El fin de las tertulias: la nueva moda de no dejarse ver
Quizá lo verdaderamente inquietante no sea que han muerto, sino que ya casi nadie las eche de menos. En lugar de los viejos cafés, proliferan ahora en ciudades como Madrid los clubes privados donde se abona la membresía para que se respete la intimidad y donde los teléfonos móviles no están permitidos
Cuando el capuchino se cargó al Café
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Iniciar sesiónHubo un tiempo en el que los cafés eran el salón de la ciudad. No había otra sala tan grande, tan pública y tan generosa para las conversaciones que querían ser escuchadas en voz alta. Uno entraba en lugares como el Café ... Gijón para encontrarse con los demás, pero sobre todo para encontrarse con uno mismo, al son de una frase ingeniosa o un desacuerdo educado.
Cuando el capuchino se cargó al Café
Alfonso J. UssíaQuizá esté bien que nos duela un poco perder el Café Gijón, para recordar que una ciudad sin memoria es solo un decorado, y que los cafés no se cierran: se quedan esperando por si algún día el dinero se olvida de venir
El café funcionaba como una plaza cubierta, un lugar donde la lluvia no interrumpía la conversación y donde siempre había una silla más para un recién llegado, aunque nadie lo hubiera invitado. Las tertulias tenían algo improvisado, pero siempre esperaban a otro escritor, otro político, otro empresario o periodista que llegara para contar las tendencias del ritmo de la vida. Todos los asistentes tenían mucha prisa por decir algo entre sorbo y sorbo: una opinión, un ejemplo, un chisme, una mentira; daba igual. El café era un ritual democrático donde todos estaban a la misma altura, y si alguien no tenía dinero para pagarlo, algún compañero de mesa lo liquidaba cortésmente. Como el ser humano actual está empeñado en estropear todo lo que toca, también nos estamos cargando estas costumbres tan nuestras que han venido definiendo a las personas desde hace siglos.
Hoy uno pasea frente a esos mismos locales y encuentra mesas redondeadas, turistas prudentes, camareros que lo mismo te hacen caso por error y algún perchero. Todos miran su teléfono, todos miran alrededor por si hay algo que postear. Nadie se fía de nadie. Lo que antes era un ruido vivo, contradicción y tertulia, ahora es eco. Un eco muy bien decorado. Muy a la tendencia. Pero eco, al fin.
¿Dónde han ido a parar quienes necesitaban discutir, intrigar, pactar o, simplemente, dejarse llevar por una opinión ajena? La respuesta es muy simple: a los clubs privados; lugares donde la discreción pretende ser moneda y donde la luz para avanzar casi en silencio está tamizada, como si no quisiera interrumpir a nadie. Y lo más importante, claro: donde un socio tiene la garantía de que nadie le hará una foto. Lo curioso es que estos clubes no han sustituido del todo a los cafés, sino que han absorbido su espíritu y lo han encerrado.
Lo que antes era patrimonio común —la posibilidad de escuchar o ver a alguien importante— ahora está reservado a una membresía que se renueva por recomendación, como si la inteligencia necesitara un avalista de buena cuna para tener un lugar donde comentarse. Las tertulias ya no se improvisan; se programan. Se confirman por mensaje privado y, al llegar, un empleado te recuerda que, por favor, no está permitido el uso de teléfonos móviles en las salas del club.
Las tertulias ya no se improvisan, se programan. Se confirman por mensaje privado
La paradoja es evidente. En los cafés de antaño no había cámaras y nadie temía que lo retrataran. En los clubes de hoy hay normas contra los teléfonos y, aun así, todos sienten que los están vigilando constantemente. Será por lo que hacen desde el poder y otras instancias. Pero me temo que es la costumbre de vivir en un tiempo donde cualquier gesto puede convertirse, contra tu voluntad, en un archivo que circula más rápido que tus explicaciones.
El selecto club de los zánganos
The Drones Club se fundó en la imaginación de P. G. Wodehouse con tres normas fundamentales que debían cumplir los aspirantes a socios. La primera: ser solteros. La segunda —y no menos importante—: tener un linaje demostrable de rango y abolengo. La tercera —y especialmente valorada por los viejos socios—: no tener estudios superiores. Con estas tres premisas uno podía formar parte del selecto club de los zánganos, aquel templo que no permitía la entrada a mujeres en la calle Dover Street y donde el barman, McGarry, siempre tenía la penúltima palabra.
El origen de esa privacidad vino dado por el consumo del café, que es cuando se fundaron los viejos clubs de caballeros ingleses. En todos ellos se buscaba no solo pertenecer a algo en forma de arraigo, una identidad común con otros iguales, sino también la garantía de que los chismes de cada uno no llegaran a las páginas impresas de la edición de tarde. Entonces, el concepto de privacidad era un lujo y garantía de discreción, aunque todos los rumores salían de esas mismas paredes tarde o temprano.
Ahora, los clubs privados renacen en esta época dorada que no se sabe bien si es burbuja o pompa, pero que ven multiplicarse semana a semana, buscando una privacidad y una distinción ante todo lo demás. Que todo el mundo decide tener una red social. Lo exótico es hoy no tenerla. Que todo quisqui se hace fotos al atardecer; pues uno amanece de noche. Se trata de marcar una diferencia con el resto.
Clubes VIP en Madrid
- club Casa Club, calle del Pinar, 17; - club Matador, calle Jorge Juan, 5;- Forbes House, calle Amador de los Ríos, 5;- club Monteverdi, calle Almagro, 36; - Nuevo Club, calle Cedaceros, 2;- club Vega (propiedad de Íñigo Onieva), calle Lagasca, 88;- club Argo, plaza Santa Ana, 7;- club Alma calle Príncipe de Vergara 9
Proliferan en Madrid lugares como Matador, en la calle Jorge Juan; el Club Argo, en la plaza de Santa Ana; el club Monte Verdi, en la calle Almagro; la Casa Club, en la calle del Pinar; el club Alma, en Príncipe de Vergara, o el futuro Vega Club, que abrirá Iñigo Onieva en el barrio de Salamanca. Todos son lugares donde se ha escondido la conversación y el deseo de no exponerse, para no quedar al alcance de un mero clic cotilla. Se paga una cifra de entre 2.000 y 6.000 euros por ser admitido y luego una cuota que varía según lo nobles que sean las maderas de sus salones. Pero, al final, es un concepto de pagar por exclusividad y discreción.
se paga por formar parte de uno de esos clubes selectos y privados que proliferan en Madrid.
Recientemente se ha publicado un estudio titulado 'Elite Theory Application to Social Privacy Concerns During…' que sugiere que la «privacidad del individuo» adquiere relevancia cuando hay preocupación por riesgos de vigilancia o exposición, factores que podrían ser más acuciantes para personas con alto perfil social, político o económico.
Este concepto aparece también en la llamada «sociedad líquida», que defiende la teoría de que, en un mundo cada vez más conectado, las relaciones interpersonales se diluyen y las solidaridades se extinguen, sustituidas por la virtualización de las redes sociales. La atomización afecta a todas las relaciones comunitarias. Esta afirmación fue desarrollada por el sociólogo británico-polaco Zygmunt Bauman, quien introdujo la idea de «modernidad líquida» y escribió sobre sus consecuencias en los individuos, concretamente aumentando sentimientos de incertidumbre y una privatización de la ambivalencia. Esta idea de sentirse cada vez más acosado por todo el mundo virtual, al mismo tiempo que se consume o se trata de poner barreras allí donde siempre hay conexión a 5G.
Enchufarse al contacto y la cercanía
Pero no solo se trata de la privacidad. La sociedad ha cambiado desde que Steve Jobs nos jodió la vida metiendo tras una pantalla táctil el mundo entero. Poco a poco, las personas interactúan más con sus iguales mediante el teléfono inteligente que mirándose a la cara y entablando una conversación. Existe una corriente en San Francisco que aboga por no tener acceso a internet salvo desde un viejo ordenador conectado a un rúter casero. Los llaman «los desenchufados» y, aunque por el día programen aplicaciones y sigan cebando este nuevo mundo virtual, luego presumen de llevar una vida basada en el contacto humano, la palabra, la cercanía, la piel.
La privacidad se ha transformado en un producto prémium, una marca que distingue de la plebe, que precisamente se está acostumbrando a hablar menos y a exponerse cada vez más
Imagen del club Matador de Madrid
Quizá lo verdaderamente inquietante no sea que las tertulias hayan muerto, sino que ya casi nadie las eche de menos. Hemos sustituido la palabra dicha —esa que obliga a escuchar, modular el gesto, rectificar o insistir— por la comodidad aséptica de la comunicación editable. En este proceso, la conversación dejó de ser un acto público para convertirse en un lujo reservado a quienes pueden pagarse un refugio sin cámaras y sin ecos digitales. La privacidad, que antaño era el telón de fondo de la vida cotidiana, se ha transformado en un producto prémium, un atributo que se compra y se protege como si fuera una marca de distinción y lejanía con la plebe.
Mientras tanto, el resto de la sociedad se acostumbra a hablar cada vez menos y a exponerse cada vez más. Las plazas se han vaciado, los cafés se han vuelto vitrinas silenciosas y la espontaneidad se ha convertido en un riesgo. Lo paradójico es que, en este mundo hiperconectado, la conversación genuina se ha vuelto subversiva: un acto casi clandestino. Quizá por eso quienes aún necesitan pensar en voz alta, disentir o dejarse persuadir se esconden en salones privados. Y mientras ellos recuperan, a puerta cerrada, la libertad de conversar, a nosotros solo nos queda el eco.
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