La Filomena sahariana tiñe Madrid de color sepia
La calima que la borrasca Celia está dejando en buena parte de España y la contaminación de la capital conforman una tormenta perfecta de polvo del desierto en el aire y suciedad en las calles. Un día para recordar
Hasta cuándo durará la calima en Madrid
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Iniciar sesiónVer Madrid en rojo y en invierno, o en marrón y en marzo –dependiendo de la refracción y demás fenómenos visuales–, vuelve a tener algo distópico, como Filomena y todo lo que llevamos vivido en estas latitudes. El polvillo sahariano es un tema ... de conversación, como cualquier otro, pero un tema de conversación donde se juntan el miedo a otra plaga, algún rezo no demasiado serio, y una imagen icónica, la de un sacristán limpiando la torre de la iglesia de Nuestra Señora del Buen Suceso por la zona de Princesa. Los meteorólogos habían alertado de un día histórico, y en la calle, paseada por sus zonas más icónicas, el madrileño hacía su vida normal mientras los índices de contaminación pitaban.
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Rafael, portero de Benito Gutiérrez, baldeaba su trozo de acera mientras que un poco más adelante, en uno de los puntos urbanos más altos de Madrid, aquel que llamaban en tiempos el cerro del Pimiento, la sierra, que el fin de semana se vio blanca, hoy no se adivinaba. Como si Madrid acabara en el arco que nos dice por donde se llega a La Coruña.
Algo inaudito
Ocurrió que el día se despertó sucio, aunque ya desde última hora del lunes, quien suele mirar a esto de los cielos sabía que se avecinaba algo inaudito en pleno invierno. El cronista paseaba la ciudad, hablando con unos y otros: se fue al autolavado de las gasolineras y no le hablaron por protocolo, que para hacer costumbrismo de un día que entrará en el recuerdo parece que había que pedir una bula.
En Casa Manolo –en la calle de la Princesa–, donde Madrid empieza o acaba, según se mire, la clientela pedía un café más oscuro que el día, que ya son ganas de pedir nicotina. Quien bajaba del intercambiador de Moncloa y había salido en oscuras de su pueblo, como Pepe, se sorprendía de que en las aceras y en el cielo sólo faltaran por sonar las trompetas de Jericó. Incluso se citó a Putin, más por extrañeza que por miedo.
La calima en borrasca, llamada Celia por no llamarle Filomena seca , no paralizó la ciudad. Si bien en las terrazas pedían paraguas para que no lloviera barro, que por muy denominación de origen sahariano que tuviera el grano, no es plato de buen gusto que caiga sobre la gamba.
Quien más quien menos se afanaba en evitar el polvo, que no sólo estaba en suspensión, sino que nos hizo olvidar el color gris de la solería de Madrid y entraba en la losa desgastada y en las juntas de dilatación y en los charquillos embarrados. Se mirase a donde se mirase, poca gente fotografiaba el momento, acaso porque Filomena supuso un hito y eso de que granos de arena le den a la Torre de España color de edificio de Tombuctú tampoco era materia de selfi, quizá porque existan los filtros fotográficos.
En Santa Cruz de Marcenado, Javier y Nasser, jardineros, seguían con su trabajo pese a Celia y su manto rojizo que quizá no diga nada a un tuareg, pero sí a un castizo. Su respuesta era la lógica: el polvillo no mata a una planta. Y Basilisa, calé como ella sola, le pedía al cielo que no lloviera: lo mismo que Manuel Guerrero, que con la mopa hacía lo imposible porque el taxi le brillará en la medida de lo posible y en la puerta de unos grandes almacenes.
Más que al suelo, era día ayer martes de mirar a los tejados de la ciudad. El de la casa de México parecía el desierto de Sonora. Ese tejado y todos los tejados de ese Madrid que tanto se parece a México. Entre que no hizo excesivo frío, al cronista se le iba formando un barrillo desagradable en el bigote, la sensación de cacao en polvo del malo.
Álvaro Cisneros pasaba el mocho por los coleccionables, los libros de sudoku, y hasta el periódico tenía un mate marrón que se adivinaba mirando en detalle. El barro llegó a la mañana, y hubo quien quiso ver en Navacerrada los vídeos que llegaban de la Sierra Nevada granadina, donde debajo de la arena estaba en la nieve. En nuestra sierra, sensación de nieve sucia y en el termómetro de O’Donnell, 19 grados. El dato es el dato.
Lluvia de sangre
Con todo, había calles y calles. A Laura, conductora de VTC, «le habían tuneado el coche en marrón». Y «lo peor no era eso», era que otro chófer había gastado los líquidos limpiacristales. «Ya tenemos aquí la playa: ayer la lluvia, hoy la arena», bromeaba mientras el coche bajaba de los bulevares al Barrio de Salamanca.
En la calle de Ruiz ya sí que el polvo sahariano levantaba una cuarta, pero es que todo Madrid, a excepción de algunos porteros excesivamente celosos, tenía los sueños amarillos. La desgracia llegó cuando una señora, por San Blas, se precipitó al vacío mientras limpiaba los cristales . En estado muy grave, al cierre de esta edición.
Ha habido polvo sahariano en suspensión. Incluso este verano. Pero en invierno, con 20 grados, Madrid tenía algo de apocalipsis con el madrileño, eso sí, integrado. Desde el paseo de Rosales, quien más quien menos se asomaba esperando aquello que cantaba Serrat: lo de los atardeceres rojos. La lluvia de sangre, sí, que aún seguirá con nosotros hasta el jueves a razón de los pronósticos. Otro día para los anales de la ciudad donde el barrio de Salamanca y la plaza de Colón tenían sus kilos de arena que se barría y volvía a caer. En plenas narices de Julia, de Jaume Plensa , difuminada a 30 metros.
Como la ciudad.
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