De unas copas virtuales en cuarentena a luchar contra el hambre en Madrid
La ONG Pick-Up Solidaridad, fundada en pleno confinamiento, recoge cada mes toneladas de comida para ayudar a decenas de familias en la capital
Bruno Pardo Porto y Vídeo: David del Río
Esta historia es lo que va de una videollamada de cuarentena, con risas y copas, a una de las colas del hambre de Madrid, lo que ocurre entre que alguien dice «hagamos algo» y ese algo se realiza. Esta es la historia de unos amigos ... que se reunieron para coordinar una recogida de alimentos en abril del año pasado y que han terminado fundando una ONG (Pick-Up Solidaridad) que consigue varias toneladas de comida cada mes para los más desfavorecidos. Es una historia, en realidad, llena de historias: la suya, la de los cientos de voluntarios que participan, la de las personas a las que ayudan.
Todo empezó en uno de aquellos días eternos del confinamiento, con un mensaje difundido en Whatsapp e Instagram que obtuvo muchas respuestas, porque en aquel tiempo extraño cualquier novedad era un acontecimiento, y porque hay más generosidad de la que uno piensa viendo la televisión. Pedían pasta, legumbres, leche o lo que fuera, y la gente se entregó a la causa: necesitaron diez días para ir de casa en casa recogiendo las donaciones.
«Ahí nos dimos cuenta del alcance que podíamos llegar a tener. Aquella primera recogida de alimentos fue impactante. La gente era lo único que hacía: salía a comprar y se volcaba», relata Blanca Navarro, que junto a Jaime Guijarro, Mercedes Martínez, Elías Paramio y Ramón Lladó (ninguno llega a los 35 años) ha levantado esta organización. «Pensamos que esa recogida iba a ser algo puntual, pero al final apostamos por ello y aquí estamos», añade.
Hay una frase que repiten constantemente en Pick-Up: quien puede, debe. Se la escucharon a un hombre que, en el supermercado, vio a varios voluntarios con un carrito lleno de atún (doscientos euros en atún, casi nada) y decidió pagarlo él, así, sin más. Esas cosas pasan. Desde entonces se ha convertido en una especie de mantra: quien puede, debe. «Es en lo que nos basamos, si puedes dedicarle un fin de semana al mes, tres horas o cinco minutos, debes hacerlo», asevera Mercedes Martínez.
Ella ha visto gestos imposibles de olvidar. Como el de los dos niños («de diez años, no más») que estaban comprando su merienda y decidieron entregar un par de botecitos de tomate. Como el del mendigo que les dio un paquete de arroz. Como el del anónimo o anónima que les mandó un camión de Alcampo lleno para ellos («tardamos una hora en descargarlo»). Como el de los cientos de jóvenes que, en plena época de exámenes, aparecen un sábado a las ocho de la mañana para ayudar y se quedan hasta las ocho de la tarde. Como el del chaval que se pasó el día de su cumpleaños cargando cajas.
El bien es así de evidente. Así de sencillo.
Veinte toneladas de comida
Noviembre de 2020 fue una «locura» en Pick-Up, pues fue cuando batieron su récord de recaudación: veinte toneladas de comida o, mejor aún, veinte mil trescientas raciones que poner encima de la mesa. Para llegar a esa cifra hay que sumar infinidad de esfuerzos. Hay que tener a doscientos voluntarios pidiendo ayuda en los supermercados («hola, buenas tardes, estamos organizando una recogida de alimentos, ¿quiere colaborar?»), a otros muchos yendo de hogar en hogar recogiendo bolsas. También se necesita que algunos recorran Madrid en furgoneta para juntarlo todo en su almacén, que cada vez está en un lugar distinto, pues es prestado. Y hay que descargar, ordenar la cosecha y contabilizarla. «Cada gramo cuenta», insiste Jaime Guijarro.
En el almacén hay risas y bromas internas, pues los voluntarios suelen repetir. «Esto es una secta, empiezas y ya no sales nunca», confiesa Berta entre carcajadas. Hay colegas y sobrinos y primos y hermanos, porque la idea es que uno va liando a los que le rodean, y así nace una suerte de cadena de favores que funciona sorprendentemente bien. Ahí está, para el caso, la familia Carrascal, que está presente en cada recogida con, al menos, diez representantes. «La ayuda es una vocación», se escucha por ahí.
En una época nefasta, fatídica, este proyecto ha sido un salvavidas al que agarrarse. Un poco de suelo firme y de cordura en medio del jaleo y del miedo. «Empecé en plena pandemia, con la primera recogida. Fue precioso. En ese momento yo estaba frustrada, ni estaba trabajando ni haciendo lo que quería, y de repente se me encendió una luz. Era algo en lo que podía ayudar, sentirme útil. Es lo mejor que me ha pasado en este tiempo. Es increíble», afirma Marta, que es profesora.
La parroquia que nunca se confinó
Al principio, en Pick-Up repartían la comida que recogían, pero ahora han preferido delegar esa labor en otras manos más experimentadas, como las que hay Parroquia San Juan De Dios, en Vallecas, que dirige el padre Gonzalo, un cura más ocupado que un ministro (lleva dos móviles encima, y no paran de sonar) y que parece conocer al barrio entero por su nombre propio. Desde allí han llegado a ayudar a ochocientas familias en el peor pico de la pandemia.
«No se conoce en esta parroquia lo que es confinarse. No hemos cerrado ni un día desde el ocho de marzo, no hemos parado de brindar la mano», comenta, orgulloso.
Es miércoles, aún no han dado las nueve de la mañana y en su parroquia ya se amontonan los voluntarios, que él dispone en una cadena digna del mismísimo Henry Ford: tareas mínimas para hacer algo grande. Funciona como un engranaje perfecto, en el que entra un carrito vacío y sale lleno, según el número de personas al que va dirigida esa ayuda. También tienen en cuenta si los destinatarios son musulmanes, para adaptar la alimentación. La idea es que les de para todo el mes. Y luego vuelta a empezar, porque el hambre no termina.
Fuera de la parroquia, en el frío, la cola crece. Allí espera, por ejemplo, Manuel, un jubilado con la vida trastocada por el virus. «Mi mujer ha estado tres meses intubada. Dios ha hecho un milagro y ha salido, pero ahora tiene que ir a rehabilitación. En taxi, claro. Y las medicinas nuevas que le ponen valen mucho dinero. En fin, no me llega con la pensión. Imposible con ochocientos euros pagar la comunidad, la luz, el agua, el gas, el teléfono… Todo», lamenta.
El suyo es un caso de tantos, por desgracia. Y con él acaba esta historia que empezó con una videollamada de cuarentena.
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