Una colonia de 200 afganos en Madrid: «Aquí nunca me he sentido un extranjero»
La comunidad ha rehecho su vida en Nuevo Baztán, Alcalá de Henares y Móstoles tras huir de los incesantes ataques terroristas
No está lejos el domicilio de Kohi, en la Alcarria madrileña, de la base de Torrejón donde ha llegado un contingente de 110 afganos en el A400M del Ejército rumbo a una vida en paz; desconocida, pero en paz. Kohi tiene los ojos claros, don ... de lenguas y es el símbolo de aquel Kabul y de aquel Afganistán que fueron. Aquel donde las mujeres podían vestir como Sofía Loren, había salones de té y todo el país era una parada montañosa y exótica en el largo viaje a la India. De esa etapa y del ejemplo una mujer reportera en otro Afganistán como fue Khorshidd Attai, escribió Kohi una biografía en persa, ‘Sol’, en la que, efectivamente, se comprueba, por contraste, que hoy el país ha vuelto a la Edad Media.
Kohi siempre ha trabajado como asesor de prensa, casi cuatro décadas en un país devastado por sucesivas guerras, y por eso conoce bien la idiosincrasia española (y la alemana, y la inglesa y la norteamericana) mucho antes de llegar a España hace cuatro años, primero a San Sebastián y después Nuevo Baztán, a esa Alcarria madrileña, reseca, que puede recordar, por qué no, a un páramo de Asia Central.
D. Kohi recibe a ABC en un chalé que ha construido como jefe de obras («los periodistas afganos tenemos que reciclarnos, y mirad, no lo hago tan mal») y muestra con orgullo una suerte de jaima, donde primero vivió hasta que pudo construir esa vivienda en la que habita en un curioso usufructo que ha apalabrado con la propiedad. Junto a la jaima, unas vides se retuercen al sol de agosto y es que, «aunque mucha gente lo desconoce, Afganistán tiene más de setenta variedades de uvas diferentes».
A la entrada del domicilio de Kohi, dos banderas de Afganistán con unas velas encendidas dan la temperatura del desvelo de este hombre, responsable cultural de la asociación Afganos en España, por la suerte que corre su país en manos de nuevo del régimen talibán. Con cierta amargura revela que su nación «siempre estará en guerra», y para eso se basa «en la Historia» y en un mapa de los grandes imperios que va dibujando en el aire mientras cita con el ceño fruncido el papel oculto de algunos servicios secretos en el desastre actual. Y más allá, refiere la mentalidad del propio afgano, que es «rural, tribal y algo cainita», poco consciente de «un país tan rico en recursos naturales».
Vino a España con su familia harto de la inseguridad: un ataque terrorista acabó con la vida de catorce de sus mejores amigos y eligió a España. Un alto militar español le brindó su «amistad» y entonces puso su destino en España con las complejidades previstas e imprevistas de «vender la casa y solucionar todo el papeleo consular de los visados». También influyó, admite con una sonrisa, que «la primera paella y la primera cerveza» que probó en su vida, las probó en la base española de Kabul, y aquello fue una suerte de revelación.
La libertad
La melancolía por su país no le impide reconocer la libertad que vive en España, donde puede presentarse «como ateo», donde sabe que es «reconocido y valorado» en la urbanización donde habita. Se recuerda en su padre, «que nunca tuvo problemas con nadie», y saca de los armarios de la memoria el cartel electoral con el que se presentó como diputado independiente al Parlamento afgano por la circunscripción de su tierra natal, a 50 kilómetros de Kabul.
Sabe que «el español es acogedor por naturaleza», del mismo modo que el afgano que llega a España es «muy trabajador». Por eso proclama que ni mucho menos se siente aquí «un extranjero». Aunque avisa que «hay que venir dejando atrás la mentalidad afgana, con espíritu constructivo, asumiendo los valores españoles y empapándose de la cultura y de la forma de vida de aquí». Quizá por eso tenga en su biblioteca ediciones en persa de Lorca y de Cervantes, al que la semana pasada rindió pleitesía en su estatua de la cercana Alcalá de Henares. Y pone como ejemplo a su amigo Mad Aidar, que llegó a España con 16 años y se abrió camino en la artesanía de muebles hasta contar con un boyante negocio. Es el triunfo de la voluntad que también ve en quienes abren un negocio de kebabs o en la breve «comunidad de afganos de Móstoles», dedicados a «la construcción».
Pide Kohi a la comunidad internacional que «no reconozca» ni maquille a los talibanes, porque «son el Daesh con distinta camisa». Le duele que su país sea una anomalía cuando la mayoría de las naciones «son seculares», y ni mucho menos están regidas por «una interpretación interesada del Corán» que pretende «lo imposible» de un «reino divino» en la Tierra. Más allá, exclama con vehemencia que «los talibanes no son, no pueden ser afganos», le exige a Europa que no sea ingenua y da gracias a España. A España, ese país en el que, cuando cese la pandemia, quiere erigir «una casa cultural», un espacio común que vaya más allá de la página de Facebook de la asociación y del local físico que tenían antes de la crisis. Una petición que hoy se hace más necesaria que nunca.
Kohi se despide viendo cómo el coche de los reporteros se pierde en los desmontes del Henares. Con un portátil y una silla entre alfombras persas y recuerdos de su tierra, trata de ayudar a la comunidad afgana, al menos intelectualmente, a 50 kilómetros de Sol.