El bando municipal que eliminó el Entierro de la Sardina y causó una crisis de gobierno

Lo contaba Blanco y Negro en su edición del 25 de febrero de 1917, pero la cosa fue bastante anterior: de los tiempos en que Juan Bravo Murillo era presidente del consejo de ministros de Isabel II. El político llegó al poder con el lema «Abolición de la preponderancia militar; menos política y más administración». Y apagando unos fuegos, encendió otros. En el caso que nos ocupa, donde menos lo esperaba.

Ocurrió que se acercaban las fiestas de Carnaval y el ministro de la Gobernación, Fermín Arteta, consideró conveniente suprimir el tradicional Entierro de la Sardina, que se celebra el miércoles de ceniza. No lo consultó ni lo comunicó: llamó a su despacho al jefe político, conde de Revillagigedo, y al alcalde de la Villa, el marqués de Santa Cruz, y los tres redactaron al alimón un bando con ese fin.

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Como nada es más difícil de guardar en política que un secreto, se enteró del asunto Pascual Madoz, diputado progresista, y la decisión no le gustó nada. Fue a la Cámara decidido a oponerse con todas sus fuerzas a que se suprimiera la celebración, y como no encontró al inductor de la medida, Fermín Arteta, la bronca le cayó a Bravo Murillo, que no sabía por dónde le llegaban las bofetadas.

Templó gaitas como pudo don Juan, tranquilizando a Madoz y asegurándole que no habría tal medida, y que la sardina seguiría enterrándose como cada año.

Mientras esto ocurría, el diligente alcalde Marqués de Santa Cruz llenaba las esquinas de Madrid con su bando, prohibiendo el Entierro. De una pared de la calle lo arrancó un furioso Madoz, que con él en la mano, apareció en el Congreso con el papel y más enfadado aún que el día antes, sospechando que le habían tomado el pelo.

En esta ocasión, de nuevo Arteta no estaba y tampoco encontró al presidente. Pero sí que se topó con el alcalde, ante el que descargó toda su ira. Sin saber que el día antes, Bravo Murillo le había prometido que no se llevaría a cabo la medida. Aquello llevaba camino de convertirse, al menos para Madoz, en el clásico 'teléfono escacharrado', porque el alcalde, que ignoraba la postura del presidente y no estaba dispuesto a achantarse en su decisión reflejada en el bando, le aseguró igual de rotundo que no había ninguna discrepancia ni contradicción en el Gobierno sobre este asunto, y nadie pensaba echar atrás la supresión del entierro sardinero.

Como vio que por la vía dialéctica no avanzaba, Madoz decidió pasarse a la epistolar: envió una carta incendiaria a Bravo Murillo, en la que le pedía explicaciones y le anunciaba una interpelación en el Congreso de las que harían temblar los escaños. Puso el presidente pie en pared y decidió llegar al fondo del asunto, lo que acabó con todo aclarado, el artículo 9 del bando -el que suprimía la festividad- derogado y la sardina camino del camposanto.

Madoz respiró, los grupos de plañideros que acompañaban a la sardina también lo hicieron y la tradición continuó su curso hasta hoy. Eso sí, el incidente tuvo su coste político: el alcalde se subió por las paredes ante la imposición presidencial de suprimir la medida, algo que mermaba su autoridad y le debilitaba ante sus enemigos. Ni acudiendo al ministro Arteta se deshizo el entuerto: todos reconocían estar cargados de razones, pero nada pudieron hacer frente a la decisión firme de Bravo Murillo. Nada, salvo dimitir, por orgullo y dignidad. ¿Lo hicieron? Revillagigedo y Santa Cruz sí; el ministro hizo el amago pero le convenció Juan Bravo para no hacerlo. También dieron un paso atrás varios de los concejales municipales.

Aunque de origen incierto, el Entierro de la Sardina es fiesta con solera y mucha continuidad. Una cofradía se encarga en Madrid de mantener viva su esencia. Algunos autores apuntan a que fue una partida de pescado que llegó podrido a la capital y fue mandado enterrar por su horrendo olor la que inició la costumbre. El caso es que este miércoles, quien se pase por la Fuente de los Pajaritos, volverá a ver al cortejo 'fúnebre' en todo su esplendor.