Los riesgos del gentilicio con adjetivos descalificativos
A algunos les molesta el mundo global. Y mal que les pese, la culpa no es de los madrileños
Santiago
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Iniciar sesiónHay anécdotas que en nuestra sociedad acaban alcanzando rango de categoría absoluta. La parte por el todo. Incluso cuando el hecho que da pie a ellas roza lo estúpido por parte de quien lo protagoniza. Lo sucedido esta semana con el bar de Mera ... que ha cerrado porque, al parecer, los «mesetarios» le dan mucho trabajo y poco beneficio, encaja como un guante en esta clasificación tan absurda como propia de estos días ayunos de noticias que vivimos.
Antiguamente –es decir, antes de las redes sociales–, uno chapaba el local y colgaba un papeliño en la puerta anunciándoselo a su clientela más fiel. «Cerrado por descanso del personal», solía rezar el aviso a los parroquianos. Lo curioso es tomarse unas vacaciones cuando hay mayor margen para desarrollar la actividad, en mitad de la temporada estival. Pero cada uno gestiona su negocio como mejor entiende.
Ahora –es decir, con las redes sociales–, se comunica públicamente la decisión y como además se quiere ser más gracioso que nadie, se culpa de la decisión no a la necesidad de descanso, sino a que los 'fodechinchos' están últimamente muy pesados. Se añade, además, un gentilicio: madrileños. Son zafios, prepotentes, cutres, resabiados, y no se sabe cuántas cosas peores, según se infiere de cuanto se ha publicado estos días desde que saltó la chorrada del bar de Mera.
Es muy peligroso etiquetar gentilicios con adjetivos descalificativos. Alimentar estereotipos solo deja en evidencia a quien lo hace, porque el tópico siempre es tan exagerado como injusto. Y en el caso de los gallegos, demasiado se ha padecido cuando el gentilicio se ha usado, precisamente, con intención peyorativa. ¿Recuerdan aquel uso procedente de Sudamérica que la RAE tuvo que eliminar del Diccionario tras una lógica presión social y política?
La prepotencia, además, es de ida y vuelta. Se le imputa al supuesto visitante «de la Meseta» –lo que servidor, que es andaluz, no sabe si le es de aplicación o no–, pero en realidad es también identificable en quienes, en un ejercicio de condescendencia, perdonan la vida a ese madrileño por exhibirse con superávit de suficiencia.
Esta corriente encuentra, además, las absurdas simpatías de quienes echan carbón a paladas a la caldera de la 'turismofobia', que suelen ser personas cuyos ingresos no dependen en modo alguno de la actividad turística. El visitante se va transformando en una suerte de invasor que molesta, que estorba, que casi mejor fumigar porque viene a ocupar lo que es nuestro. Hay un mucho de provincianismo en esta visión, porque pareciera que ninguno de estos incomodados vecinos antituristas sale nunca de viaje al exterior. Ellos deben ser distintos, claro está.
Como colofón, el debate se adereza con una buena dosis de ruido en forma de crítica a los pisos turísticos y a la falta de vivienda para la gente de aquí. Ya tenemos la tormenta perfecta que encabezará el partido que todos tenemos en nuestra cabeza pidiendo limitar la llegada de gente de fuera porque el turismo es una industria extractiva de poco valor añadido que daña nuestras ciudades, enguachina la identidad propia, llena las terrazas de gente hablando castellano –el muro de algunos no es contra la derecha, sino contra los de fuera– y encima nos dispara el precio de las sardinas. Ya saben: Ence no, Altri no, turismo no, eólicos no... Todo no.
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Luego están los datos, que rebaten este discurso muy pazguato –y poco fino–. El turismo representa aproximadamente el 11% del PIB de Galicia, con un peso creciente en los últimos años. ¿Cuántas miles de familias gallegas no viven del turismo? La suma de pesca y agricultura no llega al 12%. La actividad turística no se concentra solo en las zonas de sol y playa de Rías Baixas o Rías Altas, sino también en ciudades y los destinos atravesados por el Camino de Santiago, en sus distintos trazados. Es decir, es capaz de desplegar el reparto de la riqueza por todo el territorio, una realidad de la que no pueden presumir todas las Comunidades Autónomas.
El dueño del bar de Mera ha adquirido una notoriedad que no sabemos si buscaba con su anuncio. Pero las reacciones permiten identificar fácilmente a quienes viven en la nostalgia de una Galicia cerrada en sí misma, de veraneos con neverita azul y filetitos empanados, de cervezas a cien pesetas y música de Los Tamara en la verbena. Una ensoñación caduca enemistada con la realidad. A algunos les molesta el mundo global. Y, mal que les pese, la culpa no es de los madrileños. Porque tontos hay en todas partes. Incluso en Mera.
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