Tradición, memoria y comunidad: el alma de El Escorial se enciende en las fiestas de Mozos, Casados y Viudos
Del 30 de julio al 3 de agosto, sus calles se viste con infinitud de actividades como charangas, eventos deportivos y concursos
La festividad se lleva celebrando desde el siglo XVI, tras la victoria en la batalla de Lepanto
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Alba García
Hay veranos que no se olvidan porque no se viven una sola vez. Regresan cada año, como una postal que vuelve a enviarse desde la infancia, con los mismos colores, los mismos sonidos, las mismas ganas de quedarse un poco más. En El Escorial, ... ese verano eterno tiene nombre propio: las Fiestas de Mozos, Casados y Viudos. No son solo unas fiestas. Son un reencuentro con lo que fuimos, con quienes fuimos, y con esa parte de nosotros que solo despierta cuando las calles vuelven a llenarse de música, alegría y memoria. Este año se celebran desde el día 30 de julio al 3 de agosto con infinitud de actividades como charangas, eventos deportivos y concursos.
El origen de la fiesta está profundamente enraizado en la historia de España. Don Juan de Austria, hermano del rey Felipe II, acudió al Monasterio de El Escorial en 1576 para informar personalmente de la victoria cristiana en la Batalla de Lepanto. Para celebrarlo, se organizó una corrida de toros el 18 de septiembre en la localidad madrileña. Aunque el rey no asistió, sus hijas —las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela— presidieron el acto. Así nacieron, de manera espontánea, dos de las figura que perduran hasta hoy: la fiesta misma y las Presidentas del festejo.
Desde entonces, el paso del tiempo no ha hecho más que reforzar su sentido. Con los años, la fecha original se desplazó y se adaptó: tras unirse a las fiestas patronales durante la posguerra, en 1949 recuperaron su autonomía y encontraron su sitio habitual entre la última semana de julio y la primera de agosto. En 2017, la fiesta dejó de celebrarse, aunque en 2024, volvió a retomarse, siendo una fiel cita en la historia de El Escorial.
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Jesús Nieto JuradoEl nombre de la fiesta no es una excentricidad. Es una declaración de inclusión. Alude a todos los hombres del pueblo —solteros, casados, viudos— como símbolo de unidad social. En un tiempo donde las divisiones eran frecuentes, esta fórmula proponía un modelo de comunidad cohesionada y voluntaria, que compartía responsabilidades y celebraciones más allá de edades o circunstancias personales.
La comisión por y para el pueblo
«Lo que se vive en cinco días, se trabaja durante más de ocho meses», dice Juan Antonio Jiménez, presidente de la comisión de este año. La fiesta no empieza con los primeros fuegos artificiales ni termina con la última orquesta: empieza en enero, cuando un grupo de vecinos se sienta, una vez más, a imaginar lo que vendrá. Ideas, dudas, cuentas, llamadas, reuniones. Todo se pone en marcha mucho antes de que el pueblo huela a fiesta.
La comisión es un engranaje de afectos y tareas, en el que cada miembro encuentra su sitio. Unos se encargan del mantenimiento, otros de los torneos, otros de los permisos, la logística, la decoración o los regalos. Cada grupo, por pequeño que parezca, es imprescindible. Nadie cobra, nadie lo hace por reconocimiento. Lo hacen por cariño, por recuerdo, por identidad.
Y entre preparativos, se organizan eventos para recaudar fondos: barbacoas, ferias, la noche de San Juan, la feria de la cerveza… Jornadas que cumplen un doble objetivo: llenar la hucha y llenar el alma del pueblo. El Ayuntamiento, que aporta más de la mitad del presupuesto, y los comercios locales, que colaboran con generosidad, son cómplices necesarios de este milagro popular. Pero la esencia es esa otra: la de quienes dedican ocho meses para que durante cinco días, el pueblo vuelva a latir con la fuerza de siempre.
El juego como tradición
La festividad gira en torno a tres pilares fundamentales que la definen y le otorgan su carácter único: una comida popular que congrega a vecinos y visitantes en un ambiente de convivencia; una corrida de toros que, adaptándose a los tiempos, ha sido reemplazada por un espectáculo ecuestre; y un animado torneo de fútbol que trasciende lo meramente deportivo para convertirse en una verdadera expresión cultural del pueblo.
El torneo de fútbol, más allá del juego en sí, representa un símbolo identitario profundamente arraigado en la comunidad. Equipos masculinos, femeninos e infantiles se preparan con dedicación durante semanas antes del evento, alimentando una competencia cargada de emoción, orgullo y espíritu de pertenencia.
Uno de los elementos más distintivos del torneo son las bandas que reciben los equipos ganadores, confeccionadas por un grupo de bandistas que trabajan de forma personalizada para cada equipo. «Pueden hacer las bandas como quieran», explica José a este periódico, haciendo alusión a la libertad creativa que permite que cada banda sea única, reflejando el estilo, los colores y la identidad del equipo vencedor.
Las presidentas: guardianas del legado
Las presidentas son mucho más que un título ceremonial. Cada año se eligen tres, propuestas por la comisión y votadas por los miembros. Tras ser elegidas, la comisión popular va a casa de cada una de ellas—una costumbre que se mantiene con cariño—, para pedir su consentimiento y, en muchos casos, el visto bueno de sus familias. Un gesto de continuidad, de homenaje, de identidad.
Ellas representan la cara visible de las fiestas. Se presentan al pueblo, dan el pregón, presiden los actos y reciben el cariño y el respeto de todos. Pero, sobre todo, encarnan una herencia viva que pasa de generación en generación, como un testigo lleno de significado.
Candela es una de las presidentas de las fiestas de este año, un papel que asume con enorme orgullo y emoción. «Es algo muy representativo», afirma, recordando con cariño cómo su bisabuela, su abuela y su madre también formaron parte de esta tradición. Para ella, ser ahora quien lleva esa responsabilidad no solo es un honor personal, sino también un homenaje a las mujeres de su familia que la precedieron. «Lo llevo viendo desde que tengo uso de razón», dice, reconociendo el valor simbólico y emocional que tiene esta celebración tanto en su entorno familiar como en su comunidad.
Después de un parón de varios años, Candela se siente especialmente orgullosa de contribuir a la continuidad de las fiestas. Sabe que para su familia siempre fueron importantes, y también lo han sido para el pueblo. Por eso, formar parte activa en su reactivación le da un sentido aún más profundo a su papel como presidenta. «Somos el símbolo de lo que son las fiestas», expresa, consciente de que representar esa tradición significa mantener viva la identidad y la memoria de su gente.
Mientras haya quienes estén dispuestos a recordar, a organizar, a coser, a correr, a brindar y a mirar al cielo con una sonrisa, las Fiestas de Mozos, Casados y Viudos seguirán escribiendo capítulos nuevos. Con olor a pólvora, sabor a cerveza fría, ritmo de charanga y corazón vivo de historia.
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