El legado de la última madre contra la droga de Orcasitas
Pilar Aural es el alma de la asociación Pato Amarillo, que tras dos décadas ayudando a drogodependientes hoy alimenta y viste a más de 350 familias. Su labor será reconocida el próximo San Isidro con la Medalla de la Ciudad
Cuando los Reyes de España se tomaron café en la chabola del tío Aquilino
El Pato Amarillo fue, primero, la caseta donde se cambiaban los obreros que construyeron las primeras viviendas de Orcasitas. Después se convirtió en la primera parroquia del barrio e incluso albergó una guardería, hasta que el cura decidió cedérsela en los años ochenta al ... grupo de madres contra la droga que lideraba Pilar Aural en una de las zonas más castigadas por la otra Movida, la menos glamurosa, la que llenó de heroína las calles de las barriadas obreras más humildes. Allí, este grupo de mujeres creó un refugio donde acoger a esos chicos a los que nadie quería ver vagando por las calles, durmiendo en bancos o pidiendo dinero alrededor de los semáforos.
«Aquí la droga afectó mucho. Se murieron familias enteras. Empezamos unas quince o así, había muchas mujeres que decían que su hijo no estaba metido en eso y al final estaba igual que otros. Había madres que hasta les echaban a la calle... Al final, estos chicos se refugiaban en quien les daba un poco de cariño. Mucha gente no comprendía que eran enfermos. Yo siempre digo que no son drogadictos, sino drogodependientes, porque cuando los meten en ese mundo no pueden vivir sin eso», cuenta Pilar Aural, que a sus 85 años sigue acudiendo prácticamente todos los días a la asociación que fundó en 1986 y que ha mutado con las necesidades del barrio.
Pilar sabe, porque lo ha sufrido en carne propia, como la droga trunca vidas. Su hijo Javier tendría 59 años si a los 14 no hubiera escuchado a esos muchachos que regalaban en la puerta de los colegios los primeros picos. Estuvo un tiempo en Cercedilla, en un centro de desintoxicación que costaba «140.000 pesetas al mes», recuerda esta madre coraje, que sin apenas saber leer y escribir trabajó planchando en casas y fregando escaleras hasta hartarse, hasta que conseguía reunir lo que en su casa, con otros cinco hijos y un marido enfermo, era un auténtico dineral. «Yo pensaba que no me había servido de nada , porque me decía que volvía a caer...», recuerda con los ojos húmedos. «Pero allí paseaba por una cascada muy bonita y allí están sus cenizas. Cuando estuvo muy malo no quise ingresarle, le cuidé en casa y murió feliz y rodeado de cariño». Tenía 47 años.
Su vida ha sido durísima, pero es capaz de contar con alguna sonrisa las anécdotas de aquellos chicos «que están ya en el cielo», pero encontraron un refugio en el Pato Amarillo «y en mi corazón», reivindica Pilar. «Cuando iba a la cárcel a ver a mi hijo, porque queramos o no han tenido que robar para engordar a otros y matarse ellos, salían chavales y le contaban a sus visitas que yo les llamaba para merendar».
En la precaria casa baja que sirve como sede de la asociación, para pasar el rato, estos jóvenes que no tenían donde ir pintaban patos de escayola, de ahí el nombre del grupo. «Había quienes te decían que no sabían donde meterse, que era su cumpleaños y nadie les había felicitado. Y su madre vivía al lado», rememora Pilar.
Menos a la hora de dormir, estaban allí todo el día. Y a las madres les tocaba inventarse pasatiempos, como crear centros de flores secas que luego les dejaban vender en el rastrillo del barrio. «Aquí comían también, y se hacían ellos algo o una de nosotras se encargaba de traer cada día un plato», rememora Pilar, que hoy no es solo madre, sino también abuela de diez y bisabuela de ocho. Uno de sus nietos, relata, «hace películas». Es el joven actor Álex Medina, que ha participado en 'UPA Dance' y 'Entrevías'.
De vez en cuando chocaban con la incomprensión de otras familias que no entendían su viacrucis. «Cuando compartíamos sede con grupos de catequesis unas mujeres nos acusaron una vez de ver jeringuillas en el centro. Un día me levanté y me fui porque aquí no se pinchaba nadie», subrayó. También en el colegio de sus hijos, una vez que advirtió a los psicólogos sobre la actitud de tres chavales, la ignoraron. «Hay quien me decía que como lo tenía en casa pensaba que todos eran igual. Y yo siempre digo, precisamente porque sé lo que es no quiero que caigan más niños».
Viejos conocidos
Mientras repasa algunos de los episodios más amargos de su juventud, Pilar se disculpa por no saber expresarse bien. Pero lo cierto es que ha sido esa capacidad suya para escuchar y consolar la que permite que hoy el Pato Amarillo siga existiendo. La mayoría de la decena de voluntarios que acude casi a diario a la asociación es porque alguna vez necesitaron también su auxilio.
Como Yolanda, otra de las piezas esenciales del engranaje del Pato Amarillo. «Yo soy del barrio de abajo y llegué una tarde, hace casi 17 años, porque mi hija, que se quedó embarazada, necesitaba ayuda. Gracias a Dios luego la vida le ha ido bien. La verdad es que Pilar es gruñona pero luego nos da mucho consejo y mucho cariño. Sin ella no estaríamos aquí, esto es como una familia, con sus peleas y todo», explica a este diario en una pequeña pausa en la entrega diaria de alimentos que hacen los lunes, martes y miércoles por la mañana.
En 2008, cuando llegó la gran crisis económica, cuentan, Pilar dio un giro a la asociación: «Todavía hay más droga de la que se ve, pero yo no tengo fuerza. Mi marido se marchó, me dejó, y refundé esta otra historia, porque yo he vivido en la calle, he comido de lo que rescataba de la basura y una hija mía ha nacido en una chabola y sin comadrona ni médico ni nada. Y yo soy madrileña, como mis padres, pero la vida estaba muy mal», asegura. Aún hoy, reconoce, la pobreza sigue siendo una realidad presente en el barrio. Desde la asociación visten y dan de comer a unas 350 familias, aunque han llegado a acoger a 600. Tamara es una de esas jóvenes que, gracias a Pato Amarillo, puede llenar la nevera de su casa, donde son seis, cuatro menores. Los jueves, además, entregan la ropa que le donan entidades y vecinos. El 70% de los beneficiarios, aseguran, son españoles y acuden al centro derivados de los servicios sociales municipales. Allí les piden, además del informe de estos técnicos, el padrón, los ingresos de los mayores de 16 años, su DNI o pasaporte... Porque también hay mucha picaresca, admiten.
«Nuestra instalación es precaria, en invierno hace un frío que te mueres y en verano calor, pero aquí llevan ellas desde el 86. Y aquí seguimos. La jefa es Pilar, Yolanda lleva un poco el peso y luego cada uno aportamos en función de nuestras habilidades», cuenta Raquel, que se encargó de poner en orden los papeles de la asociación, a la que dio entidad jurídica en 2017. Javi, arquitecto de profesión y «un talento», dice Pilar, les ayuda también con la gestión de los beneficiarios y el inventario. Fernando, que ya está jubilado, es el transportista que recoge los víveres del banco de alimentos para llenar la despensa del Pato Amarillo. También reciben ayuda de otras entidades o incluso de algunos vecinos del barrio: «Hay un donante habitual que nos trae siempre dos cajas de leche y cinco litros de aceite y en navidades siempre una caja de bombones», cuentan como anécdota.
Desde la pandemia, hay mucha gente que hace una compra online y la manda directamente a la asociación. «No nos gusta aceptar dinero. Pequeñas cantidades sí, pero aquí trabajamos sin intermediarios», explican. Esta semana sus estanterías, cámaras frigoríficas y arcones no están demasiado llenos: «Repartimos lo que tenemos, ahora poco porque el banco de alimentos está en horas bajas y yo me voy a quedar sin amigos de pegarles sablazos», bromea Raquel, que reconoce que filetes y pescado «ven poco».
Lo que no ha cambiado a lo largo de todos estos años, cuentan todas las voluntarias (porque ellas son mayoría), es la fiesta de los Reyes Magos. Cada año entregan regalos personalizados a 400 niños. Cuando Pilar empezó con la asociación, lavaban y adecentaban muñecas viejas para repartirlas. «Entonces yo creo que lo apreciaban más, ahora piden la luna», dice Pilar entre risas. Ese día, además, hacen una suelta de globos «para los que están en el cielo».
Por las que no están
Antes del próximo 6 de enero, eso sí, tienen otra fecha marcada en rojo en el calendario: el 15 de mayo, San Isidro, cuando les van a entregar la Medalla de la Ciudad en reconocimiento a toda su trayectoria. «Se la voy a dedicar a las madres que han luchado conmigo a tope. A las que están aquí y a las que están en el cielo. Ha habido muchas, y solo ellas saben todo lo que han trabajado. Hay una compañera de 98 años que alguna vez viene con la chica que la ayuda. Y otra con 97 años que está en una residencia», relata Pilar, que reconoce que pese a todo, es feliz. «Y me siento rica, porque estoy rodeada de cariño, y eso no se compra».
No obstante, sí tiene una petición más mundana para el alcalde: «Le voy a decir que llevo 36 años ayudando a la gente y ahora soy yo la que necesito un techo para mi hija, que la echaron de su casa». Toca cuidar a la que cuida.
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