Oreja o ala, gavilán o paloma
Una de oreja
El bar Jimmy protagoniza la vida nocturna de la calle Hilarión Eslava
Los dueños del bar Jimmy
Jimmy, filipino de las Filipinas, es el verdadero Faro de Moncloa. El faro de costa en seco. Quien tiene el negocio abierto cuando el sol se ha acostado hace mucho, y hay un «público de hosteleros, guardias de seguridad, periodistas raros como tú» que ... necesitan el calor dickensiano del grillo del hogar que es aquí Jimmy revisitando con cúrcuma y amor el 'abc' del cuchareo castellano. Y con picante. Y van ya once años.
Hilarión Eslava, calle deshecha tras la guerra que da a la Casa de las Flores (donde Neruda tenía a M. Hernández como un mono), es hoy un turbión oscuro con farolas apenas. Nadie repara en que allí, al lado de Jimmy y sus alitas, murió Galdós. Qué más da, la madrugada con albóndigas, diez euros también una ración de oreja, da lugar a las confesiones más profundas y cachondas.
Cuando este reportero llegó al lugar de autos, unos jóvenes apuraban un mojito dialogando calidades de explosivos. Hablaban de la detonación con el vaso de yerbabuena en la mano, y había que ir ahí a poner la oreja.
Luego, con amor y pedagogía y el acento norteño y cantarín, nos dimos cuenta de que eran un trío casi asturiano, capitaneado por Jorge, que regentaba un negocio de lanzamiento de hachas, por aquello de «curar el estrés» y que habían estudiado algo «de minas».
Dentro, en una cocina por la que se accede por la misma puerta que a un salón del Oeste, Jimmy «creaba», en palabras de su inseparable Ederlyn; y bien sabe Dios que no dejaba que ni cámara fotográfica ni cuerpo extraño entrase en ese rincón sagrado. Pegamos, ya que no el ojo, la oreja, y dentro había mucho jaleo de cucharas, cuencos y fuegos. El «rincón sagrado del jefe».
Ederlyn, animada por Alejandra, una parroquiana y vecina a la que las luces del bar dan «seguridad» en las noches más oscuras, instaba a probar con las alitas o la oreja que andaba preparando con chalota, con el picante que en la tasca tienen graduado. Y se probó. Y entró un frío y un calor glacial, a la vez, de momento. Era cuando Joaquín degustaba un ribera a sus ochenta y tantos, y cuando en la nueva ronda de mojitos, Lucía, asturiana, comentaba las bondades de la pólvora allá en Asturias. Bondades para la mina y para la naturaleza. «¿Asturias o trabajas?», nos preguntaron, animándonos a reportajear las cuencas mineras, cosa que ya se hizo. Doy fe.
Sonaba el petardeo de una tragaperra vagamente egipciaca. A última hora, José llegó con su camisa hawaiana y unos ojos dolientes de tan azules. Quería «hablar de Umbral», pero no quedaban alitas ni alforjas líricas. Ni ganas en quien esto escribe.
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