Veinte años del bipartito que se traicionó a sí mismo
Fue una victoria electoral revisada en el VAR del voto emigrante y provocó un cambio de ciclo en la política gallega que fue más breve de lo deseado por sus protagonistas, derrotados por Feijóo cuatro años después

Para el tango de Gardel, veinte años no son nada, y febril la mirada, el PSdeG mira atrás para recordar las dos décadas transcurridas desde la toma de posesión de Emilio Pérez Touriño como presidente de la Xunta, aquel 19 de junio de 2005 ... en el que echaba a andar el primer gobierno alternativo a la derecha emanado de las urnas y no de operaciones de despacho, como había sucedido con el gobierno de Fernández Laxe. Fue un bipartito de socialistas y nacionalistas que nació pleno de ilusiones y esperanzas para derribar el ajado edificio del 'fraguismo', pero que acabó sepultado por sus propios cascotes apenas cuatro años más tarde.
El punto de inicio fue la pérdida de la mayoría absoluta de Manuel Fraga en las elecciones autonómicas de ese 19-J, cita cuya convocatoria provocó airadas protestas en la izquierda, por entender que se buscaba la desmovilización de determinadas franjas de voto al hacerlas coincidir con el inicio del verano. El veterano presidente, de 82 años, no debía haber sido el candidato de los populares, pero llegado al año electoral sin haber articulado sucesión y con Xosé Cuiña defenestrado tras la gestión del 'Prestige', Fraga se quedó como la única opción posible.
La suya fue una campaña a la defensiva, sabedor de que una mayoría social no lo veía ya apto para continuar en la Xunta. Meses antes se había desvanecido en el Parlamento, en mitad del debate de la autonomía. El fin de ciclo se palpaba. A ello se sumaba un contexto nacional en el que el PSOE había recuperado el Gobierno con José Luis Rodríguez Zapatero, generando una ola favorable que beneficiaba a un PSdeG liderado por Emilio Pérez Touriño. No solo había calmado los ánimos de un partido envuelto en luchas cainitas, sino que había fraguado un equipo solvente, con experiencia partidaria pero también credenciales universitarias, con un discurso moderado y renovador.
Y sin embargo, la noche electoral del 19 de junio ni unos ni otros eran capaces de lanzar las campanas al vuelo, a pesar de que en el cómputo global la izquierda y el nacionalismo sumaran 100.000 votos más que el centro-derecha. El PP estaba en 37 escaños, por 25 del PSdeG y 13 de un BNG a la baja. Todo quedaba en manos del voto emigrante, un sufragio rodeado por la sospecha y las prácticas clientelares. No en vano, una de las primeras decisiones del Gobierno Zapatero fue nombrar a un exdiputado gallego, Miguel Cortizo, como embajador «especial» sin embajada para las comunidades emigrantes en Latinoamérica, una designación rodeada de suspicacias.
VAR en Pontevedra
La victoria incuestionable del cambio en las urnas de la Galicia peninsular estuvo a un tris de quedarse en papel mojado si el voto emigrante en 2005 se hubiera comportado como cuatro años antes. Pontevedra era la clave. El PP necesitaba doblar a los socialistas y alcanzar el 60%, cinco puntos menos que en las anteriores elecciones. Se quedó en el 49,7% y, sobre todo, el PSOE alcanzó el 43% gracias a un aumento considerable de la participación. El recuento del voto en la circunscripción pontevedresa fue casi como una revisión de VAR en el fútbol, solo que llevó casi un día completo, y pasada la medianoche se confirmaba el punto final del 'fraguismo'.
Existía una seguridad en el seno del PSdeG de que el voto exterior no desvirtuaría lo que habían decidido las urnas del interior. El diario argentino Clarín publicó días más tarde que Zapatero había pedido ayuda a la Casa Rosada, que ocupaba entonces Néstor Kirchner, para que recibiera oficialmente a Touriño en la precampaña y lo revistiera de un barniz presidencial de cara a los 100.000 gallegos que vivían en el país. Además, se desplegaron 1.200 agentes electorales en Buenos Aires para movilizar a la segunda generación de emigrantes y que apostaran por el cambio.
A pesar de que el escenario había sido trabajado a conciencia por el PSOE para que el resultado fuera el que acabó siendo, la incógnita es qué habría pasado si el voto exterior hubiera sido ajeno a estos condicionantes y hubiera mantenido la fidelidad hacia el PP de Fraga, aguantándole cuatro años más al frente de la Xunta, a pesar de la decidida voluntad de cambio expresada por los electores gallegos. Al PP siempre le quedó la sospecha de que no llegaron todas las sacas de votos de Sudamérica que se esperaban, concretamente de la Venezuela que presidía Hugo Chávez. Sospechas que no pasaron de eso.
Los dos gobiernos
Nadie tenía dudas de que PSdeG y BNG iban a ponerse de acuerdo para fraguar un gobierno de coalición. Hacerlo para dirigir Galicia venía a ser la culminación de un entendimiento previo en concellos y diputaciones que había funcionado, mal que bien, sin grandes sobresaltos. Se sabían obligados a entenderse, aunque ese punto de acuerdo no fue sencillo ni rápido. El BNG de Anxo Quintana quería hacer valer sus trece diputados y acceder no a consellerías de segunda y sin visibilidad, sino a las que pudieran servirle para actuar con decisión sobre los sectores productivos y los servicios públicos; el PSdeG se resistía a tratar a su socio como un igual, y planteó contrapesos a todas las áreas de los nacionalistas. Si el BNG obtuvo Industria, Cultura, Vivienda y Política Social, el PSdeG se reservó Economía, Educación, Política Territorial y Sanidad.
Unos y otros se instalaron en la necesidad de que Galicia constatara su capacidad de gestión, de cambiar la dirección de las políticas que se habían desarrollado en los quince años anteriores por los gabinetes de Fraga. Había un afán legislativo por aprobar normas sobre transparencia o subvenciones, pero también para la gestión de los montes, la vivienda, el suelo o el litoral. En los tres años y medio de mandato, el bipartito sacó adelante casi medio centenar de textos legislativos, aunque otros igualmente relevantes -la reforma electoral, la publicidad institucional, la CRTVG, entre otras– quedaron en el cajón, más por la convicción de que lo malo conocido les podría beneficiar electoralmente más que lo bueno por conocer.
La relación entre los dos socios de gobierno comenzó siendo cordial, aunque con miradas de soslayo, para terminar en una abierta desconfianza. Hubo gestos y políticas nacionalistas que incomodaban al PSdeG, como las fiestas para la tercera edad organizadas por la vicepresidencia de Anxo Quintana, en las que el político alaricano incluso bailaba con los asistentes, en una imagen más propia del 'fraguismo' que se quería derogar que del cambio prometido. A Touriño no le gustó, pero tampoco lo explicitó a su número dos.
La ruptura
El punto de inflexión fueron los incendios del verano de 2006, con 92.000 hectáreas arrasadas por el fuego y cuatro personas fallecidas. La gestión forestal correspondía a la consellería nacionalista de Medio Rural. Su titular, Alfredo Suárez Canal, no dimitió pero estaba dispuesto a hacerlo si, junto a él, se hubiera marchado también el conselleiro de Presidencia, el socialista José Luis Méndez Romeu, responsable de Protección Civil, al que el BNG culpaba también del mal funcionamiento de los dispositivos de lucha contra el fuego. Eso ni pasó por la cabeza de Touriño, y la crisis incendiaria se cerró sin consecuencias. De modo que la exigencia de responsabilidades se elevó de los conselleiros al inquilino de Monte Pío.
Así que es en ese punto de inflexión en el que cada uno empieza a ir por su lado, en una suerte de competición para ver quién copaba más páginas de periódicos y minutos de radios, con la televisión pública controlada en sus espacios informativos por el PSdeG. El deterioro de las relaciones entre los socios alcanzó el grado sumo a partir del verano de 2008, cuando la crisis financiera enseñaba los dientes y Touriño se negó a escuchar a los dirigentes del PSOE nacional que le aconsejaban un adelanto electoral si acaso quería conservar la Xunta.
La evolución obrada en Touriño durante la legislatura era el termómetro perfecto del estado psicológico del gobierno. El presidente consideraba que su cargo no solo le legitimaba para el ejercicio del poder en la Xunta, sino que le revestía para ser respetado y reverenciado por los poderes fácticos gallegos –sociales, empresariales y financieros– que sí se habían entendido con el PP en el pasado. El presidente empezó a escuchar únicamente a su círculo más próximo de colaboradores, orillando al partido y viéndolo casi como un elemento hostil a su persona. Su carácter se volvió más que difícil, y asomó la vena más soberbia cuando, en plena precampaña, perdió el control de la agenda pública y solo se hablaba del despilfarro de su gobierno –a partir de informaciones publicadas por ABC– y no de sus innumerables y eventuales logros.
Los últimos meses del bipartito fueron una riña pública entre sus dos facciones, con los conselleiros socialistas poniendo zancadillas a las iniciativas de los nacionalistas –el reparto eólico es el mejor ejemplo– y éstos desafiando al presidente para socavar su autoridad. El desgobierno que venía predicando la oposición eclosionaba a ojos vista de un electorado que se lo hizo pagar en marzo de 2009. Ni uno ni otro fue capaz de rentabilizar su acción de gobierno incrementando su número de votos y escaños. El BNG cedió uno que fue a un PP que recuperaba la mayoría absoluta.
Precisamente, la pérdida del poder en 2005 fue beneficiosa para el centro-derecha, porque aceleró un proceso sucesorio que, de haber continuado Fraga, habría estado rodeado por más tensiones de las necesarias para alumbrar un resultado que garantizara la unidad del partido. La victoria en las primarias internas de Alberto Núñez Feijóo –con un incuestionable respaldo de Mariano Rajoy– sirvió para un más que necesario relevo generacional en el PP gallego, sentando las bases para los equipos que no solo ganaron aquellas autonómicas de 2005, sino que siguen hoy al frente del gobierno regional.
Una lectura actual
Veinte años después de aquel lejano junio de 2005, las tornas se han invertido –y de qué manera– en la alternativa política al centro-derecha. En las últimas autonómicas de febrero de 2024, de haberse producido la derrota del PP, la fuerza mayoritaria no habría sido el socialismo sino el frente nacionalista. De hecho, el BNG mantiene su convicción de que hizo sus deberes alcanzando los 25 diputados que logró Touriño, pero que el PSdeG fracasó en lograr siquiera los 13 que obtuvo Quintana en su día.
Mientras el BNG quiso entrar sí o sí en el bipartito, ahora planea la incógnita de si el PSdeG haría lo propio, después de que quedara fuera de gobiernos locales como el de Santiago. Al socialismo gallego de hoy le genera reparos la deriva soberanista que en algunos temas abandera la facción más radical del BNG, o al menos quiere jugar a eso. Es consciente de que una parte no menor de sus votantes se fueron al voto útil hacia el nacionalismo, pero que otra se quedó en casa, disconforme con el modelo de Galicia que defiende el Bloque.
Tanto han cambiado las tornas en el PSdeG que no habrá celebración de los veinte años, como sí la hubo de los quince, que coincidió con la etapa de Gonzalo Caballero. No hay ningún evento previsto para este fin de semana que ponga en valor la llegada de un gobierno de izquierdas liderado por los socialistas, porque hoy ya no sería así. Y en esa realidad coincide hasta el CIS de Tezanos, que ya es decir.
Aunque quizás sea más probable por el hecho de que la distancia del PSdeG con el liderazgo de la izquierda es menor que la que tiene el propio Emilio Pérez Touriño con el que es su partido. Basta ver el apoyo que brindó a los concejales díscolos de Santiago. Así que, como el tango de Gardel, el PSdeG está resignado a «vivir con el alma aferrada / a un dulce recuerdo / que lloro otra vez».
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete