LAPISABIEN
Vermut del sábado
Tiene el encanto de la felicidad, del regreso a la aldea
La primera fe

Ahora que ha salido una primavera como para echarse novia formal, que diría el poeta, hay que hablar de la sacrosanta tradición del vermut sabatino.
Es el prólogo a algo, quizá a un fin de semana que concluya con una subida de ... domingo a la sierra. En el vermut sabatino se encuentra uno con lectores que son amigos, amigos que no son lectores, y por cinco euros la vida de hace más amable en el mediodía del sábado.
Con el vermut, en Madrid, si hay mala suerte dan unos torreznos llenos de churrete. Pero si la fortuna está de cara, lo que hay es unas gambas frescas que animan desde Huelva esa sana conversación. Los sábados tienen ese sabor, y a unas edades, lo del terraceo es una imbecilidad, y es mejor las cercanías de la barra, fijar la vista en el póster del Madrid de la Séptima y evadirse, o no, de las conversaciones.
El sábado, que no hay nada que consagrar, a los madrileños se nos cae la casa encima y salimos, al bar de la esquina, sin galas de tronío y llevados por una ansiedad de holganza. Llevamos el periódico hasta que la parroquia habitual te introduce en debates insustanciales que es lo que alma necesita tras tanta trascendencia.
Siempre está el gracioso, el matrimonio que acumula trienios, y todos dan un cuadro limitado pero real de lo que es Madrid. El vermut del sábado debía tener su copla, como la del cocidito. Es una pequeña cápsula de felicidad, de retorno a la aldea, de esa socialización madrileña que no pudo llevarse la pandemia.
Después se despeja el fin de semana, se duerme una siesta que lleva dentro de sí el fantasma del domingo. Pero el vermut pone luz a la semana. Es de las pocas tradiciones que no molestan y que uno custodia como si fuera un tesoro.
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