Pandemia
Mil víctimas del coronavirus en Galicia: Recuerdo a los que se fueron
ABC rinde homenaje a los fallecidos por el Covid a través de las palabras de sus allegados
Patricia Abet y Estefanía D. Carruébano
Galicia
La semana en la que el contador de víctimas mortales del Covid en Galicia llegó al millar de fallecidos, ABC rinde homenaje a los que se fueron a través de las palabras de sus seres queridos. Su historia, su huella, su imagen permanecerán intactas en ... la mente de quienes ni siquiera se pudieron despedir. Ellos, las otras víctimas de este maldito virus, alzan ahora la voz para honrar a sus padres, a sus abuelos, a sus parejas, a sus amigos. Desde la fortaleza y el cariño, recogen un último adiós sincero y respetuoso. El de quienes vivieron la pérdida en la distancia. El de quienes cedieron su última caricia a esos sanitarios que se volcaron en dar consuelo y compañía a nuestros muertos. Pendientes del recuento diario de fallecidos y con la vista puesta en el punto final a este dramático goteo, el protagonismo no es hoy para las estadísticas ni las curvas, sino para los nombres que se esconden tras ella.
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«Era un guerrero, por eso le hicimos un funeral vikingo»
A Pedro Walch, de 81 años, la infección lo sorprendió en un balneario de Cuntis al que solía acudir con su mujer para practicar natación, el deporte que los unió seis décadas atrás. Él y Lucía llegaron a Pontevedra, desde su casa de Madrid, el 9 de marzo, en los albores de la pandemia que le acabó robando la vida. «Estaba como una rosa, condujo todo el camino sin problema y pasó la revisión médica nada más llegar», explica Lucía con una serenidad ejemplar.
Pero los primeros síntomas de la enfermedad se hicieron notar ya esa noche, cuando la fiebre empezó a subir. «En un principio lo achacamos a que Pedro había viajado por muchos países exóticos y tenía anticuerpos de la malaria . A veces sufría episodios de fiebre y siempre empezaban así, con una tiritona» recuerda su esposa. Al día siguiente, e incapaces de controlar esa subida de temperatura, Pedro fue ingresado en el hospital Montecelo. Era la 1 de la tarde y su mujer lo acompañó hasta que tras varias pruebas le confirmaron que estaba infectado de Covid y Lucía tuvo que aislarse. Fue la última vez que vio a su esposo. A partir de ahí, el teléfono móvil se convirtió en su único vínculo.
Mientras Lucía pasaba las horas confinada en una habitación del balneario, Pedro le enviaba mensajes de cariño y ánimo. «Estaba bien, nos escribíamos, hasta que súbitamente su estado empeoró. Fue entonces cuando llamó a uno de nuestros hijos y le empezó a dar indicaciones. Le pidió que viniesen a acompañarme y les dio algunas instrucciones sobre lo que tenían que hacer. Pedro era alemán, un hombre metódico y previsor y estaba viendo que estaba empeorando», afirma Lucía. Desde ese momento los acontecimientos empezaron a precipitarse. Cuando los hijos del matrimonio llegaron a Pontevedra su madre fue desalojada del balneario y tuvieron que alquilar una casa, a espera de que le realizasen el test a toda la familia. A las 8 de la mañana del 14 de marzo, Lucía recibió el último whatsapp de su marido. «Estaba muy cariñoso, nos mandó muchos emoticonos... era un hombre muy inteligente y se estaba despidiendo». A las 10, Pedro falleció a causa de una parada cardíaca. Fue el primer fallecido por Covid en Pontevedra. «Estuvimos 58 años de nuestra vida juntos, y lo más transcendental no lo pudimos pasar juntos. Lo peor fue que él no pudiera sentir que yo estaba allí, pero sé que hasta el último momento me tuvo en su mente», reflexiona Lucía.
Con unos protocolos aún en ciernes y mucha incertidumbre, la familia tuvo que regresar a Madrid sin las cenizas de Pedro. «Pero yo lo llevo en el espíritu», aclara su esposa, dueña de una fortaleza que achaca a «la vida plena que vivimos juntos». «Él siempre decía que era un tío con suerte y que odiaba los entierros en los que la gente iba a hacerse la foto y después se contaban chistes». Quizás por eso, su familia decidió despedirlo como a un guerrero. «Cuando acabó el confinamiento, nos fuimos a un lugar con agua y le hicimos un funeral vikingo. En unas barcas hechas con corchos de árbol pusimos una vela y nuestros hijos leyeron una cartas preciosas. Estaba lloviendo, pero salió el arco iris porque él estaba allí», recuerda Lucía de una despedida a la altura del hombre que fue.
Ocho meses después del trance más duro de su vida, Lucía reconoce que su marido está en su cabeza «cada minuto», pero no se deja llevar por el dolor. No hay lamento en sus palabras. «Doy gracias de que tuviese una muerte tan rápida y de los años que pasé a su lado». Pedro Walch tenía cuatro hijos, once nietos y un bisnieto.
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«Su casa siempre estaba abierta para todo el mundo»
Diez años llevaba Isabel Villar luchando contra el alzhéimer. Estuvo en su casa hasta que las fuerzas se lo permitieron, pero terminó ingresando en una residencia. «Era lo mejor para ella, pero nunca perdió la sonrisa, ni siquiera cuando peor estaba» , refiere su hija, Isabel Barreiro, también conocida en Santiago como «Curru».
Domingo 8 de marzo. Ese fue el último día que pudieron verla y estar con ella. Después, llegó la prohibición de las visitas a las residencias, y sus cuatro hijos y su marido no pudieron ir a visitarla.
El Covid la tomó por sorpresa. Aunque debido a su enfermedad no podía saber muy bien lo que ocurría a su alrededor , estuvo una semana con fiebre. Le hicieron tres veces la prueba, todas negativas. Pero su estado empeoraba por momentos, aunque terminaron achacándolo, en pleno pico de la pandemia, a una posible infección de orina, dados los resultados concluyentes de los test.
«A las 16:15 del 6 de abril nos dijeron que estaba enferma, le faltaba el aire... Apenas una hora después, a las 17:20, mi madre ya nos había dejado» , recuerda Curru. «No sabíamos, ni siquiera, que estaba enferma. Fueron momentos muy, muy duros», recuerda su hija.
Lo más duro para su familia es imaginársela sola, sin nadie que cogiese su mano. «El entierro fue también muy difícil», mantiene. «Llovía mucho y solo pudimos estar cuatro personas; era un momento tan frío que solo quería que acabase».
Tenía 74 años, pero apenas le quedaban unas semanas para cumplir los 75. Mayo era un mes especial para ella: «El 15 era su cumpleaños y, al día siguiente, su aniversario de boda», confiesa. Este año, 2020, habría celebrado las Bodas de Oro con su esposo.
A pesar de la emoción, su hija Curru no puede evitar sonreír al recordarla. «Era una mujer tan dicharachera, tan alegre... Incluso enferma, siempre quería disfrutar de la vida» . Tenía una familia de lo más numerosa: era la quinta de nueve hermanos. Y tuvo cuatro hijos y otros cuatro nietos, por los que se desvivía.
«Su casa siempre estaba abierta para todo el mundo; era el punto de encuentro de todas las reuniones familiares, le encantaba juntarnos a todos», sostiene su hija. Isabel tenía una máxima: «Trae a quien quieras a comer, amigos, familia, compañeros de la universidad... Porque en esta casa siempre habrá huevos y patatas para que podamos estar juntos», rememora Curru imitando a su madre.
«Así que sí, después de contar todo esto, puedo decir que estoy orgullosa de la madre que tengo», confiesa.
3
«Para él, el abuelo gruñón, su familia era lo principal»
La familia de Manuel Conde, de 66 años, sigue sin saber cómo ni dónde se contagió. Corría el mes de marzo pero, como tantos otros, no tenían miedo al virus porque, pensaban, «es una gripe fuerte que no afecta tanto a la gente joven y sin patologías». Pero el Día del Padre empezó a vislumbrarse la pesadilla: «Mi madre preparó una comida especial , pero a él no le sabía bien – aún no había constancia de que el virus afectaba al gusto y el olfato–», rememora su hija, Susana Conde. Poco tiempo después llegó la fiebre, las pruebas, las radiografías y el ahora tan temido positivo por Covid-19.
Pudo volver a casa sin estar siquiera ingresado porque «se encontraba bien, cansado y fatigado, pero bien dentro de lo que cabía», explica Susana. Pero cuatro días después empezó la falta de aire y el obligado ingreso en el hospital.
Después de cuatro días en planta, su estado empeoró y tuvo que ser trasladado a la UCI: «Fueron 13 días de angustia, esperando durante 24 horas una llamada de apenas unos segundos», confiesa. El día más feliz llegó cuando por fin pudieron desentubarlo y llevarlo de nuevo a planta. «Mi madre pudo hablar con él gracias a un cielo de enfermera y decirle que sus padres, que son personas muy mayores, estaban bien, que no se habían contagiado», explica reconfortada su única hija.
«Esa fue la última vez que pudimos hablar con él, pero mi padre tenía un mensaje muy claro para mi madre: nos vemos pronto», evoca Susana. Porque, para Manuel, su padre, lo más importante era su familia. «Adoraba a mi madre por encima de todo, y a mi marido y a mí, lo mismo», subraya. Pero si por alguien sentía debilidad era por sus nietos: «Siempre tenía una sonrisa en la cara cuando estaba con ellos, esos eran sus momentos favoritos».
Lo llamaban el abuelo gruñón, «pero más como una burla que como una realidad, porque aunque era muy recto con ellos, eran de los que siempre le terminaban robando la mayor de las sonrisas», sostiene Susana.
A sus 66 años, quería seguir trabajando, no entendía por qué no podía hacerlo, si se sentía fuerte y sano. «E ste año por fin habíamos conseguido jubilarlo y, para celebrarlo, preparó un crucero para Semana Santa», explica. «Lo organizó todo con una emoción increíble, le hacía mucha ilusión poder compartir unas vacaciones con todos nosotros», se emociona Susana.
Cuando llegó el virus canceló sus planes, no dudó en poner una nueva fecha para el tan ansiado viaje: «Me dijo que lo haríamos a principios de septiembre porque, ¡claro! Los niños no podían perder clase», recuerda su hija riendo.
No pudo cumplir su sueño, pero su familia prefiere recordarlo con la ilusión que él tenía, simplemente, al prepararlo. « Tuvo una vida feliz», aunque finalmente «el bichito pequeñito ganó al hombre fuerte».
La familia se encuentra ahora más unida que nunca, como a Manuel, dice su hija, más le gustaba verlos. Piensan en él «alrededor de mil veces al día» pero lo que más necesitan es darle «un abrazo a mis abuelos, darles todo nuestro cariño», confiesa Susana; y «cuando acabe todo esto, les voy a dar todos los achuchones que no pude antes».
4
«Siempre le recordaremos como un bastión familiar»
La humanidad nunca paró de avanzar y evolucionar, pero ahora lo hace con más prisa que nunca, y es más fácil equivocarse, por lo que es más importante para ser completo apoyarse en pilares sólidos y fundamentales: los valores. Y son nuestros padres y abuelos los que, como desde hace siglos, nos los transmiten para que nosotros los transmitamos a generaciones futuras . Todos sabemos que la figura paterna es básica para una buena formación como ciudadano responsable y ejemplar, y su carencia deja profundas lagunas que son irremplazables.
Hablo de principios como el respeto, la empatía, la responsabilidad, el trabajo y el esfuerzo , el sacrificio, la lealtad, la gratitud, la honestidad, el perdón, la voluntad o la solidaridad, pero también la autoridad responsable y el espíritu de emprendimiento para sobrevivir con dignidad. Desde pequeños, vemos a un padre como el ejemplo a seguir, y pese a creernos durante la adolescencia que podemos saber más que él, generalmente estamos equivocados. Con sus aciertos y errores, cualquier situación que afrontamos en la vida, probablemente nuestro padre ya la haya sorteado, haya cometido errores o la haya superado, y seguro que tiene una respuesta previa a lo que podemos afrontar.
Mi padre formó parte de esas personas nacidas entre 1930 y 1940, las generaciones que podemos considerar como los verdaderos constructores del estado de bienestar que disfrutamos, y que tienen mucho que enseñarnos, porque han superado todo tipo de dificultades que hoy no imaginamos para nuestros hijos: han tenido que trabajar desde los 14 años en entornos alejados de los de su niñez, han vivido duras realidades como las cartillas de racionamiento, el estraperlo de productos de primera necesidad o muchas otras carencias. He aprendido de mi padre muchos conceptos que hoy se consideran modernos, como el respeto por los árboles y la naturaleza, la prudencia y la moderación, la paz y la conciliación, y sobre todo el amor por lo nuestro, el conocimiento de nuestra historia, leyendas y costumbres. La lectura fue uno de sus pilares , tanto para forjar el conocimiento como para emprender, porque él era innovador en todo lo que se empeñó. Desde aquellos 14 años, en Cádiz, dónde comenzó en la hostelería, y tras el servicio militar —que recordaba con gran pasión— pasó por otros sectores hasta hacerse cargo del negocio familiar que mi abuelo materno fundó en 1927 cuando regresó de Cuba, hasta su jubilación. Siempre innovando, constantemente por delante de sus competidores , consiguió convertirlo en un referente comarcal, pero siempre con humildad y respeto, y jamás le he oído una voz más alta ni una ordinariez, ni de lejos un arreglo que no fuese amistoso y cordial. Siempre le recordaremos como un hombre de consenso, sabiendo que para ganar siempre se ha de perder algo. También le recordaremos como un bastión familiar, eje de tertulias interminables y reuniones con la familia, un gran anfitrión que todos llevan en su corazón.
Nunca me he encontrado con alguien que hablara mal de él, ni siquiera que lo insinuara. Muy al contrario, siempre me encuentro con alabanzas sobre su persona, como luchador y como hombre respetado y querido. Del mismo modo que él siempre se aconsejaba con su padre, yo lo hice con él siempre que pude, a sabiendas de que un padre puede equivocarse, pero nunca te va a engañar.
No sabemos quién está detrás de esta pandemia —yo estoy convencido de que no fue algo fortuito-—pero me sigue resultando increíble que se esté llevando, sin poder despedirles como se merecen, a todos estos héroes que han levantado España tras la guerra, de modo silencioso y con mucho esfuerzo. Y se los está llevando sin la dignidad que merecen, sin los honores a una vida entregada a los demás. Muchos padres y madres de amigos lo están sufriendo, y como escribió recientemente Laura Zapata sobre su padre, son «despedidas robadas» y lo suscribo totalmente.
Carlos Henrique Fernández, hijo de Manuel Rolando Fernández
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«Le cogí la mano muy fuerte y él me la apretó»
La misma semana en la que Galicia llegó al millar de muertos a causa del Covid, Paco Almeida habría cumplido 89 años . Lo recuerda su sobrina, que cuidó de él hasta el último momento y que narra, emocionada, la despedida en la UCI del Chuac. «Me llamaron y me dijeron que si quería ir a verlo lo hiciese ese día, porque ya no estaba respondiendo bien al tratamiento y podía no llegar a mañana, y así fue» narra Tristana. El encuentro, su último cruce de sonrisas, lo revive con una mezcla agridulce de cariño y dolor. «Le cogí la mano y le pedí que apretase si estaba de acuerdo con lo que le decía . Entonces le pregunté si quería que saliésemos a tomar un café, como hacíamos todos los días, y me la apretó muy fuerte».
Paco, como siempre lo llamaron sus seres queridos, apenas estuvo cuatro días en el hospital. Su estado se agravó con mucha rapidez desde que detectaron que estaba contagiado en el centro de mayores donde vivía. «Allí les hacían pruebas continuamente y podíamos verlo a diario a través de videoconferencias. Se portaron muy bien porque nos mantenían informados de todo, de si había casos nuevos, de cómo estaba de salud... Todo iba bien hasta que un día me llamó el médico y me dijo que Paco estaba enfermo y que, aunque la última prueba había sido negativa, tenía una sensación rara», relata su sobrina sobre los días previos al ingreso. Y toma aire. «Era un hombre amable, afable, correcto. Todos los días iba a verlo y salíamos a pasear. Se había ido a vivir a la residencia con su mujer, pero ella falleció hace tres años y a él le diagnosticaron un principio de Alzheimer, así que a veces olvidaba que ella ya no estaba».
Pese a todo, la vida de Paco era plena. Cada mañana se vestía y cumplía con una rutina que le permitía mantenerse en buena forma a sus 88 años . «Por eso, cuando lo vi en el hospital con el respirador se me cayó el alma al suelo» resume su sobrina, que no oculta que lo más duro fue tener que pasar sola por ese trance. «Llevaba dos pares de guantes, un EPI, pero él reconoció mi voz». Unas horas después de esta visita, Paco falleció. Fue el 26 de abril, en pleno confinamiento, por lo que su familia no pudo despedirlo. Con la nueva normalidad se celebró un funeral «austero y triste». «Todas las muertes son tristes y dolorosas, pero en estas circunstancias todavía más» reflexiona Tristana sobre la despedida de un hombre «al que todos querían». «Lloré muchísimo, pero me quedo con al agradecimiento a toda la gente que lo cuidó». Lolita y su hijo Alberto tampoco lo olvidan.
6
«Fue un golpe terrible... era una bendición ser su amigo»
Mi nombre es José Manuel Pato González, soy el Delegado en Galicia y Director Nacional del Área de Pesca de la Real Liga Naval Española. Conocía desde hace muchos años a Fonfría en las cenas de la RLNE, donde surgió una buena amistad que fuimos cultivando con los años. En Galicia estuvo en mi casa de Laxe dos temporadas, durante las que vivió y pintó en directo la belleza del Océano Atlántico. Aquí forjó numerosas amistades entre los vecinos. José Manuel era un hombre afable y hablaba con mucha gente que se acercaba a él , aun cuando estaba tomando apuntes para sus lienzos. Y siempre tenía una sonrisa en la boca y anécdotas interesantes que contar. El marisco y el pescado de la Costa da Morte le encantaba. En los salones del hotel Playa de Laxe y en la conocida Galeria Xerión expuso sus obras con notable éxito.
A nivel personal fue una bendición ser amigo de Fonfría, hombre muy inteligente y con una vitalidad muy lejos de su edad cronológica, siempre con ansias de pintar y con nuevos proyectos, pero que debido al maldito Covid 19 quedaron inconclusos. Cuando estaba en Madrid, hablábamos casi cada día y me contaba sus cosas, mostrado siempre una alegría y fuerza de voluntad para acometer nuevos proyectos que era realmente envidiable. De pronto fue hospitalizado por una afección intestinal (nada grave) . Cada día a las 12 de la mañana le llamaba por teléfono y él rezaba el Ángelus en latín con una dicción magistral, que yo escuchaba con devoción. Cuando se recuperó en el hospital, la familia le busco plaza en una residencia para que estuviese bien atendido —vivía en su casa solo— y en pocos días se infectó de coronavirus y falleció. Solo y sin la mano de un familiar o amigo. La mañana anterior hablamos por teléfono y mantenía su buen humor, aunque le notaba cansado y con la voz quebrada, al día siguiente después de mucho llamar y no recibir contestación hable con una de sus hijas Arancha Fonfría y me dijo: «No lo llames más, mi padre murió esta mañana» . Fue un golpe terrible porque no se esperaba. Quiero desde aquí solidarizarme con todas las familias que perdieron a sus seres queridos por esta pandemia mortal y no tuvieron ni el consuelo de verlos por última vez. Descansen en Paz.
José Manuel era natural de Burgos, aunque al acabar sus estudios en Madrid se quedó a vivir en la capital donde a partir del año 1960 comienza a realizar exposiciones con un éxito creciente , llegando a ser el Presidente de la Asociación de Pintores Marinistas. Expuso en distintos puntos de la geografía española (Madrid, Zaragoza, Santander, Bilbao Ferrol, Sevilla, Palencia, León, Gijón, Toledo, Valencia) y también en diversos lugares del mundo, como Filadelfia, Nueva York o Lisboa. Mi amigo Fonfría consiguió numerosos premios y sobre él escribieron que «su veteranía y oficio desbordan cualquier previsión y nos llevan a sentir esa sensación múltiple que es la cercanía de la mar» (Rafael Estrada Jiménez, del Instituto de Historia y Cultura Naval). Falleció el 13 de abril, a los 90 años.
7
«No entiendo la vida sin ella, sin mi Lili, era muy especial»
Con una sonrisa en la cara y siempre rodeada de los suyos: esa era la definición de Araceli Herrero . A sus 72 años, cuenta su hermana Clorinda, también conocida como Nenuca, había conseguido triunfar en todas las etapas de su vida, en lo personal y en lo profesional, donde era apreciada como catedrática y escritora. «Fue ejemplar como hija, como esposa, como madre y disfrutó como la que más siendo y ejerciendo de abuela».
El 10 de marzo, «Lili», como la llamaba cariñosamente Nenuca, se operó de la cadera. Tenía molestias desde hacía meses y, para disfrutar de un verano apacible con su familia, decidió que era el momento de operarse. Su hermana viajó desde Madrid hasta Galicia, para acompañarla, pero Araceli «no quería molestar, aunque lo único que yo pretendía era pasar tiempo con ella». Así que decidió entrar en una residencia de rehabilitación, para evitar que su marido y Nenuca cuidasen de ella. «La primera semana decía que estaba muy contenta porque había hecho muchas amigas», explica su hermana, destacando de esa manera la positividad que la caracterizaba. «Así era ella», añade.
«Era muy al principio, se sabía muy poco de la enfermedad», relata. «Cuando empezó a sentirse mal, la llevaron al HULA, el hospital lucense, y estuvo cinco días en planta». Después, entró en UCI y, el día 9 de abril, la durmieron. «Ya nunca pudo volver a despertar», recuerda.
Lili se fue el 10 de junio y, con ella, «también me despedí de una parte de mí» , confiesa Nenuca, «no entiendo aún la vida sin ella, era un ser especial», describe su hermana.
El último día que Araceli pudo hablar con su marido, «le dijo que quería ir a La Coruña, a caminar por el paseo marítimo», recuerda emocionada. Él y sus hijos pudieron verla los últimos días, aunque siguiese dormida. Ellos «nunca perdieron la esperanza, pero sus pulmones ya no podían más».
En Navidad, cuando todos vuelvan a reunirse, intentarán despedirse de ella . Pero no como a ellos les gustaría, aún no podrá estar toda la gente que la quería, «que era muchísima», matiza Nenuca.
Un cariño convertido en reconocimiento por parte de aquellos que pudieron disfrutar de su profesionalidad. «Heredó de nuestro padre su seriedad a la hora de trabajar», resuelve. De Araceli destacan sus estudios sobre Emilia Pardo Bazán y su entrega como profesora en la Universidade de Santiago de Compostela. Pero, para su hermana, era mucho más: «Siempre tenía algo que contar, y yo... No podía hacer más que escucharla embelesada».
8
«¿Mi mamá? Una mujer que vivió por sus hijos y nietos»
«Era todo dulzura, cariño y con mucha actividad», recuerda la familia de Sinda Gómez. Sus 84 años, cuenta su hija Esperanza Fernández, no le impidieron seguir siendo una persona activa, aunque desde el 2010 tenía dificultades para respirar. Tenía que dormir con un soporte respiratorio temporal, conocido como «Bipap». Eso, refiere su hija, tampoco le restó ni un segundo energía y fuerza.
Una vitalidad que aún demostró el pasado domingo 11 de octubre, cuando su prueba dio positivo. Se la llevaron al hospital en ambulancia y esa, recuerda Esperanza, fue la última vez que pudo verla. Le queda, al menos, un buen recuerdo de su madre: «Pude ver como se iba a la ambulancia por su propio pie».
Tras su ingreso en urgencias, se informó a la familia de que habían logrado estabilizar a Sinda. Estaría ingresada en planta, pendientes de su evolución, porque su estado seguía siendo grave.
Ese mismo viernes les dijeron, recuerda su hija con tristeza, que respondía bien a los tratamientos. Dos días después, cuando se cumplía una semana desde que no la veían, la esperada llamada de la enfermera terminó por convertirse en una pesadilla . Los peores presagios se habían cumplido. «Se me cayó el mundo encima», relata.
Su padre, y marido de Sinda, también había dado positivo. Y el resto de sus familiares, que habían estado en contacto con ellos, tenían que permanecer confinados. «El entierro fue dantesco», sostiene, «y lo peor es que ni siquiera pudimos despedirnos como me hubiera gustado , es lo peor de esta enfermedad».
Ahora, Esperanza y su familia intentan continuar con sus rutinas diarias. Aunque en la casa, cuenta, todo son recuerdos de Sinda: «En cada rincón hay una foto suya», revela mientras dice estar viéndolas en ese mismo instante. «Era tan familiar... Le encantaba tenernos cerca a todos, que estuviésemos lo más unidos posible».
Su recuerdo, sin embargo, no podrá cambiar nunca: «¿Quieres saber cómo era mi madre? Ella fue una mujer que se desvivió por su marido, al que adoraba, por todos sus nietos y por sus cuatro hijos », confiesa. «Fue muy severa con nuestra educación, pero nos quería muchísimo, siempre estaba pendiente de todo lo que nos ocurría», describe Esperanza.
«¡Ah, que no se me olvide!», exclama mientras sonríe, «¡era una mujer extremadamente coqueta! Le encantaba tener siempre las uñas perfectamente pintadas».
9
Adiós al músico, al amante de la vida, al padre, al abuelo
Hablar de Julio Andrade Malde es evocar la erudición, la intelectualidad y el amor por la naturaleza. Su entorno lo describe como un apasionado de la música , la vocación por la que era más conocido, pero Julio era ante todo un hombre polifacético. Desde la botánica a la entomología, el saber llenaba los días de este jubilado del Banco Pastor que llegó a ser director en París y Buenos Aires. Viudo desde hacía dos años, padre de dos hijos y abuelo de tres nietos, se contagió al comienzo de la primera ola, en pleno mes de marzo.
Lo que inicialmente fue una sintomatología leve empeoró hasta que se hizo necesario su ingreso hospitalario en el Chuac coruñés. La lucha de Julio contra el virus se prolongó durante dos semanas, hasta que el 28 de marzo falleció. Las circunstancias impidieron una despedida a la altura, algo que la familia ha pospuesto hasta que la situación mejore.
Pero en el recuerdo quedan las piezas musicales que este coruñés compuso y con las que fue homenajeado en el Teatro Colón, donde el barítono Borja Quizá interpretó dos de sus piezas: «Miña tristura» y «Na morte de Rosalía». Los títulos recuerdan el amor de Andrade por la literatura gallega y por sus autores, con especial predilección por Curros Enríquez y Rosalía. También estudió en profundidad a Valle-Inclán, uno de sus escritores fetiche y a los que más indagaciones dedicó.
Buen conversador y respetuoso crítico musical, quienes lo conocieron y trataron destacan de este caballero su capacidad intelectual , que le abrió la puerta de numerosas disciplinas. Parte de su legado es la colección de insectos que su familia cedió, tras su fallecimiento y por indicación suya, al Museo de Historia Natural de la Universidad de Santiago. Queda también en el recuerdo su afición al deporte, las tardes que dedicó al fútbol sala y su pasión por su equipo, el Deportivo de La Coruña . El adiós de este enamorado de la vida, en todas sus representaciones, fue solitario. Nadie pudo sostener su mano cuando le fallaron la fuerzas, pero su amabilidad perdurará en todos los que, en algún momento, tuvieron la fortuna de encontrarse con él.
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