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La plaza de las ejecuciones

Término de las líneas de postas que recorrían los pueblos, mercado diario, coso taurino, centro de reunión de corrillos y mentideros... Pero también lugar de ejecuciones públicas, la Plaza Mayor, centro neurálgico de la Villa durante siglos, vivió cambios de denominación que unieron su nombre a lúgubres fantasmas y demonios

0ABC Actos festivos y ajusticiamientos tenían lugar en la Plaza Mayor. En la imagen, el Rey Carlos II y su madre Doña Mariana presidiendo desde el balcón central de la Casa de la Panadería una corrida de toros

TEXTO: MABEL AMADO

MADRID. El recorrido, a pie o en carreta, era corto. Desde el Palacio de Santa Cruz -entonces Cárcel de Corte- hasta la Plaza Mayor, los condenados a muerte repasaban sus vidas y los más rezaban sus últimas plegarias. Hasta fines del siglo XVIII -fecha en la que se trasladó el lugar a la plaza de la Cebada- fue punto de llegada del fatídico viaje sin retorno hacia la horca -la mayoría de las veces-, el garrote vil o la hoguera.

Y según el arma se elegía el lugar: el cadalso de la horca se levantaba delante del portal de Paños, el de los degollados frente a la Casa de la Carnicería y para los que sucumbían en el garrote vil se elegía la Casa de la Panadería.

Y es que este popular centro de la ciudad, primero conocido como plaza del Arrabal y después plaza Real, de la Constitución, de la República y, finalmente, Mayor, compaginaba en el siglo XVII sus actos festivos -entronizaciones, beatificaciones, corridas de toros, duelos, justas poéticas...- con las ejecuciones más espeluznantes.

Como recordaba Federico Bravo Morata en su «Historia de Madrid», los condenados eran de toda clase y condición, desde un pilló que fingía ser sacerdote a un peligroso espía, pasando por un ajusticiamiento múltiple por agravios al Cristo de la Paciencia.

Autos de fe

Incluso fue famoso el proceso contra Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias, acusado en 1621 de todo tipo de delitos, desde hechicería a asesinatos. Aunque murió degollado, el pueblo recordó su altivez con la conocida frase: «Tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca».

Estos autos de fe conllevaban una gran parafernalia de vestidos, hábitos penitenciales, velas, alfombras y hasta avituallamiento. No en vano se prolongaban durante muchas horas y, en algunos casos, reunían a tribunales de varias provincias. Para la mayoría de los reos el final era el mismo, la condena a muerte; sólo unos pocos, tras la pena de azotes, eran enviados de por vida a galeras. Era, pues, lugar donde aplicar justicia y quizá por esa causa la leyenda liga su pintoresco entorno a historias diabólicas y fantasmales. Es el caso de un pavoroso incendio -uno de tantos que asoló la castiza plaza- que tuvo lugar en una madrugada veraniega del año 1631. Las crónicas de entonces, a sabiendas de los dos focos de fuego, atribuyeron a «muchos demonios, pues algunos los oyeron», la autoría. Durante tres días y tres noches la plaza ardió, y con ella más de cincuenta casas. Finalmente, la «intervención divina» -los vecinos y congregaciones llevaron hasta el lugar las imágenes religiosas que consideraban más milagrosas- acabó con el incendio.

Otras veces, en vez de demonios los aparecidos eran fantasmas que, al igual que los reos que transitaron por la plaza, lanzaban lamentos y quejidos e, incluso, los espíritus de los que perecieron en los sucesivos incendios.

Así, mezclando historias festivas y acontecimientos luctuosos, la Plaza Mayor pasó los años hasta convertirse hoy, en pleno siglo XXI, en uno de los lugares más visitados de todo Madrid y en centro inaugural de las fiestas más representativas de la Villa. El balcón de su Casa de la Panadería -con su mural exquisitamente restaurado- así lo atestigua.

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