienen, y se ven grupos de jóvenes extranjeros arrastrando sus maletas tratando de encontrar el piso de alquiler de su farra temporal.
Siguen comprando oro los hombres anuncio, todavía quedan décimos para el Niño, las colas de San Ginés no son para tanto, y de paso ves en Arenal o la calle Mayor un Madrid de cinco siglos. También se pueden contar más despropósitos que promesas para ser algo mejor, pero ya se sabe que la bondad está sobrevalorada, y en este 2023 que pretendemos enterrar esta noche, uno y uno no son dos, y todo eso que está tan de moda de dividir España en dos aceras dejando en medio un tren que igual no llega, nos tiene desencantados. Recuerdo que de niño comprobé el poder de ser adulto cuando mi hermana, recién entrada en la mayoría de edad, declinó salir sin hora de vuelta en Nochevieja porque no le apetecía no sé qué fiesta. Ahí comprendí que hacerse mayor no era poder hacer lo que uno quiera, sino poder no hacerlo. Lo malo es que tardé otros veinte años en aprender a decir que no. Y así. Feliz año nuevo.
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