Análisis
Galicia: el tiempo de la política
El 18F abre un nuevo tiempo, tanto en la izquierda como en la derecha
El socialismo gallego regresa a 1998
Alfonso Rueda, el pasado jueves frente a una reproducción del mapa de Galicia de Domingo Fontán
El 18F abre en Galicia un nuevo tiempo, tanto en la izquierda como en la derecha. Lo obvio es diagnosticar que la consolidación del BNG y el hundimiento del PSOE establecen un paradigma en la alternativa al PP que puede marcar la próxima ... década en la Comunidad. El escenario parece claro. El nacionalismo ha crecido por encima de sus propias expectativas, aprovechando una coyuntura especialmente perjudicial para los socialistas, pero configura un orden entre los partidos de izquierda que veremos qué implicaciones tiene a corto y medio plazo. Y, sobre todo, alimenta su relato de que con un 33% del voto, no tienen techo para seguir explorando vías para su crecimiento entre la ciudadanía. Volveremos sobre esta idea más adelante.
Haría mal el PP en pensar que la victoria del día 18 revalida todo lo hecho en los últimos quince años –y más concretamente, los casi dos que corresponden a la presidencia de Alfonso Rueda– sin necesidad de reflexión interna o un mínimo análisis serio, sin la espuma de la euforia. Galicia se revela una vez más conservadora, sí, con un 47,3% del voto y 700.000 papeletas estables en un contexto de alta participación, como ya ocurrió en julio. En lo inmediato, el PP puede sentirse satisfecho de lo logrado, porque venció al pesimismo de algunas encuestas y el ambiente prefabricado de cambio que quiso instalar la izquierda.
Pero si el centro-derecha pone las luces largas, encontraría algún motivo para la reflexión. Por ejemplo, la capacidad del BNG para ser transversal en todas las edades y, especialmente, en las zonas geográficas más pujantes desde el punto de vista demográfico. Es decir, la Galicia que crece es más sensible al discurso nacionalista. Y donde el PP es hegemónico, como es el rural y los municipios de menor tamaño, la perspectiva poblacional es claramente menguante. Mantiene la derecha fuerza en las ciudades, desde luego, pero se ha estancado en Vigo y le cuesta recuperar espacio en Orense, la primera y tercera urbe de la Comunidad, respectivamente.
El BNG es consciente de que uno de sus lastres son los tics soberanistas que un determinado –y amplio– segmento de la población no acepta. Del mismo modo, sabe que controla todo el espectro del elector nacionalista, al no competir con ninguna otra formación por ese voto. Y que lo ha fidelizado en base a la idea de que representan el único cambio posible. No es descartable que, en busca de ampliar nuevos caladeros, veamos en los próximos meses un nuevo ejercicio de contorsionismo para seguir suavizando los aspectos más identitarios del proyecto nacionalista. Pontón seguirá lavando más blanco su ideario. Que las proclamas de siempre sigan ahí, pero que no condicionen, que no estorben, que no asusten. Y que ese gesto pueda servir para guiñarle un ojo al votante desencantado del PP, al mismo tiempo que sigue captando al voto más joven. El tiempo corre a favor del BNG, y la organización lo sabe.
El PP acertó en esta campaña electoral identificando al Bloque como su adversario político, y contraponiendo su modelo de sociedad y país al planteado por los nacionalistas. La pregunta es, ¿esta estrategia tiene fecha de caducidad o, por el contrario, seguirá siendo válida dentro de cuatro años? ¿El cansancio tras veinte años de gestión conservadora podría hacer que un votante progresista soslaye su desagrado con la causa soberanista y vote Bloque, si además esta organización es capaz de culminar el blanqueamiento de su propuesta política? Es imposible saberlo a día de hoy, pero convendría disponer de un 'plan b', una alternativa discursiva para el momento en que el debate electoral no se decida en clave identitaria, sino en la confrontación de políticas.
Ese es el escenario nuevo que se abre en esta legislatura: un tiempo para aparcar la mera gestión de los asuntos ordinarios y apostar por la política. Con todas las precisiones y matices que se quieran añadir, pero entendiendo que el valor intrínseco de los conceptos 'estabilidad' y 'tranquilidad' no tiene garantizada una continuidad en el tiempo. El ciudadano va a querer algo más. El PP lo tiene en sus manos.
El punto de partida para Alfonso Rueda estaba condicionado por su acceso a la presidencia. Tuvo que ocupar la vacante dejada por Alberto Núñez Feijóo, llamado a Génova por el grueso del partido para sofocar el incendio creado por Pablo Casado. Fue un proceso sobrevenido, no planificado ni previsible: ni en Galicia, ni en Madrid. Rueda aceptó el desafío, aun sabiendo que debía encajar en una horma que no era la suya, sino la que Feijóo había confeccionado durante sus trece años de mandato. El 'estilo Rueda' no se ha podido desplegar en toda su dimensión, porque el diseño de la presidencia era todavía la de su antecesor. Si algo ha quedado claro es que son dos tipos de persona (y de político) diferentes. Lo válido para Feijóo igual no lo es para Rueda.
El presidente en funciones tampoco podía entrar como un elefante en una cacharrería y desmontar el modelo de gobierno que heredó, porque sería inmediatamente interpretado como una enmienda a la totalidad a la anterior etapa, de la que él mismo formaba parte. Era consciente de que debía prorrogar lo que había hasta alcanzar una legitimación en las urnas. Ahora acaba de lograrla, exclusivamente por méritos propios –y a pesar de algunas dificultades tan inesperadas como inexplicables–, y queda con las manos libres para hacer y deshacer, para plantear su propio modelo de presidencia y de funcionamiento interno de su gobierno.
Quizás llegó el momento de prescindir del exceso de 'hiperpresidencialismo' de la etapa anterior, de un titular de la Xunta que acaparaba –para lo bueno y lo malo– todos los focos mientras sus conselleiros se mantenían en un gris segundo plano. Quizás es el momento de afilar perfiles políticos y empezar a jugar a otra cosa, de configurar un mensaje más plural marcado indudablemente por Rueda, que lo impulse en su proyección nacional y aquilate su figura. Uno de los retos de la legislatura debe ser recuperar la confianza ya no de los propios, sino de una parte de los ajenos, al menos en el aspecto cualitativo.
Esta debería ser la legislatura de la política, en la que se juega la financiación autonómica de manera desacomplejada pero responsable; en la que se refuerza la sensibilidad galleguista para combatir el falso relato de la 'españolización' del viejo partido de Manuel Fraga; en la que se apueste por proyectos ambiciosos de país, incluso aunque su origen esté en los programas políticos de la izquierda. Un ejemplo: si un tren de cercanías es bueno para Galicia, lo va a rentabilizar quien lo ejecute y gestione, no el que hiciera el brindis al sol de prometerlo en campaña. Y lo mismo sería aplicable a la gratuidad de los libros de texto en la educación pública. Hay banderas que pueden (y deben) ser arrebatadas a la izquierda. Sin complejos.
Rueda sabe hacer política. Lo ha demostrado este último año y medio largo de presidente, con decisiones que abandonaban la ortodoxia contable. Tiene olfato para lo que funciona. Los distintos bonos para las familias –el de deporte o el de cuidados para la dependencia– se leen en esa clave, y el compromiso de la gratuidad de las matrículas universitarias exhibido en campaña también.
En paralelo, el PP debe proyectar la figura de su presidente más allá de Galicia, y aprovechar el caudal de legitimidad que confiere la mayoría absoluta para que su voz sea referencial en los debates nacionales. No hay que enseñarle a alguien que fue secretario general del PPdeG en la oposición cómo endurecer el discurso. Tan solo hay que tener claro qué decir y dónde hacerlo para ser escuchado.
Todo en su conjunto debe configurar un modelo de país nítido y complejo, que sirva de contraposición al que va a querer vender el BNG. El PP tiene en su mano dejar pasar cuatro años o empezar a construir su reelección. El nacionalismo ya está en ello. Mejor no perder un minuto.