La plaza de Santa Ana, libro abierto de la ciudad
BAJO CIELO
El enclave ha visto reformas, dictaduras, repúblicas, reinados y siempre ha sobrevivido. Hoy es un hervidero de turistas y madrileños, de terrazas repletas en verano y de paseantes en invierno
Las palomas de Madrid
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Iniciar sesiónLa plaza de Santa Ana, en el corazón del Barrio de las Letras, es una de esas esquinas de Madrid en las que el tiempo se detiene y, al mismo tiempo, corre como si se tratara de una última cena. No nació como lugar ... de ocio ni de encuentro. Fue, en origen, convento de Carmelitas Descalzas, fundado en 1586 bajo el patronazgo de San Juan de la Cruz, que no solo sabía de mística y poesía, sino también de buena ubicación urbana. Se alzó y durante dos siglos dominó con recogimiento lo que después se volvería bullicio.
Hasta que llegó José Bonaparte, alias Pepe Botella, que con sus reformas quiso abrir plazas, quitar conventos y dotar a Madrid de aire napoleónico y callejero. Del convento quedó el nombre, como una reliquia del recuerdo, y la explanada abierta pasó a ser escenario de historias dentro de la historia.
Frente a ella se mantuvo el Corral del Príncipe, luego convertido en el actual Teatro Español, que aún hoy se erige como guardián del Siglo de Oro. Allí estrenaron Lope, Calderón y Tirso; allí resonó el eco de comedias y dramas que dieron a Madrid fama de ciudad bulliciosa, culta y deslenguada. Y allí, siglos después, Federico García Lorca o Muñoz-Seca vieron representadas sus obras. Durante el XIX, la plaza cambió de nombre como cambian de color los atardeceres. Fue del Príncipe Alfonso, de Topete, hasta que en 1933, la II República decidió devolverle la sencillez de Santa Ana.
Y, mientras tanto, los madrileños iban poblando el lugar de mercados, puestos de pájaros cantores, floristerías improvisadas y cafés. En 1925, el jardinero mayor, Cecilio Rodríguez, peatonalizó el espacio, lo llenó de parterres y bancos elegantes. Pero los cerveceros del barrio se indignaron: ¿Cómo iba a vivirse Madrid sin terrazas abiertas? Pasaron veinticinco años de pelea hasta que, por fin, las mesas y las cañas volvieron a ser soberanas del empedrado, uno que hoy ha quedado en adoquines similares a los de cualquier otro rincón de Madrid.
Si algo define la plaza, más que sus estatuas y reformas, son sus bares. La Cervecería Alemana, fundada en 1904, sigue como testigo de tertulias infinitas. Valle-Inclán se dejaba caer con esa mala uva genial que lo caracterizaba; Hemingway bebía más cerveza que tinta; Ava Gardner, con la insolencia de una diosa americana, convertía el local en escenario de coplas improvisadas y jaleos provocadores. Cuentan que en los años 50 un caballo, Polvorilla, irrumpió en el establecimiento persiguiendo a su dueño, y el escándalo fue tan grande, que acabó en anécdota popular. Madrid es así: lo insólito se hace costumbre y la costumbre se convierte en tradición.
En el la parte occidental, el hotel Reina Victoria, construido en 1923, alojó a los grandes toreros. Decían que Manolete solo dormía en la habitación 220, convencido de que allí se alineaban los astros para darle suerte en la plaza de Las Ventas. Hoy, el hotel se ha vuelto moderno, pero conserva ese aire antiguo, con balcones que se asoman como espectadores a la función diaria de la plaza que es un libro abierto de Madrid y de turistas, claro. No faltan tampoco leyendas menores, esas que los vecinos transmiten con una sonrisa. Como la del último cedro que, tras la construcción del aparcamiento subterráneo en 1968, se negó a sobrevivir y murió como si le doliera Madrid. O la del supuesto fantasma de un actor del Teatro Español, que dicen aún se pasea entre bastidores, recitando monólogos a un público invisible.
La plaza ha visto reformas, dictaduras, repúblicas, reinados y siempre ha sobrevivido. Hoy es un hervidero de turistas y madrileños, de terrazas repletas en verano y de paseantes en invierno. La plaza de Santa Ana es, en el fondo, un escenario. Cada jornada ofrece una representación distinta: los camareros son actores veloces que sirven cañas con precisión, los vecinos veteranos son narradores omniscientes, y los forasteros hacen de figurantes en busca de la foto perfecta.
Entre cañas y tapas, versos y guitarras, la plaza respira como respira Madrid: con ironía, con memoria y con esa capacidad de convertir la vida diaria en literatura viva. Y si alguna moraleja cabe en este escenario urbano, es sencilla: las plazas sobreviven a los conventos, a los reyes, a los generales y a los urbanistas de turno. Sobreviven porque pertenecen al pueblo, que las llena de vida y de ruido. El día que la plaza de Santa Ana deje de sonar a conversación, a carcajada y a vaso que se apoya en la mesa, ese día Madrid habrá dejado de ser Madrid.
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