Callao, plaza del recuerdo
La plaza del Callao fue una de las patrias de andar por casa de mi infancia. Mi colegio y mi casa estaban a un par de pasos, y los sábados de los años sesenta era de obligado cumplimiento darse un garbeo a primera hora de ... la tarde por Preciados, el Corte Inglés y Galerías, Galerías Preciados, evidentemente. Primero, ir de tiendas, colgado del brazo de una madre y dos hermanas, y luego la merienda y «Cesta y Puntos». Qué planazo, casi como la Play o como un pedazo de botellón. Pero ya ve, aunque usted no lo sepa, a cien metros de esta plaza de cines, de primeros besos, de primeros desamores y tantas primeras cosas, todavía crece algún naranjo. No, no me tomen por loco. El milagro, no es el único, se produce en el cercano y maravilloso claustro del Convento de las Descalzas, un territorio donde el tiempo no pasa, solamente se posa. Y todo el mundo aledaño, Postigo de San Martín, calle del Carmen, siamesa de Preciados, calle de Rompelanzas, la más cortita de Madrid, que antes de ser ni siquiera calle fue un esquinazo donde fueron a quebrarse las lanzas que iban en compaña y escolta del Corregidor y del Presidente del Consejo de Indias. Plaza del Callao, nuestra Plaza del Diamante, quién te ha visto y quién te va a ver, sin coches, sin malos humos, ya para siempre paraíso del peatón y de la bolsa. Callao, tú que siempre fuiste más chula que la Puerta del Sol, más cosmopolita, de neón y de escaparates, más de technicolor, más del desarrollo que de la alpargata, más del abrigo de entretiempo que de la zamarra pastoril y mesetaria, quedar en alguno de tus rincones era un rito, un sacramento civil, la promesa de una tarde en la oscuridad del Palacio de la Prensa, en esos buenos tiempos en los que la película siempre era lo de menos. Plaza del Callao, de los autobuses, las apreturas, las castañas, y a las 6 en la puerta de Rodilla, a ver si María Jesús se dejaba birlar un beso. Y no crean, alguna vez pasaba.
AL DÍA
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