cartas al alcalde
Agua de estrellas
La verdadera gracia de esta villa no solo está en sus fuentes ornamentales, sino en los caños de sus plazas
Madrid
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Iniciar sesiónLos cronistas de reojo, alerta y escritura emocionada han repetido que Madrid es ciudad de agua recóndita, de condición casi escondida, y lo es, alcalde, porque yo he bebido en sus caños y he visto cómo cada fuente es un latido aislado y casi huido ... del barrio. Cada vez que bebo en una fuente de Madrid, casi cabeza abajo, es como si bebiera ráfagas de estrellas. Madrid es moderna, sí, pero sigue siendo pueblo o poblachón en lo peatonal, y basta asomarse a la fuente de Cibeles, que más que dar agua da identidad, o detenerse en la fuente de Neptuno, donde las celebraciones futboleras convierten el agua en himno.
Y, sin embargo, la verdadera gracia de esta villa no está sólo en las fuentes monumentales, sino en los caños humildes de las plazas. La fuente de la Fama, en el Retiro, se abre como un remanso barroco. La de Cabestreros, en Lavapiés, aún conserva el aire castizo de corrala, y la fuente de los Galápagos, donde los niños chapotean entre tortugas de piedra, es una fiesta sostenida de infancia. Son dos mil fuentes potables, dicen, las que vertebran Madrid, aunque la mitad permanezcan mudas por ajustes y reparaciones, pero cuando manan, convierten cada paseo en un milagro.
Beber en la fuente de Apolo es saborear un poco la música de Ventura Rodríguez. Acercarse a la fuente de la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, es sentir que el agua viene desde las montañas invisibles de la sierra. Cuesta un poco recurrir al tópico, pero hay que hacerlo: el agua de Madrid es un tesoro incontable, alcalde, usted lo sabe, y médicos y poetas y viajeros lo confirman: lleva agua más clara que la embotellada, más alegre que la gaseada, más limpia que la de muchos ríos de renombre.
Por eso, cada vez que una fuente vuelve a sonar tras el silencio de cierto abandono, o de la reparación exigida, la ciudad revive. Ahí en la fuente de los Delfines, en la de la plaza de la Villa, en la aislada fuente de las Conchas del Campo del Moro. Una fuente apagada es una herida urbana, una dolencia de todos, como un piano cerrado. Una fuente viva es un aplauso de agua al peatón, un regalo que convierte la marcha en canto y el descanso en ceremonia.
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