Harry de Inglaterra o la hermana de Bardot, todos quieren lo que no son
La auténtica vida, la real, reside en ese banquillo que llenamos de aspiraciones y derrotas
Johnny Depp en el hospital y Tom Cruise en el japo: Madrid no para
Madrid
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Iniciar sesiónMe gusta la segunda fila, la suplente, la opción de recambio, los segundones, los guanabís. El término proviene del anglicismo 'I want to be' que viene a significar, 'me gustaría ser', porque las personas nos pasamos la vida deseando lo que no tenemos, tratando de ... escapar de lo que somos y suspirando con ser algún día, todo eso que envidiamos y deseamos como espuma de glamur y purpurina. Envidiamos al que tiene dinero, al que es más guapo, al más delgado, al más gracioso y, por supuesto, al más solicitado. Es un tema de naturaleza porque somos tan inconformistas como pecadores. Y ahí, queridos amigos, todos somos un poquito guanabís.
El guanabí se gesta en la infancia desde bien temprano. A un hermano mayor le va mejor en el colegio y nuestro futuro deseador sufre en ese instante el primer cortocircuito de «será ca…» Luego se esfuerza y trata de llegar al éxito de su hermano, pero no lo consigue. Encima la abuela le dice de él que «es muy popular». Y claro, el segundo no es tan popular como el otro y entonces crece siendo 'el hermano de' en vez de ser 'el hermano que'.
Una infancia en la que el surco del guanabismo ya ha erosionado una personalidad que arrastrará de por vida ese complejo de no ser aquello que suspira. Claros ejemplos de guanabismo los podemos encontrar en la hermana de la Pombo, en la hermana de Brigitte Bardot, Mijanou, o en Harry de Inglaterra, que de tanto se volvió tonto y miren cómo ha terminado. Porque el guanabismo no entiende de clases sociales: ataca a todos por igual. Uno siempre quiere estar en el grupo que no es admitido. Es como lo del poema aquel de Campoamor de «en este mundo traidor…».
La auténtica vida, la real, la que podemos tocar, reside, precisamente, en ese banquillo que llenamos de aspiraciones y derrotas. Porque lo de triunfar, sea cual sea el concepto de triunfo que uno tenga, suele ser una batalla demasiado compleja como para ganarla. Y Madrid está apestado de personas que desean llegar a un sitio en el que te hacen fotos, donde creas tendencia, donde te llaman a eventos sin parar y en el que las marcas se rifan tu presencia por el mero hecho de ser influyente sobre el resto. Un resto que anhela ser como tú. Imaginen el lío. Miles de personas que buscan en ti su guanabismo mientras tu guanabeas con ser alguien que, a su vez, guanabea con otro. Todo hacia arriba.
De este modo, me pregunto, ¿dónde se acaba esta línea? ¿Quién ocupa el trono? ¿Quién es el guanabí supremo? Según Ortega y Gasset las personas «nos movemos, nos agitamos, deseamos lo que no tenemos. De ahí nace la vida, el progreso, la civilización». Pero el gran pensador no tuvo la desgracia de tener que pensar en tiempos de Instagram y derivados, donde lo único que merece la pena es tener otro me gusta. En esta era solo nos agitamos y, como mucho, seguimos deseando lo que no tenemos.
Años ha, las personas soñaban con ser médicos, empresarios, jueces, notarios, arquitectos, poetas, músicos o escritores. El concepto de guanabí tenía un sentido, una dedicación y, sobre todo, una meta. Una meta que era el conocimiento, el prestigio, la originalidad, la autenticidad… Ahora, sin embargo, un guanabí es una pena, un error, una envidia a secas, que es la peor envidia de todas porque no quiere ser como alguien por su trayectoria, sabiduría, habilidad o solidez profesional, sino que solo envidia ese número de me gustas que lo coloque en el foco de la nonada.
Andy Warhol lo predijo; se ha repetido miles de veces. Lo que no predijo era que, tras ese deseo de fama, por muy pequeño que fuera, estaba el mundo entero a la venta.
Madrid tiene esta semana un montón de actos hechos por y para los guanabís. Por eso no le dan tanta importancia las marcas que siguen haciendo cenas para cinco en casas con jardín. Por esa razón, he decidido no ir a ningún acto de segunda. Que la ausencia de este gato despierte en los mediocres asistentes un único pensamiento: este Magerit debe estar en Menorca, en Ibiza, en Cannes o a saber dónde. Pero está muy claro que no está aquí. Qué mamón.
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