La estafa del bikini en las barras modernas
BAJO CIELO
De calentar la leche en cazo hemos pasado a la capsulita del café, porque en ese abandono del bar de abajo está todo en lo que nos hemos convertido: un usar y tirar, algo instantáneo
Villaverde, la cercanía de lo lejano

El olor a plancha, las servilletas de papel transparente por la grasa, los palillos, las bolitas no encestadas en las papeleras bajo la barra; ese plato blanco pequeño, darle un toque al camarero para que pusiera cubiertos, el ruido de la máquina tragaperras, el serrín ... de la puerta, los cristales nublados de vaho…; todo esto no es mi magdalena de Proust. Fue el salón de nuestra casa, el bar de abajo, mañana te lo pago, gracias Paco. Uno se gastaba 250 pesetas y se zampaba un mixto y un café.
Ahora lo llaman bikini, que es el mismo sándwich sin los bordes, pero que te pegan un palo como si hubieras pedido primero, segundo, postre, café, copa y vino, y todo por echarle una hojita de algo verde entre el jamón y el queso. Es lo que tiene la nueva hostelería. Misma cosa, tres veces más cara y encima con una música ambiente que uno no sabe si está desayunando o entrando en el Macumba. Háganme caso: si usted entra en un restaurante y le dicen que tienen el dichoso bikini, salgan corriendo sin mirar atrás.
Madrid se está llenando de lugares que eran bares y ahora son naves espaciales de madera y ladrillo visto. Huele a leña, a brasa, y los yayos han dado paso a margaritas a quince pavos que entre dos son diez mil pelas, de las que antes daban para el finde entero. Por Chueca se venden pitos y flautas de bizcocho y hacen colas en sus mostradores para comerse un falo de pena. Ya no se piden medias tostadas, como hacían en la bohemia los que no tenían para una entera y aguantaban dándole a la cabeza y a la prosa mientras alargaban el vaso de agua.
Si Valle-Inclán levantara la cabeza, se daría cuenta de que el esperpento es una realidad. Hubo un tiempo en el que el bar era como una estación de tren. No entendía de clases porque en este mundo traidor...; ahora todo es pretencioso porque más vale una foto para las redes que dejar una propina para el bote. En la calle esperan los repartidores de los cruasanes diminutos, pues hasta el desayuno se toma en casas y oficinas por aquello de prohibir el cigarrito. Se ha puesto de moda lo del bufé, que no es otra cosa que comer a cara perro a la hora del café.
Siempre he detestado en los hoteles a los que mezclan lonchas de embutidos con la piña y tal, como si nunca les hubieran enseñado modales, pero claro, una imagen vale más que mil palabras y todos quieren decir que estuvieron allí. Siempre nos quedarán los churros, eso no cambia en este Madrid que mira atónito mientras piensa que por qué le habrá tocado que lo vivamos de esta forma. Ya no quedan esos hombres rudos que se apretaban dos orujos antes del andamio, pues el feminismo ha condenado al piropo para denunciarte por mirar.
Los niños ya no toleran los cereales, pero tampoco toleran los castigos, ni la frustración, ni a los maestros, ni al aburrimiento, y casi ni a sus padres, que ahora son amiguetes por eso de ser tan modernos como estúpidos. Cuánto ha cambiado el desayuno, cuánto hemos cambiado. De calentar la leche en cazo hemos pasado a la capsulita del café, así, ecofriends, porque en ese abandono del bar de abajo está todo en lo que nos hemos convertido: un usar y tirar, algo instantáneo, de un solo uso, inmediato y a la basura. Si no nos importa que nos tomen el pelo desde arriba, ¿qué más dará que nos lo tomen al pedir un sándwich mixto al que llaman bikini, y que refleja lo poco que nos queda para que la raza se extinga? Que Paco nos pille confesados.
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