el caleidoscopio
La inteligencia y la bondad
El de Galicia es el mismo problema de España, siempre tan fratricida a la hora de la verdad
EN el espíritu de estos tiempos subyace como principio inspirador de la concepción práctica de la conducta el que la maldad es atributo de los inteligentes y que la bondad es lastre y consuelo de los ingenuos. Una buena persona sería así alguien de quien ... no se tiene nada interesante que decir, mientras los que no lo son estarían bendecidos por los dones del realismo, la aventura y el reconocimiento. A diferencia del mensaje proclamado por el cristianismo y la ética oficial, los buenos no poseerán la tierra, sino que serían los malos, astutos y camaleónicos, los que se harían con ella.
En el mundo de la galleguidad compartida por todos, el supremo elogio estriba en calificar a otra persona como buena y generosa. Pero tal reconocimiento es más formal que operativo, ya que a la hora de la acción práctica suele imponerse el amiguiños sí pero a vaquiña polo que vale; proliferan los conflictos por las parcelas de influencia personal y seguimos anclados en el individualismo y las prácticas sectarias, sean de grupo de influencia, club de pareceres, localidad, estatus o asociación de interés. Nuestras carencias en capacidad de cooperación son la causa determinante de nuestros problemas económicos y sociales, de nuestro atraso relativo, envejecimiento comparativo y decadencia demográfica.
El de Galicia es el mismo problema de España, siempre tan fratricida a la hora de la verdad, pero agravado por nuestra condición periférica y de aislamiento respecto a las corrientes filosóficas y científicas que resultaron ser más fecundas para la humanidad. Y es ese apostar por la escisión entre los principios proclamados y las convicciones reales lo que nos tiene bloqueados. Porque es la voluntad de bondad, el intento de bondad objetiva y consecuente lo que hace progresar a los pueblos. Que cuando es intensa, apasionada y verdadera, despliega la creatividad que se plasma en capital de inteligencia, personal y colectiva.
La civilización griega fue el resultado del reconocimiento de la libertad de los demás durante la época de Solón; de la destrucción del aldeanismo tribal y los exclusivismos, del impulso a la cooperación social y la bienvenida a los extranjeros en la de Clístenes; y de los valores de una democracia avanzada con Pericles. Pero incluso aquella extraordinaria civilización no fue capaz de resistir las tentaciones primitivas de la belicosidad humana, la guerra entre ciudades y las luchas ciegas por los poderes.
Tardaron en llegar nuevas oportunidades, como la democracia del XVII en Holanda y Gran Bretaña, cuyo factor diferencial fue la tolerancia. O la francesa del XVIII que aportó libertad e igualdad civil, aunque no la declarada fraternidad. En USA fue importante la voluntad de espiritualizar la democracia y la constitución, procurar la democracia comunitaria y la búsqueda de la felicidad. La creatividad social es consecuencia del arraigo masivo en la sociedad de verdaderos valores. Al frente de los cuales está la kantiana voluntad de bondad respecto a los demás, para que no sean medios o cosificaciones para otros, sino fines en sí mismos.
En estos tiempos de crisis económica y confrontación de modelos teóricos no está demás recordar, como hace Robert Skidelski, que los verdaderamente grandes, como Hayek o Keynes, compartían los valores básicos de bondad y generosidad; el principio de que la inteligencia económica ha de intentar vencer la inercia irracional de las personas hacia la maldad, heredada de sus épocas iniciales de constitución evolutiva, y que pueden hacer del hombre un animal superfluo, como apunta MacIntire, cuando no un depredador adverso. Keynes, por ejemplo, haciendo gala de generosidad y altura de miras, alababa incluso a Burke porque defendía «que nadie tiene derecho a hacer miserable a la gente, sino a interesarse por hacerlos felices. Y que no es un abogado o una abstracción lo que dicen que puedo hacer, sino la humanidad, la razón y la justicia, lo que tengo que hacer».
En Galicia tendemos a confundir la bondad con la candidez, interpretamos el maquiavelismo vulgar —no el auténtico— como arte supremo de la estrategia política o convivencial, y no nos vemos cooperando limpiamente por ser más junto a los demás, ni entendiendo la competencia como mera técnica de extraer lo mejor de todos.
Nos falta sentido real de la amistad social, reprender a los que odian y recordar, como hacía Cicerón, que la plenitud es el privilegio de los hombres buenos.
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