Irina y sus hijos olvidan Odesa en El Molar: «Aquí veo más clara su vida»
La familia ucraniana se instaló en un hogar de acogida hace dos años y hoy, con ingresos propios, decide quedarse
Un año del viaje que salvó a la familia Echkenko de las bombas de Putin
Madrid
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Iniciar sesiónDe las muñecas de Jesús Díaz cuelgan muchas pulseras con la bandera ucraniana. El azul y el amarillo se funden en los brazaletes de goma que compró en un Ucramarket junto a los nuevos inquilinos de su casa, otras están hechas a mano, de tela ... ya desgastada, y algunas son finas cuerdas anudadas, una de ellas, un regalo del hermano de Irina que aún sobrevive en la ciudad bombardeada de Odesa. A Jesús se le quiebra la voz cuando lo menciona. Los últimos dos años han sido intensos, pero han servido para reconstruir la normalidad de una familia ucraniana. Una madre, Irina Shumska, y sus dos adolescentes, Illia y Alosha Shumskii, que ya no piensan regresar a Ucrania.
Es una mentalidad poco extendida entre la diáspora ucraniana en España. Es más común que estos refugiados pongan sus vidas en pausa, aunque busquen trabajo y continúen los estudios lejos de su país, que deseen reencontrarse con los hombres que no pueden salir de un territorio en guerra, que aguanten en una espera interminable. El año pasado, en una entrevista con ABC, Ruslana Echkenko lo definió así: «Intentamos vivir nuestra vida aquí, pero estamos como cargando [el término que utilizó es 'loading', en inglés, como la partida de un videojuego que no termina de arrancar], esperando a poder volver». Pero Irina no quiere esperar. En Ucrania no tiene marido (se divorció en 2012) ni perspectivas de futuro.
El Molar, un municipio de 9.000 habitantes al norte de Madrid, es su nueva Odesa, la ciudad de la que huyeron a orillas del mar Negro atacada a diario por las tropas rusas. Irina, de 47 años, sigue el conflicto bélico vía Telegram y mantiene el contacto con su hermano, su cuñada y su sobrina, que subsisten en Odesa, en un piso 12, y que cada noche se refugian en un aparcamiento subterráneo. Illia, de 15 años, y Alosha, de 14, viven apartados de esa información. «Ahora no pienso volver, veo que ellos están felices. Yo tengo el trabajo que he querido siempre y, si volvemos, no sabría qué hacer en Ucrania, tendría que buscar trabajo... Aquí veo más clara su vida que allí», asevera Irina, en el salón de un chalé dentro de una urbanización molareña.
Una odisea de dos años
Esa casa de piedra y ladrillo con un huerto salvaje pertenece a Jesús Díaz, de 40 años, Elena Pavón, de 42, y su hijo Iker, de 11. Cuanto Rusia invadió Ucrania, el 24 de febrero de 2022, decidieron ayudar. Todo empezó con un: «Oye, Jesús, que estoy pensando que la casa es grande, que tenemos sitio». Y se apuntaron a una lista organizada por la población civil. Enseguida recibieron una avalancha de Whatsapp que no sabían cómo gestionar, en esa época de cadenas de mensajes, boca a boca y convoys de voluntarios que partían a la frontera ucraniana por su cuenta y riesgo. Estuvieron a punto de recibir a una familia ucraniana que finalmente no pudo salir de Varsovia. Después ingresaron en un programa oficial de acogida del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones en colaboración con la Fundación La Caixa. La familia madrileña fue entrevistada y, el 10 de agosto de 2022, les presentaron a Irina, Illia y Alosha.
Los tres cargaban con bolsas, mochilas, maletas y el transportín del gato, con Persyk dentro (significa melocotón, en ucraniano). Illia, que domina el español, resume en unos minutos la odisea que comenzó una madrugada de febrero de 2022, cuando cayeron los primeros misiles sobre Odesa. «Nosotros en principio íbamos al cole, era jueves y de repente nos despierta mamá a las 4.30 de la mañana porque ha sonado una bomba. Nos dice que no vamos al cole y nosotros felices, pero luego entramos en TikTok y estaba lleno de cosas de la guerra». A las 8 de la mañana corrieron a una tienda de alimentación para aprovisionarse —«ya no había casi comida»— y durante un mes se guarecieron en un búnker. Pasaron otros dos meses en el pasillo de su casa, «con una manta encima por si se caía algo, para que no diera tan fuerte en la cabeza o el cuerpo».
«Quiero quedarme aquí. Me gustaría estudiar para ser cocinero, se me da bien»
Illia Shumskii
15 años
El viaje de huida duró horas y horas en tren y en las estaciones donde dormían, y otras tantas en conseguir la documentación y los pasaportes en el aeropuerto de Varsovia. Aterrizaron en Madrid y se alojaron en un centro de refugiados de Pozuelo. Dos meses después, Irina, Illia y Alosha conocieron a Jesús, Elena e Iker. Todos se montaron en el coche y el móvil se convirtió en su traductor. Ese 10 de agosto comieron sentados a la mesa macarrones con chorizo y tomate. Desde que se instalaron en una habitación del chalé, la muerte inesperada de Persyk ha sido la única desgracia que ha agitado su nueva vida. Aunque han tardado dos años, los ucranianos han retomado la normalidad perdida bajo los bombardeos.
Agenda de normalidad
En un hogar que crece de tres a seis miembros «todo cambia», asegura Jesús. La compra cuesta el doble, multiplicada por la inflación y porque los adolescentes están en pleno desarrollo. «Un dato: cuando Alosha vino tenía una talla de pie de un 37 y ahora tiene un 43, en el primer año creció una barbaridad», escenifica Elena. «El carro de la compra te dura nada, compré el viernes y el miércoles toca», añade Jesús. Hace tiempo que los traslados en coche están perfectamente coordinados para cuadrar las actividades de cada uno. En los últimos tres meses es más sencillo, porque todos tienen una rutina.
Cada mañana, Jesús (técnico en una empresa de informática) deja a los tres niños en el colegio de Alcobendas y Elena (administrativa en un banco) los recoge a las cinco de la tarde. Illia, Alosha e Iker juegan en distintas categorías del club de fútbol El Molareño, así que cada día toca entrenamiento y los fines de semana, partido en los pueblos de la zona. Cuatro días a la semana, Irina imparte clases grupales y entrenamientos personales en un gimnasio de Ciudalcampo, en San Sebastián de los Reyes. Y a los planes de la familia madrileña se apuntan todos.
Alcanzar cierta estabilidad no ha sido fácil. Menos «sin ayuda estatal o institucional», remarcan Jesús y Elena. Recoger los NIE, tramitar las tarjetas sanitarias, encontrar un curso de empleo para Irina y darle de alta en la Seguridad Social, rastrear información de utilidad para los refugiados..., «todo lo hemos buscado nosotros», aseguran. Sin un currículum válido en España y sin idioma, Irina no podía trabajar, así que se empleó a fondo durante tres meses. Tres horas de español por las mañanas en el distrito madrileño de Chamberí y la otra media jornada en Fuenlabrada, en una formación de monitora en sala del SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal). Volvió a entrenar con Elena y algunas amigas, completó sus prácticas en el polideportivo de El Molar y, en enero, consiguió trabajo.
«El mundo se ha olvidado de que en Ucrania sigue habiendo una guerra y de que hay un montón de familias aquí»
Elena Pavón
42 años
El siguiente paso, cambiar el chalé de acogida por un piso de alquiler, está resultando complicado. «Te piden cosas que ni yo puedo optar a ello. Aquí en El Molar un piso con dos dormitorios y calefacción eléctrica, con lo justo, pequeñito, cuesta 650 euros y te piden 2.200 euros de ingresos mínimos en la unidad familiar. ¿Cómo lo va a hacer si es ella sola?», cuestiona Jesús. Por ahora, siguen rastreando los municipios cercanos, mientras Irina dispone de ingresos propios por primera vez en mucho tiempo —además de una ayuda al alquiler de 600 euros que reciben Jesús y Elena— y sus hijos disfrutan de una adolescencia normal.
«Illia está todo el día fuera con sus amigos», según dice Elena, con una sonrisa, y su mejor amigo se llama Samuel. Sueña con ser cocinero y la semana pasada se estrenó con unas torrijas. Los petardos y la sirena escolar ya no le asustan. Su hermano Alosha, aficionado a los videojuegos de ordenador, pretende ser informático. A la pregunta de si quieren vivir, estudiar y trabajar aquí responden con un rotundo «sí». Irina tampoco duda: «Aunque termine la guerra, ¿cuántos años harán falta para que Ucrania se reconstruya?».
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